Harlan Coben
El último detalle
Myron Bolitar 6
Para la tía Evelyn de Revere, con mucho, muchísimo amor.
Y en memoria de Larry Gerson (1962-1998).
Cierras los ojos y todavía ves su sonrisa
1
Myron estaba tumbado junto a una preciosa morena vestida sólo con un tanga, sostenía una bebida tropical sin sombrilla en una mano, el agua turquesa del Caribe le remojaba los pies, la arena era una resplandeciente alfombra de polvo blanco, el cielo de un azul tan puro que sólo podía ser el lienzo vacío de Dios, el sol relajante y tibio como una masajista sueca con una copa de coñac, pero él se sentía totalmente desgraciado.
Los dos llevaban en esa isla paradisíaca unas, calculaba, tres semanas. Myron no se había molestado en contar los días. Suponía que tampoco Terese. La isla parecía tan remota como la de Gilligan's: sin teléfono, algunas luces, sin coches, muchísimo lujo, nada parecido a Robinson Crusoe, y bueno, tampoco tan primitiva como podía serlo. Myron sacudió la cabeza. Puedes apartar al chico de la televisión, pero no puedes quitar la televisión de la cabeza del chico.
En un punto medio del horizonte, avanzando hacia ellos y abriendo una herida blanca en la tela turquesa, apareció el yate. Cuando Myron lo vio, se le encogió el estómago.
No sabía con precisión dónde estaban, aunque la isla tenía un nombre: Saint Bacchanals. Sí, en serio. Era un pequeño trozo del planeta propiedad de una de aquellas megalíneas de cruceros que utilizaban una parte de la isla para que los pasajeros nadasen, preparasen barbacoas y disfrutasen de un día en «su isla paradisíaca personal». Personal. Sólo ellos y los otros dos mil quinientos turistas apretados en un pequeño trozo de playa. Sí, personal, muy bacanal.
Ese lado de la isla, en cambio, era muy diferente. Había una única casa, propiedad del director ejecutivo de la línea de cruceros, un híbrido entre una choza con techo de paja y la finca de una plantación. La única persona en un radio de dos kilómetros era un criado. La población total de la isla: quizás unos treinta, todos empleados de la empresa de cruceros.
El yate apagó el motor y se acercó.
Terese Collins deslizó nariz abajo las gafas de sol Bolle y frunció el entrecejo. En tres semanas ninguna embarcación, excepto los enormes barcos de cruceros -que tenían nombres tan sutiles como Sensación, Éxtasis o Punto G-, había pasado por delante de su trozo de arena.
– ¿Le has dicho a alguien dónde estábamos? -preguntó Terese.
– No.
– Quizá sea John.
John era el antes mencionado director ejecutivo de la mencionada empresa de cruceros, un amigo de Terese.
– No lo creo -dijo Myron.
Myron había conocido a Terese Collins hacía, siendo generosos, unas tres semanas. Terese estaba «de vacaciones» de su empleo como presentadora de la CNN en el horario de máxima audiencia. Unos amigos bien intencionados les habían llevado casi a la fuerza a una fiesta de beneficencia y de inmediato se habían sentido atraídos el uno por el otro, como si su desgracia y dolor mutuos fuesen imanes. Comenzó como un poco más que un reto: déjalo todo y escapa. Desaparece con alguien que encuentras atractivo y apenas conoces. Ninguno de los dos se echó atrás, y doce horas más tarde estaban en Saint Maarten. Veinticuatro horas después, estaban ahí.
A Myron, un hombre que había dormido con un total de cuatro mujeres en toda su vida, que nunca había disfrutado con citas de una sola noche, ni siquiera en los días en que estaban de moda o claramente libres de cualquier enfermedad, que nunca había mantenido relaciones sexuales sólo por la sensación física, sin las anclas del amor o el compromiso, la decisión de huir le había parecido del todo correcta.
