– Vale, pásamela en un segundo. ¿Big Cyndi?
– ¿Sí?
– Sobre aquello que dijiste ayer. De las personas que miran fijamente. Lo siento si…
– Nada de piedad, señor Bolitar. ¿Lo recuerda?
– Sí.
– Por favor no cambie nada, ¿vale?
– Vale.
– Lo digo en serio.
– Pásame a Hester Crimstein -dijo Myron-, y mientras estoy en la línea, ¿sabes dónde guarda Esperanza los CD con las guías a la inversa?
– Sí.
– Quiero que me busques un número.
Se lo dictó. Ella lo repitió. Luego le pasó a Hester Crimstein.
– ¿Dónde está? -le ladró la abogada.
– ¿Por qué le importa?
Crimstein no se mostró complacida.
– Por Dios bendito, Myron, deje de comportarse como un niño. ¿Dónde está?
– No es asunto suyo.
– No me está ayudando.
– ¿Qué quiere, Hester?
– Me llama por el móvil ¿no?
– Así es.
– Entonces no sabemos si la línea es segura -señaló la abogada-. Tenemos que reunimos de inmediato. Estaré en mi despacho.
– No puede ser.
– Oiga, ¿quiere ayudar a Esperanza o no?
– Ya sabe la respuesta.
– Entonces mueva el culo y venga aquí, pronto -dijo Hester-. Tenemos un problema, y creo que usted puede ayudar.
– ¿Qué clase de problema?
– No por teléfono. Le estaré esperando.
– Me llevará algún tiempo.
Silencio.
– ¿Por qué le llevará algún tiempo, Myron?
– Sólo me llevará.
– Es casi mediodía -dijo ella-. ¿A qué hora vendrá?
– Por lo menos no antes de las seis.
– Es demasiado tarde.
– Lo siento.
Ella suspiró.
– Myron, venga aquí ahora. Esperanza quiere verle.
A Myron el corazón le dio un vuelco. -Creía que estaba en la cárcel.
– Acabo de sacarla. Todo es secreto. Mueva el culo y venga aquí. Venga aquí ahora.
Myron y Win permanecieron en el aparcamiento del motel Hamlet.
– ¿Tú cómo lo interpretas? -preguntó Win.
– No me gusta -respondió Myron.
– ¿Cómo es eso?
– ¿Por qué Hester Crimstein de pronto está tan desesperada por verme? Ha estado intentando desembarazarse de mí desde que volví. ¿Ahora soy la respuesta a un problema?
– Es extraño -admitió Win.
– No sólo eso, no me gusta toda esta liberación secreta de Esperanza.
– Sucede.
– Claro que sucede. Pero si es así, ¿por qué no me ha llamado Esperanza? ¿Por qué fue Hester quien hizo la llamada?
– ¿Eso es, por qué?
Myron lo pensó.
– ¿Crees que está involucrada?
– No me imagino cómo -respondió Win. Después-: A no ser que haya hablado con Bonnie Haid.
– ¿Y?
– Entonces pudo haber deducido que estamos en Wilston.
– Y ahora quiere que regresemos urgentemente -dijo Myron.
– Sí.
– Por lo tanto, pretenden alejarnos de Wilston.
– Es una posibilidad -admitió Win.
– ¿Si es así, por qué tiene miedo de lo que podamos encontrar?
Win se encogió de hombros.
– Ella es la abogada de Esperanza.
– Por lo tanto, algo que perjudica a Esperanza.
– Lógico -señaló Win.
Una pareja de unos ochenta y tantos salió de una de las habitaciones del motel. El viejo llevaba un brazo sobre el hombro de la mujer. Ambos parecían haber acabado de follar. A mediodía. Era agradable. Myron y Win los miraron en silencio.
– La última vez fui demasiado lejos -comentó Myron.
Win no respondió.
– Me lo advertiste. Me dijiste que no tenía la mirada puesta en el objetivo. No te escuché.
Win siguió sin decir nada.
– ¿Estoy haciendo lo mismo ahora?
– No eres muy bueno dejando ir las cosas -manifestó Win.
– No es una respuesta.
Win frunció el entrecejo.
– No soy un hombre sabio en la montaña. No tengo todas las respuestas.
