Myron oyó pisadas, y luego una mujer que preguntó:
– ¿Sí?
– ¿Señora Cromwell?
– ¿Qué quiere?
– Señora Cromwell, me llamo Myron Bolitar. Me gustaría hablar con usted un momento.
– No quiero comprar nada.
– No, señora, no vendo…
– Ni tampoco acepto peticiones de puerta a puerta. Si quiere una donación, pídala por correo.
– No estoy aquí por nada de eso.
Un breve silencio.
– ¿Entonces qué quiere? -preguntó ella.
– Señora Cromwell -utilizó su voz más tranquilizadora-. ¿Le importaría abrir la puerta?
– Voy a llamar a la policía.
– No, no, por favor, espere un segundo.
– ¿Qué quiere?
– Quiero hablar con usted de Clu Haid.
Hubo una larga pausa. El niño comenzó a hablar de nuevo. La mujer lo hizo callar.
– No conozco a nadie con ese nombre.
– Por favor abra la puerta, señora Cromwell. Tenemos que hablar.
– Oiga, señor, soy amiga de todos los polis de por aquí. Si les llamo, le encerrarán por intrusión.
– Comprendo su inquietud -dijo Myron-. ¿Qué le parece si hablamos por teléfono?
– Váyase.
El niño comenzó a llorar.
– Váyase -repitió ella-, o llamaré a la policía.
Más llanto.
– Vale -dijo Myron-. Me marcho. -Luego, pensó qué diablos, y gritó-. ¿El nombre de Lucy Mayor significa algo para usted?
El llanto del niño fue la única respuesta.
Myron soltó un suspiro y volvió al coche. ¿Ahora qué? Ni siquiera la había podido ver. Podía dar vuelta a la casa, intentar espiar por una ventana. Oh, qué gran idea. Que lo detuviesen por espiar. O peor aún, asustar a un niño. Y ella llamaría a la poli…
Un momento.
Barbara Cromwell dijo que era amiga de los polis de la ciudad. Pero también lo era Myron. En cierto sentido. Wilston había sido la ciudad donde a Clu le habían detenido en su primera infracción por conducir borracho cuando estaba en las ligas inferiores. Había tenido que sacarlo con ayuda de sobornos. Buscó en los bancos de datos los nombres. No tardó mucho. El agente que le había detenido se llamaba Kobler. Myron no recordaba su nombre de pila. El sheriff era un tío llamado Ron Lemmon. Por aquel entonces Lemmon tendría unos cincuenta y tantos. Quizá se había retirado. Pero lo más probable era que uno de los dos continuase en el cuerpo. Quizá sabían algo de la misteriosa Barbara Cromwell.
En cualquier caso valía la pena intentarlo.
35
Cualquiera hubiese supuesto que la comisaría de Wilston estaría en un pequeño edificio cochambroso. No era así. Estaba en el sótano de un edificio alto con aspecto de fortaleza hecha de ladrillos oscurecidos por el paso de los años. En las escaleras había uno de aquellos viejos carteles de refugios antiaéreos. Los triángulos amarillos y negros todavía brillantes dentro del ominoso círculo. La imagen le trajo recuerdos de la escuela elemental de Burnet Hill y las viejas prácticas de defensa civil, una intensa actividad donde a los niños se les enseñaba que agacharse en el pasillo era una táctica adecuada contra un ataque nuclear soviético.
Myron nunca había estado antes en la comisaría. Después del accidente de Clu se había encontrado con los dos polis en un reservado de un restaurante en la ruta 9. Todo el episodio había durado menos de diez minutos. Nadie quería perjudicar a la próxima gran estrella. Nadie quería estropear la prometedora carrera del joven Clu. Los dólares cambiaron de manos: unos para el agente que había hecho la detención, otros para el sheriff encargado. Ellos lo habían llamado donaciones con una risita. Todos sonrieron.
El sargento de guardia observó a Myron cuando entró. Tendría unos treinta y, como la mayoría de los polis de ahora, el físico de alguien que pasa más tiempo en la sala de máquinas que en la pastelería. Su placa decía Hobert.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– ¿El sheriff Lemmon todavía trabaja aquí?