No le había dicho a nadie adónde iba o durante cuánto tiempo. Sobre todo porque él mismo no tenía ni idea. Había llamado a sus padres y les había dicho que no se preocupasen, algo equivalente a decirles que desarrollasen agallas y respirasen bajo el agua. Le había enviado a Esperanza un fax y le había dado poderes para administrar MB SportsReps, la agencia deportiva que ahora dirigían en sociedad. Ni siquiera había llamado a Win.
Terese lo miraba.
– Sabes quién es.
Myron no dijo nada. Se le aceleró el pulso.
El yate se acercó. Se abrió la puerta de la cabina en la proa, y como Myron se temía, Win apareció en cubierta. El pánico lo dejó sin aire. Win no era de los que hacían visitas casuales. Si estaba ahí, significaba que algo iba muy mal.
Myron se levantó. Aún estaba demasiado lejos para gritar, así que se limitó a levantar una mano. Win asintió con un gesto.
– Espera un segundo -dijo Terese-. ¿No es el tipo cuya familia es propietaria de Lock-Horne Securities?
– Sí.
– Le entrevisté una vez. Cuando el mercado se hundió. Tiene un nombre largo y pomposo.
– Windsor Horne Lockwood III -dijo Myron.
– Sí. Un tipo extraño.
Si ella supiese.
– Guapo como el que más -continuó Terese-, con ese estilo del dinero-rancio, club-de-campo, nacido-con-un-palo-de-golf-de-plata-en-las-ma- nos.
Como si la hubiese escuchado, Win se pasó una mano por los rizos rubios y sonrió.
– Vosotros dos tenéis algo en común -dijo Myron.
– ¿Qué?
– Ambos creéis que es guapo como el que más.
Terese observó el rostro de Myron.
– Vas a regresar.
Había una nota de aprensión en su voz.
– Win no hubiese venido por ningún otro motivo -asintió Myron.
Terese le cogió la mano. Era el primer momento de ternura entre ellos en las tres semanas desde la fiesta de beneficencia. Podía parecer extraño -amantes solitarios en una isla, sexo constante, ni un beso amable, ni una suave caricia o unas palabras susurradas-, pero su relación iba de olvidar y sobrevivir: dos almas desesperadas de pie entre los escombros, sin ningún interés en reconstruir absolutamente nada.
Terese había pasado la mayor parte de los días dando largos paseos en solitario. Él los había pasado sentado en la playa haciendo ejercicio o algunas veces leyendo. Se encontraban para comer, dormir y el sexo. Por lo demás, se dejaban solos el uno al otro, si no para curarse, al menos para restañar la herida. Myron sabía que Terese también había sido vapuleada, que alguna tragedia reciente la había golpeado muy hondo y duro, hasta el tuétano. Pero nunca le había preguntado qué había pasado. Ella tampoco se lo había preguntado a él.
Una regla tácita de su pequeña locura.
El yate se detuvo y echó el ancla. Win bajó a una pequeña motora. Myron aguardó. Se movió sobre los pies como si se preparase. Cuando la embarcación se acercó lo suficiente a la orilla, Win apagó el motor.
– ¿Mis padres? -gritó Myron.
Win sacudió la cabeza.
– Están bien.
– ¿Esperanza?
Un leve titubeo.
– Necesita tu ayuda.
Win metió los pies en el agua con mucha cautela, casi como si esperase que sostuviese su peso. Iba vestido con una camisa blanca de tela Oxford de manga larga, un pantalón corto Lilly Pulitzer de unos colores tan chillones como para repeler a los tiburones. El Yuppie Marinero. Su constitución era delgada, pero los antebrazos parecían serpientes de acero que se movían debajo de la piel.
Terese se puso de pie cuando Win se acercó. Win admiró la vista sin que se le salieran los ojos de las órbitas. Era uno de los pocos hombres que Myron conocía capaces de hacerlo. Cuestión de educación. Cogió la mano de Terese y sonrió. Intercambiaron un saludo. Las sonrisas falsas y las palabras inútiles lo siguieron. Myron permanecía rígido, sin escuchar. Terese se disculpó y fue hacia la casa.