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– ¿Más exageradas? -preguntó Þóra asombrada. ¿Qué podía haber más exagerado que aquello?

– Sí, ya, bueno -respondió Matthew encogiéndose de hombros-. A base de trabajar para la familia Guntlieb, he llegado a conocer esa época como si me fuera algo en ella; ésta de aquí no es, ni de lejos, una de las piezas más tremendas de su colección. -Sonrió fríamente-. En comparación con las peores, ésta podría ponerse de adorno en el cuarto de los niños.

– Mi hija tiene en la pared un póster de Minnie -dijo Þóra, y se acercó al siguiente cuadro-. Puede estar seguro de que un cuadro como ése no colgará nunca de una pared de su cuarto, ni en ninguna parte de mi casa.

– No, no es para todos los públicos -respondió Matthew, y siguió a Þóra hasta el cuadro que representaba a un hombre al que estaban desarticulando sobre un potro, delante de unos hombres encapuchados. Estos estaban sentados en un apretado grupo observando con cara de suficiencia a dos verdugos que hacían girar, aparentemente con gran esfuerzo, una rueda sujeta al potro. La intención era evidentemente, tensar los miembros del hombre para hacerle sufrir vez más. Matthew señaló el centro del grabado-. Éste muestra las torturas que se aplicaban en las investigaciones judiciales, y procede también de Alemania. Para ellos tenía gran importancia obtener confesiones, como puede ver. -Miró a Þóra-. Seguramente será interesante para usted, como abogada que es, comprender las raíces de la tortura, pues sus principios en Europa pueden considerarse parte del sistema judicial, bueno, hablando en sentido amplio.

Þóra se preparó para otra ofensa más a su profesión: había tenido que acostumbrarse a que la trataran así desde que empezó la carrera de Derecho.

– Sí, faltaría más… los abogados somos los únicos responsables de todo eso.

– No, de veras -respondió Matthew-. En la Edad Media el poder de acusar estaba en manos de los individuos. De forma que quien se consideraba ofendido o perjudicado injustamente por la conducta criminal de alguien tenía que realizar la acusación por sí mismo y ejercer de acusador en el caso. Los procesos judiciales eran casi de broma. Si el acusado no confesaba sin más ante el tribunal o si no había algo que demostrara claramente su culpabilidad, el veredicto de culpabilidad se dejaba en manos de Dios. Se sometía al acusado a una serie de pruebas, como hacerle caminar sobre carbones encendidos, arrojarle al agua atado de pies y manos, o cosas por el estilo. Si, digamos, sus heridas se habían curado en cierto plazo, o si se hundía en el agua, se le consideraba inocente. En ese caso, quien le había acusado se encontraba en una situación más bien funesta, porque el juicio se volvía entonces en su contra. Como se puede comprender, la gente era más bien reacia a acusar al prójimo, pues al hacerlo corrían el riesgo de que el caso se volviera contra ellos. -Matthew señaló al hombre torturado en el potro-. Este sistema se modificó cuando las autoridades y los eclesiásticos se dieron cuenta de que por este procedimiento los crímenes, fuese en el campo terrenal o en el espiritual, aumentaban de forma exorbitante a causa de la incapacidad de los tribunales. A fin de reducir el número de delitos recurrieron a las leyes romanas, donde tanto el sistema de acusación como la realización del proceso estaban organizados de forma completamente distinta. Se centraban en la investigación, que se denominaba instrucción, nombre que seguimos dándole. Fue la Iglesia la que inauguró el nuevo sistema, y a remolque de ella lo hicieron también los tribunales laicos, y la persona afectada por el delito dejó de tener que ser quien realizaba la acusación y llevaba el caso ante los tribunales. -Matthew sonrió a Þóra-. Ergo… los abogados.

Þóra le devolvió la sonrisa.

– Hace ya demasiado tiempo como para echar la culpa de esas barbaridades a la justicia. -Ahora le tocaba a ella señalar al pobre hombre tendido en el potro-. Tampoco veo muy clara la relación entre la instrucción y las torturas, perdóneme.