– No, lo lamento. Ron murió, hará cosa de un año. Se había retirado hace dos.
– Lamento saberlo.
– Sí, el cáncer. Se lo comió como una rata hambrienta.
Hobert se encogió de hombros como diciendo ¿qué puedo hacer yo?
– ¿Qué hay de un tipo llamado Kobler? Creo que era ayudante del sheriff hará cosa de unos diez años.
La voz de Hobert de pronto se volvió tensa.
– Eddie ya no está en el cuerpo.
– ¿Todavía vive en la zona?
– No. Creo que vive en Wyoming. ¿Puedo preguntarle su nombre, señor?
– Myron Bolitar.
– Su nombre me suena de algo.
– Solía jugar al baloncesto.
– No, no es eso. Detesto el baloncesto. -Lo pensó un momento y después sacudió la cabeza-. ¿Por qué está preguntando por dos antiguos polis?
– Son algo así como viejos amigos.
Hobert lo miró sin creérselo.
– Quería preguntarles por un cliente mío con el que tuvieron tratos.
– ¿Un cliente?
Myron esbozó su sonrisa de cachorro indefenso. Por lo general, la utilizaba con las ancianas, pero qué demonios, se podía probar.
– Soy agente deportivo. Mi trabajo es cuidar de los atletas y, bueno, asegurarme de que nadie se aproveche de ellos. Así que este cliente mío se interesó por una señora que vive en la ciudad. Sólo quiero asegurarme de que no es una buscona ni nada por el estilo.
En dos palabras: menuda trola.
– ¿Cuál es su nombre? -preguntó Hobert.
– Barbara Cromwell.
El sargento parpadeó.
– ¿Está de broma?
– No.
– ¿Uno de sus atletas está interesado en salir con Barbara Cromwell?
Myron optó por retroceder un poco.
– Puede que me hayan dado el nombre equivocado.
– Seguramente.
– ¿Por qué?
– Antes mencionó a Ron Lemmon. El viejo sheriff.
– Correcto.
– Barbara Cromwell es su hija.
Por un momento Myron se quedó allí. El ventilador chirrió. Sonó un teléfono. Hobert dijo: «Perdone», y atendió la llamada. Myron no oyó nada. Alguien había congelado el momento. Alguien le había colgado sobre un agujero oscuro, y le había dado a Myron mucho tiempo para mirar a la nada, hasta que, de pronto, ese mismo alguien lo soltó. Myron se hundió en la negrura, las manos buscando asidero, el cuerpo girando, esperando, casi deseando estrellarse contra el fondo.
36
Myron salió tambaleante. Caminó hasta la plaza del pueblo. Comió algo en un restaurante mexicano, engulló la comida casi sin notar el sabor.
Llamó Win.
– Estábamos en lo cierto -dijo Win-. Hester Crimstein estaba tratando de desviar nuestra atención.
– ¿Lo ha admitido?
– No. No ofrece ninguna explicación. Afirma que sólo hablará contigo, sólo contigo y en persona. Luego intentó sonsacarme detalles de tu paradero.
Ninguna sorpresa.
– ¿Quieres que -Win hizo una pausa- la interrogue?
– Por favor, no -dijo Myron-. Ética aparte, no creo que sea necesario.
– ¿Ah, no?
– Sawyer Wells dijo que era consejero sobre drogadicción en Rockwell.
– Lo recuerdo.
– Billy Lee Palms fue tratado en Rockwell. Su madre lo mencionó cuando visité su casa.
– Vaya -dijo Win-. Una coincidencia maravillosa.
– Ninguna coincidencia -afirmó Myron-. Lo explica todo.
Cuando acabó de hablar con Win, paseó por la calle principal de Wilston siete u ocho veces. Los tenderos, con poco o nada que hacer, le sonrieron. Él les devolvió la sonrisa. Saludó a un gran número de personas que pasaban. La ciudad estaba realmente anclada en los sesenta, la clase de lugar donde las personas todavía usan barbas descuidadas, gorras negras y parecían como Seals and Crofts en un concierto al aire libre. Eso le gustaba. Le gustaba mucho.