Dijo que su clase le había dado ganas de pasarse el día en la biblioteca.
Ella recogió sus innumerables cosas.
– Te acompaño.
La biblioteca también estaba en el sótano, y era una sala alargada, estrecha y calurosa, como un submarino. Habían rayado los pupitres con navajas y robado muchos libros. Pero pocos estudiantes la frecuentaban y allí se sentía solo y feliz.
– Eres buen estudiante -rio ella-. A diferencia de la mayoría.
– ¿Por qué no son buenos los demás?
– Porque saben que no hay trabajo. No están aquí para aprender, sino para no estar acogidos al paro. Nunca he conocido esa falta de ideales.
Lo miró como si fuera a añadir algo más, pero se volvió y le dejó estudiar.
Se dedicó a la asignatura de colonialismo y literatura, resuelto a escribir un ejercicio inmenso, lleno de citas, plagado de notas a pie de página y con una brillante argumentación que requiriese una discusión detallada en el despacho de ella.
Cuando se vio obligado a hacer una pausa a última hora de la tarde, dejando el pupitre envuelto en una niebla de incipiente rabia e iluminación, su concentración había sido tal que se sorprendió al ver que la Facultad seguía funcionando como de costumbre y que los estudiantes continuaban gastándose bromas en la estrecha escalinata que serpenteaba por el centro del edificio.
En la cafetería vio a Chad y Riaz, sentados con Sadiq y un estudiante a quien Shahid conocía de vista. Prestaban atención a un hombre blanco de mediana edad que llevaba gafas de montura de acero, chaqueta de espiguilla y corbata.
Shahid se acercó a su mesa.
– ¿Alguien quiere café?
El hombre blanco hacía esfuerzos por hablar, pero parecía tener algo atascado en la garganta. Emitía una especie de risa brusca y continua, y la nuez le subía y le bajaba como una bola de ping-pong en el chorro de una fuente. Tenía saliva en la barbilla. Shahid temió que fuera a darle algún ataque.
Aprovechando su distracción, se agachó rápidamente bajo la mesa para mirar las extremidades de Riaz. Llevaba el mismo traje y los mismos calcetines que el día anterior. Shahid se sentó con una tímida sonrisa. Riaz no le hizo caso. ¿Y si se había tomado el robo de sus pertenencias tan mal que no sólo se negaba a ponerse la ropa que le había dado, sino que ni siquiera le dirigía la palabra? Le entró pánico. No quería perder a sus nuevos amigos por semejante estupidez. ¿Los habría perdido ya?
Lo ignoraba, porque aquellos amigos seguían cautivados por el hombre que, inducido por un ánimo colectivo, movía la boca y se golpeaba en un lado de la cabeza como tratando de reparar una conexión. Entonces dio un puñetazo en la mesa, estrechó la mano a todos y salió de la cafetería a grandes zancadas, saludando a algunos estudiantes que le respondían con sonrisas burlonas.
– Qué lástima me da de ese hombre -dijo Riaz.
– ¿Conoces al doctor Andrew Brownlow, Shahid? -le preguntó el estudiante desconocido-. A propósito, me llamo Hat.
– Hatter el Loco -apostilló Chad.
– Su padre es el dueño del restaurante al que fuimos -explicó Riaz.
– Hola, Hat. Se come bien.
– Gracias. Siento no haber estado anoche. Me han dicho que dijiste muchas cosas.
– Sí -reconoció Shahid.
– Está bien.
– Sí -convino Chad en tono protector-. No está mal este chico.
Hat tenía la voz suave y el rostro liso como una muchacha. Shahid recordaba haberle visto en clase con los codos sobre el pupitre, la cabeza apoyada en la mano, escribiendo furiosamente. En aquella ocasión había observado lo animado y simpático que era, su tendencia a reír en el momento menos propicio.
– Me parece haber visto al doctor Andrew por ahí -dijo Shahid-. Pero no sé quién es.
– Enseña historia en la Facultad. Hace veinte años estaba en la Universidad de Cambridge…
– El mejor estudiante de su promoción -interrumpió Chad.
– Sí, ya te digo -prosiguió Hat-. Era de clase media alta. Podía haber hecho lo que quisiera. Le querían en Harvard. ¿O era en Yale, Chad?
– Rechazó la oferta.