– Quiero saber lo que piensas.
Win entrecerró los ojos, aunque el sol ya casi había desaparecido.
– La última vez, perdiste de vista tu objetivo -dijo-. ¿Sabes cuál es ahora tu objetivo?
Myron lo pensó.
– Conseguir la libertad de Esperanza y encontrar la verdad.
Win sonrió.
– ¿Y si estas dos cosas son mutuamente contradictorias?
– Entonces enterraré la verdad.
Win asintió.
– Pareces tener muy claro el objetivo.
– De todas maneras, ¿lo tengo que dejar correr? -preguntó Myron.
Win lo miró.
– Queda otra complicación.
– ¿Cuál?
– Lucy Mayor.
– No la estoy buscando activamente. Me encantaría encontrarla, pero no lo espero.
– Sin embargo -dijo Win-, ella es tu vínculo personal con todo esto.
Myron sacudió la cabeza.
– El disquete te lo enviaron a ti, Myron. No puedes eludir ese hecho. No estás hecho de esa manera. De alguna manera tú y la chica desaparecida estáis relacionados.
Silencio.
Myron miró la dirección y el nombre que Big Cyndi le había dado. El teléfono estaba a nombre de una tal Barbara Cromwell en el 12 de Claremont Road. El nombre no significaba nada para él.
– Hay una agencia de alquiler de coches un poco más allá -dijo Myron-. Vuelve tú. Habla con Hester Crimstein. A ver qué puedes averiguar.
– ¿Y tú?
– Voy a visitar a Barbara Cromwell, en el 12 de Claremont Road.
– Suena como un plan -dijo Win.
– ¿Uno bueno?
– Yo no he dicho eso.
34
En Massachusetts, como en Nueva Jersey, el estado natal de Myron, puedes pasar de una gran urbe, una ciudad en toda regla, a un pueblucho casi sin darte cuenta. Eso es lo que sucedió. El 12 de Claremont Road -que los números llegasen a doce cuando en toda la calle sólo había tres casas era algo que Myron no podía entender- era una vieja granja. Al menos parecía vieja. El color, quizás una vez rojo oscuro, se había desvaído hasta un tono pastel apenas visible. La parte superior de la estructura se curvaba hacia delante como si sufriese de osteoporosis. El alero se había partido en el centro, la parte derecha colgaba hacia delante como la boca de la víctima de una apoplejía. Había maderas sueltas, grandes grietas y la hierba era lo bastante alta como para subir a la montaña rusa en un parque de diversiones.
Se detuvo delante de la casa de Barbara Cromwell y pensó en cómo abordarla. Apretó la tecla de remarcado en el móvil y Big Cyndi respondió.
– ¿Tienes alguna cosa?
– No mucho, señor Bolitar. Barbara Cromwell tiene treinta y un años. Se divorció hace cuatro de un tal Lawrence Cromwell.
– ¿Hijos?
– Es todo lo que tengo por ahora, señor Bolitar. Lo siento mucho.
Le dio las gracias y le dijo que siguiese intentándolo. Miró de nuevo la casa. Notaba un retumbar sordo en el pecho. Treinta y un años. Buscó en el bolsillo y sacó la representación gráfica de la Lucy mayor de edad. La miró. ¿Cuántos años tendría Lucy si aún estuviese viva? Veintinueve, quizá treinta. Más o menos cercana, ¿pero a quién le importa? Alejó el pensamiento, pero no le fue fácil.
¿Ahora qué?
Apagó el motor. Se movió una cortina en una de las ventanas de arriba. Lo habían visto. Ahora no tenía más alternativa. Abrió la puerta y anduvo por el camino de coches. Había estado pavimentado una vez, pero ahora los hierbajos lo habían reclamado todo excepto unos pocos trozos de asfalto. En el patio lateral había una de aquellas casas Fisher Price de plástico, con un tobogán y una escala de cuerdas; el color amarillo, azul y rojo del juguete brillaba a través de la hierba marrón como gemas sobre terciopelo negro. Llegó a la puerta. No había timbre, así que golpeó con los nudillos y esperó.
Oyó los ruidos de la casa, alguien que corría, alguien que susurraba. Un niño gritó: «¡Mamá!». Alguien lo hizo callar.