– ¿Qué?
– Myron, no me escuchas. No lo sé. No he estado allí en casi diez años. Pero vivimos allí ocho meses. Quizás hizo algún amigo. Quizá fue para pescar, a tomarse unas vacaciones o a alejarse de todo. No lo sé.
Myron sujetó el móvil con fuerza.
– Me estás mintiendo, Bonnie.
Silencio.
– Por favor. Sólo intento ayudar a Esperanza.
– Deja que te pregunte algo, Myron.
– ¿Qué?
– No dejas de escarbar y escarbar, ¿no? Te pedí que no lo hicieses. Esperanza te pidió que no lo hicieses. Hester Crimstein te pidió que no lo hicieses. Pero sigues escarbando.
– ¿Tienes alguna pregunta?
– Ahora viene: ¿Te ha ayudado escarbar? ¿Ha hecho que Esperanza parezca más o menos culpable?
Myron titubeó. Pero no tuvo importancia. Bonnie colgó antes de tener la oportunidad de responder. Myron volvió a dejar el teléfono sobre los muslos. Miró a Win.
– Aceptaré las Peores Canciones por doscientos, Alex -dijo Win.
– ¿Qué?
– La respuesta: Barry Manilow y su clásico del este.
Myron casi sonrió.
– Pregunta: ¿Qué es si no Time in New England, Alex?
– Respuesta correcta. -Win sacudió la cabeza-. Algunas veces nuestras mentes están en tal sintonía…
– Sí -dijo Myron-. Asusta.
– ¿Vamos?
Myron se lo pensó.
– No creo que tengamos más alternativa.
– Primero llama a Terese.
Myron asintió, comenzó a marcar.
– ¿Sabes cómo llegar allí?
– Sí.
– Se tarda alrededor de tres horas.
Win pisó el acelerador. Algo nada fácil en el centro de Manhattan.
– Digamos dos.
33
Wilston está en Massachusetts occidental, más o menos a una hora de las fronteras de New Hampshire y Vermont. Todavía pueden verse los restos del pasado, la frecuente representación artística de las ciudades de Nueva Inglaterra con las aceras de ladrillo en espiga, las casas coloniales de madera, las placas de bronce de la sociedad histórica en las fachadas de muchos de los edificios, la iglesia blanca con el tejado de dos aguas en el centro de la ciudad: toda la escena reclamando a gritos las doradas hojas del otoño o una gran nevada. Pero como en todas las demás partes de Estados Unidos, el boom de los centros comerciales está destrozando lo histórico. Las carreteras entre estos pueblos de postal se habían ensanchado a lo largo de los años, como si fuesen culpables de glotonería, para alimentar las enormes tiendas que ahora las bordeaban. Los centros comerciales se tragaban el carácter personal, todo lo típico, y dejaban en su estela una blandura universal que asolaba las carreteras y caminos de América. De Maine a Minnesota, de Carolina del Norte a Nevada, quedaba muy poca textura e individualidad. No había nada más que Home Depot, Office Max y tiendas de descuento.
Por otro lado, llorar por los cambios que el progreso nos impone y anhelar los viejos tiempos hacía que fuese fácil criticar. Más duro era responder a las preguntas de por qué, si estos cambios eran tan malos, todos los lugares y las personas se apresuraban a darles la bienvenida con tanto entusiasmo.
Wilston tenía la clásica fachada conservadora de postal navideña de Nueva Inglaterra, pero era una ciudad universitaria, gracias a la presencia del Wilston College, es decir, era una ciudad liberal, de la manera que sólo una ciudad universitaria puede serlo, liberal de la única manera que los jóvenes pueden serlo, liberal de la manera que solamente algo aislado, protegido y de color de rosa puede serlo. Estaba bien. De hecho era como tenía que ser.
Pero incluso Wilston estaba cambiado. Sí, aún estaban allí las viejas señales del liberalismo: la tienda de tofu, el café amigo de los inmigrantes, la librería lesbiana, la tienda de luces negras y los cacharros de cerámica, la tienda de ropa que sólo vendía ponchos. Sin embargo, las franquicias se colaban poco a poco para comerse en silencio las esquinas de piedra gris: Dunkin' Donuts, Angelo's, Sub Shop, Baskin-Robbins, Seattle Coffee.