– Sí, les mandó a paseo. Odiaba a todo el mundo, a su propia clase, a sus padres, todo. Se vino aquí para ayudarnos, a los indios y negros desfavorecidos, a los marginados. No es mal tipo…, para ser marxista-comunista.
– Leninista -le corrigió Sadiq.
– Sí, es marxista-comunista-leninista -prosiguió Hat-. Antirracista con todas sus fuerzas. Odia el fascismo imperialista y la dominación blanca, ¿eh, Riaz?
Le miraron y esperaron. Al cabo de una pausa, Riaz murmuró:
– Andrew Brownlow tiene cierta integridad personal.
Chad asintió.
– El problema es…
– Sí, el problema es… -Hat puso cara de pena, pero estaba conteniendo un aullido-. Que se está volviendo ta-ta-tar-taja.
– Entonces es reciente, ¿no? -preguntó Shahid.
– Sí, le viene desde que empezaron a derrumbarse los Estados comunistas de Europa oriental. En cuanto cae uno, se le añade otra sílaba a su impedimento, ¿comprendes? En una clase tardó veinte minutos en pronunciar la primera palabra. Empezó Ho… ho… ho… ho… ho… No sabíamos si quería decir Holanda, hoy, hojear, o qué.
– ¿Y qué era, al final? -quiso saber Shahid.
– Hola.
– ¿Hola?
– Sí, idiota, el saludo. Para cuando Cuba se derrumbe, me parece que ni siquiera podrá decir eso.
– Quizá debiera probar con adiós -sugirió Shahid.
– ¡Eso! -exclamó Hat, chocando el puño con él.
– Pero eso le convierte en el mejor oyente -observó Chad-. Le expuse toda mi teoría sobre la evolución de la sociedad y la escuchó de cabo a rabo.
– Entonces es el primero en hacerlo -aventuró Hat.
Sadiq soltó una carcajada. Chad hizo ademán de abofetearle.
– Ten cuidado.
– Comunismo. Qué buena idea, ¿no os parece? -dijo Riaz. Todos lo miraron, sin manifestar acuerdo ni desacuerdo. A Shahid no se le pasó por la cabeza que Riaz se hubiese afiliado recientemente al partido comunista-. Pero, en el fondo -prosiguió-, el ateísmo no conviene realmente a la humanidad.
– No -convino Hat-. De todos modos, sólo una pequeña minoría es atea.
– El ateísmo no durará -explicó Riaz-. Sin religión, la sociedad es imposible. Y sin Dios la gente cree que puede pecar impunemente. No hay moralidad.
– Sólo hay penalidades, ingratitud e indiferencia, como con este thatcherismo -afirmó Chad.
Estaba a punto de continuar, pero Riaz dijo:
– Ésa es una lección bien sabida. Glotonería, nihilismo, hedonismo: el capitalismo en pocas palabras. Junto con ello, asistimos al ocaso del comunismo. Esos revolucionarios ni siquiera han sido capaces de lograr el socialismo en una habitación. En conjunto, estamos presenciando la decadencia del ateísmo.
– Se ha derrumbado -confirmó Chad-. Decían que Dios ha muerto. Pero ha sido al revés. Sin el Creador nadie sabe quién es ni lo que hace.
– Desde luego, el doctor Andrew no sabe lo que hace -terció Hat-. Seguro que conoces a su mujer, Shahid. ¿Deedee Osgood?
– ¿Osgood? ¿Es su mujer?
– Su mujer.
– ¡Pero no puede ser!
– ¿Por qué?
– Porque no es como él.
– ¿Es que te gusta? -inquirió Sadiq-. He visto cómo se te caía la baba.
– Ya sabéis -dijo Chad en tono firme-, sin conciencia de Dios se puede hacer cualquier cosa impunemente. Y entonces está uno perdido. Pero yo sé que Dios me vigila. Y si ve hasta la más mínima puñetera cosa, tengo que tener mucho cuidado con lo que hago.
– Eso es como vivir en un cuarto de cristal, ¿no? -sugirió Shahid-. O en un invernadero.
Shahid volvió a la biblioteca. Su intención era seguir trabajando, dejarse llevar por la inspiración de la mañana. Pero el momento no sólo había pasado, sino que empezaba a notar que el desánimo se abatía como un toldo sobre él.