Ni siquiera podía decidir si recogía sus papeles sentado o de pie; o dejarlo todo y salir a la calle bajo la lluvia fría con los demás locos, tomarse un Big Mac y un batido de leche y hacerse una paja en su habitación. Podría leer y estudiar, pero ¿con qué objeto? Sabía que quería ser una especie de periodista, en el ámbito cultural, en prensa o televisión. En su tiempo libre escribiría cuentos y, posiblemente, una novela. Pero todo quedaba en un futuro demasiado lejano para satisfacerle ahora.
Al recoger los apuntes, descubrió una hoja que él no había dejado allí. El bibliotecario abrió la puerta de su despacho y, a través de sus desiertos dominios, anunció:
– Vamos a cerrar.
Shahid abrió la nota grapada. No levantó la vista hasta que la leyó tres veces.
– No voy a impedírselo -dijo-. Porque tengo prisa.
Empezó a meter sus cosas en la bolsa. Le había escrito una mujer, dándole su dirección e invitándole a visitarla: aquella misma noche.
Ahora sí había motivos para volver a la habitación. Tenía que arreglarse.
Salió de la biblioteca, cruzó la Facultad y se encontró con el tráfico de la hora punta de la tarde. Por primera vez no observó nada en la calle.
4
El desagüe de la ducha común estaba atrancado. El agua se derramaba por el edificio. Shahid tuvo que lavarse en el cuarteado lavabo de su habitación; primero un pie, luego el otro, seguidos, torpemente, por los sobacos, las pelotas, la minga. Para distraerse del agua helada que goteaba por los estremecidos grifos y de las insólitas posturas que se veía obligado a adoptar para rociarse, se puso el walkman: ahora adoptaba precauciones para no molestar a Riaz. Escuchó la voz blanca más sugerente; con su «Stop Your Sobbing», Chrissie Hynde le produjo escalofríos, llenándole de expectativas para la noche. Pero apenas había empezado a escuchar «I Go to Sleep» cuando tuvo que parar la cinta a causa de las voces.
Oía discusiones, murmullos, conversaciones en punjabi, urdu, hindi, inglés y cacofonías de innumerables cotorreos. La residencia era un universo de voces insistentes, pero aquellos sonidos no eran de los que se apagaban tras cerrar la puerta. Se vistió rápidamente y abrió.
Hat llevaba dos tazas de té y daba instrucciones a una cola de asiáticos que empezaba frente a la puerta de Riaz, corría por el pasillo y bajaba por la escalera. Entre inquilinos de la residencia que pasaban, rezongando, hacia sus habitaciones, había bebés que se quejaban, niños impacientes y hombres y mujeres con abrigos deformes esperando que les atendieran, como si el pasillo se hubiera convertido en la sala de espera de un médico. Una joven con hijab y piel de color melón ayudaba a Hat.
– Por aquí, por favor, venga a sentarse -decía a un anciano.
– Ya era hora de que dejaras lo que estabas haciendo -dijo Hat al ver a Shahid-. Esto está que arde.
– ¿Qué ocurre?
– Necesitamos una silla -dijo ella.
– Esta mujer maravillosa es Tahira -informó Hat, ajustándose la gorra de béisbol que llevaba al revés.
– ¿Vas a ayudar o a ponerte en medio? -inquirió ella con acento del Norte. Shahid calculó que era de Leeds o Bradford. A lo mejor había venido a Londres por seguir a Riaz.
Hat señaló a un hombre encorvado, con barba, que llevaba un amplio salwar kamiz.
– Lo primero, trae una silla.
Shahid sacó la única silla de su habitación. El anciano, que parecía enfermo y respiraba con dificultad, se sentó agradecido.
Hat se inclinó hacia Shahid.
– Chad está abajo, buscando al casero. Han destrozado el vestíbulo de la residencia, ¿te has enterado?
– Ha sido la policía -explicó el hombre, sin sonreír.
– ¿Cómo? -exclamó Shahid, sorprendido de que un anciano dijera algo así.
– De manera que Riaz tiene que llevar a cabo aquí su consultorio semanal. -Hat cogió entonces la mano al anciano-. Detuvieron a su hijo cuando iba al instituto, lo acusaron de agresión y lo condenaron a quince meses de cárcel. Confundiéndolo con otro.