– Ya -respondió Matthew-. Por desgracia fue culpa del nuevo sistema. Para poder declarar culpable a alguien era preciso disponer de dos testigos del delito, o bien conseguir la confesión del acusado. Para algunos delitos, como la herejía, era difícil encontrar testigos incuestionables, de modo que todo dependía de la confesión. Esta la tenían que obtener los jueces, y lo mejor era usar la tortura. A eso se llamaba instrucción del sumario.

– Repugnante -dijo Þóra, que dio la espalda al grabado y miró a Matthew-. ¿Y cómo sabe usted todo eso?

– El abuelo de Harald estaba increíblemente versado en ese periodo y su pasión le hacía hablar de él sin parar. Era muy entretenido oírle, pero en comparación con el viejo yo no tengo más que un conocimiento muy superficial de estas cosas.

– Ya veo -dijo Þóra-. ¿Todos estos grabados los ha visto antes?

Matthew recorrió con los ojos las paredes.

– La mayoría, creo. En realidad esto no es más que una fracción de los grabados y otras cosas pertenecientes a la colección. Es obvio que Harald sólo se llevó una parte. Su abuelo dedicó una buena parte de su vida a coleccionar todas esas cosas, por no hablar del dinero que se gastó en ellas. Diría que debe de tratarse de una de las colecciones más importantes del mundo sobre la tortura y las persecuciones a lo largo de los siglos. En ella se encuentra un conjunto casi completo de las ediciones del Malleus Maleficarum.

Þóra miró alrededor.

– ¿Y toda la colección era para colgar de las paredes del salón?

– ¡Qué va, está usted loca!-respondió Matthew-. Los libros y algunos otros documentos, cartas y demás, están guardados en una caja fuerte del banco, porque son muy valiosos. Además, en casa de la familia Guntlieb hay dos salas especiales que albergan la paite expuesta de la colección. Parte de lo que ve aquí procede de ellas. Supongo que no les importará demasiado perder de vista una sección de las piezas. Harald era el único descendiente que compartía el interés de su abuelo por estas cosas. Sin duda alguna, ése fue el motivo por el que su abuelo le legó la colección.

– ¿Y Harald podía llevársela de un país a otro según le pareciese? -preguntó Þóra. Matthew sonrió.

– Pues yo diría que, en realidad, se la habría llevado consigo aunque no la hubiese heredado. Supongo que para los padres de Harald ha sido un auténtico alivio librar su casa de esas cosas, aunque sólo fuera parte de la colección.

Þóra asintió.

– ¿Esta silla es de la colección? -Señaló la vieja silla de madera colocada en una esquina del salón.

– Sí -respondió Matthew-, es una silla de inmersión, utilizada para sumergir a la gente en agua. Es un buen ejemplo de la tortura de castigo, que es completamente diferente a las torturas que se practicaban durante la instrucción legal. Procede de Inglaterra.

Þóra fue hacia la silla y pasó los dedos por los relieves de su respaldo. No podía leer la inscripción, pues las letras estaban casi desparecidas, además de que no conocía la caligrafía. En el asiento de la silla había un gran agujero, y en los brazos había argollas y cintas de cuero retorcido que evidentemente tenían la función de amarrar las manos de quien estuviera sentado en ella.

– El agujero era para hacer pasar agua por él, de modo que la silla se hundiese bien a fin de llevar a la gente al borde de la asfixia. Estaba pensado para hacerlo de manera discontinua, pero a veces acababa con la muerte por ahogamiento del ocupante de la silla por un descuido de los encargados de la inmersión.

– Es magnífico no haber vivido en esa época -dijo Þóra, soltando la silla. Había llegado a un punto en que le resultaba cada vez más difícil callar cuando algo la afectaba íntimamente.

– Este es uno de los mejores instrumentos de la colección -dijo Matthew-. La creatividad de los que inventaron estos instrumentos es incomparable. El ansia de torturar dio rienda suelta a su imaginación.