Myron comenzó a canturrear Time in New England.
Win lo miró.
– Ten en cuenta que yo también voy bien armado.
– Eh, fuiste tú quien me metió la canción en la cabeza.
Cruzaron a toda velocidad la ciudad -con Win al volante siempre vas a toda velocidad- y llegaron al motel Hamlet, casi una chabola en la ruta 9 en el límite de la ciudad. Un cartel anunciaba «¡HBO gratis!» y la máquina de hielo era tan grande que podía verse desde la estación espacial. Myron consultó su reloj. Menos de dos horas para llegar hasta ahí. Win aparcó el Jaguar.
– No lo entiendo -dijo Myron-. ¿Por qué se alojaría aquí?
– ¿HBO gratis?
– Probablemente porque podía pagar en efectivo. Por eso no lo vimos aparecer en las tarjetas de crédito. ¿Por qué no querría que nadie supiese que había estado aquí?
– Cuántas buenas preguntas -comentó Win-. Quizá tendrías que entrar y ver si puedes conseguir algunas de las respuestas.
Ambos se bajaron del coche. Win se fijó en el restaurante vecino.
– Yo probaré allí -dijo-. Tú ve a la recepción.
Myron asintió. El recepcionista, con toda claridad un estudiante universitario, estaba sentado detrás del mostrador y miraba a la nada. Podría haberse mostrado más aburrido, pero sólo un médico cualificado lo induciría al coma. Myron echó una ojeada y miró en el terminal del ordenador. Era una buena señal.
– Hola.
La mirada del chico se deslizó hacia Myron.
– ¿Sí?
– El ordenador. Lleva el control de las llamadas exteriores, ¿no? Incluso las locales.
El chico entrecerró los ojos.
– ¿Quién quiere saberlo?
– Necesito ver los registros de todas las llamadas que hicieron los huéspedes al exterior entre el diez y el once de este mes.
Esto hizo que el chico se levantase.
– ¿Es un poli? Déjeme ver su placa.
– No soy un poli.
– Entonces…
– Te pagaré quinientos dólares por la información. -No tenía ningún sentido andarse con rodeos, pensó Myron-. Nadie lo sabrá nunca.
El chico titubeó, pero no mucho.
– Joder, incluso si me trincan, es más dinero del que gano en un mes. ¿Qué fechas necesita?
Myron se lo dijo. El chico apretó unas cuantas teclas. La impresora se puso en marcha. Todo cabía en una página. Myron le dio al chico el dinero. El chico le dio la hoja. Myron de inmediato le echó una ojeada a la lista.
Bingo instantáneo.
Vio las llamadas a larga distancia al despacho de FJ. Se habían hecho desde la habitación 117. Myron buscó las otras llamadas hechas desde la misma habitación. Clu había llamado a su contestador automático en casa dos veces.
Vale, bien. ¿Ahora qué tal algo más local? Ninguna razón para venir hasta aquí sólo para hacer llamadas a larga distancia.
Bingo de nuevo.
Habitación 117. La primera llamada de la lista. Un número local. El corazón de Myron comenzó a bombear deprisa. Su aliento se volvió agitado. Ahora estaba cerca. Muy cerca. Salió al exterior. El camino de entrada era de grava. Dio unos cuantos puntapiés a los guijarros. Sacó el móvil y estaba a punto de marcar. No. Podía ser un error. Primero debía averiguar todo lo posible. Si llamaba, podía alertar a alguien. Por supuesto, no sabía a quién alertaría, cómo sería alertado o de qué sería alertado. Pero no quería estropearlo ahora. Tenía un número en el teléfono. Big Cyndi en el despacho tendría una guía inversa. Ahora eran fáciles de conseguir. Cualquier tienda de informática vendía CD con todos los teléfonos del país, o podías visitar www.infospace.com en la red. Escribes un número, y te dice a quién pertenece y dónde vive. Más progreso.
Llamó a Big Cyndi.
– Estaba a punto de llamarle, señor Bolitar.
– ¿Ah, sí?
– Tengo a Hester Crimstein en la línea. Dice que necesita hablar urgentemente con usted.