– No, ¿de verdad?
– ¡Sí! Vamos a organizar una gran campaña para que lo suelten. Cuartel general, tu habitación. Toda esta gente quiere mucho a nuestro hermano Riaz. Vienen de kilómetros de distancia. Saben que cuando dice algo, que va a escribir al diputado o recomendar a un abogado, va en serio.
– ¿A quién tiene dentro ahora? -prguntó Shahid.
– ¿Tienes ganas de saberlo, eh? -Hat le pasó los dos tazones de té-. Llévales esto. Y entenderás algo de lo buena que es tu encantadora Inglaterra.
Shahid entró sin ruido en la habitación de Riaz. El hombre sentado frente a él estaba llorando y tan atento a lo que decía que no se dio cuenta de la presencia de Shahid.
– Por favor, señor, esos chicos se presentan a todas horas en mi piso para amenazar a mi familia. Como le he dicho, me dieron puñetazos en el estómago. Vivo ahí desde hace cinco años, pero las cosas se ponen cada vez peor. Además, mi hermana y mi hermano y su mujer me escriben y me dicen que los he olvidado, tú vives lujosamente allí, por qué no nos envías dinero que necesitamos para medicinas, para la boda, para nuestros padres…
Riaz le miraba a los ojos, emitiendo un leve murmullo como muestra de discreto consuelo.
– Señor, ya tengo dos trabajos, uno de día en la oficina, y otro hasta las dos de la madrugada en el restaurante. Estoy completamente rendido y el mundo entero se me cae encima…
Riaz alzó la vista, el rostro impasible como siempre; pero la compasión le infundía color. Shahid dejó el té en la mesa.
– Comprendo -dijo a Hat al salir.
Chad también estaba ahora.
– Vaya, Shahid, te has puesto de tiros largos, yaar. ¿Vas a algún sitio?
– No, sólo es una reunión, ya sabes, de estudiantes.
– Sí, ya, una reunión, ¿eh, Hat? -Chad se sacudió la mano como si se le hubiera prendido fuego-. Me temo que tendrás que ayudarnos.
– Sí -confirmó Hat-, Riaz tiene demasiado trabajo. Hay que hacerle unas cartas y he visto que tienes un Amstrad.
Shahid los miró a los dos.
– ¿Ahora?
Se quitó la chaqueta y sacó la llave de su habitación.
– Es un chico serio. Me gusta su actitud -dijo Hat-. ¿Y a ti, Chad?
– No me molesta.
Hat se ablandó.
– Bueno, más tarde.
– Más tarde -convino Shahid-. Volveré dentro de un par de horas. -Señaló la cola-. Esto es increíble.
Hat sonrió, pero Chad dijo en tono sarcástico:
– Estás muy ocupado, pero abajo hay alguien que pregunta por ti.
– ¿Por mí?
– Eso he dicho.
– ¿Quién?
– No me trato con gente de esa clase, ya no -contestó Chad encogiéndose de hombros-. Lleva un traje gris reluciente. Y zapatos de cocodrilo.
– Un pariente, quizá -sugirió Hat, sonriendo y mirando a Chad.
– Puede -dijo Shahid, confuso.
– Pues se ha ido a comprar tabaco.
Shahid tomó una súbita decisión.
– Hat, dile que he salido y que estoy muy bien, gracias, adiós.
– Hat no dice mentiras -aseguró Chad.
– ¿Cómo?
– No -confirmó Hat-. Estoy estudiando para contable.
Chad alzó la vista.
– Demasiado tarde, de todos modos. Parece que la Fiebre del sábado noche viene derecha para acá.
Shahid miró y vio que el hombre a quien Riaz había llamado «disoluto» avanzaba por la cola a fuerza de hombros, con la seguridad de quien está acostumbrado a saltárselas y con el fastidio de quien detesta las multitudes. Efectivamente llevaba el traje gris brillante, y hoy calzaba los Bass Weejans. Chili nunca llevaría zapatos de cocodrilo.
– ¿Qué tal, hermanito?