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Cuando volvió al escritorio, Þóra se detuvo en el umbral y dijo:

– Tiene que haber otro baño en este piso.

Matthew levantó la mirada, extrañado.

– ¿Qué quiere decir?

– El baño del pasillo está prácticamente sin usar. Es totalmente imposible que no tuviera ni siquiera hilo dental en un bote que desentonara con los colores de la decoración.

Matthew le sonrió.

– Pues vaya. Y luego dice usted que no sabe de registros. -Señaló en dirección a la parte de la vivienda que habían atravesado antes-. Del dormitorio sale una puerta. Ése es el baño.

Þóra dio media vuelta. Recordaba la puerta, que había pensado que daría a un vestidor, y quiso ver qué aspecto tenía aquel cuarto de baño. Además, no le apetecía lo más mínimo sentarse a seguir mirando papeles. Sonrió al entrar en el aseo. No había bañera, sólo ducha, pero por lo demás era como cualquier cuarto de baño de una casa normal. Había toda clase de artículos de aseo desperdigados sobre el lavabo. Echó un vistazo al interior de la ducha. En un estante de plástico pegado a la pared había dos frascos de champú, uno boca abajo, maquinilla de afeitar, jabón usado y un tubo de pasta de dientes. En los grifos colgaba una especie de frasco de marca «Shower Power». Aquello se acercaba mas a lo que esperaba encontrar, y sintió cierto alivio. Lo que más la alegró fue el montón de revistas al lado del inodoro: nada más típico de las personas que viven solas. La curiosidad la empujó a comprobar qué tipo de revistas leía Harald, y echó un vistazo a las del montón. Era un muestrario de lo más variado: unas cuantas revistas de coches, una de historia, dos ejemplares del Der Spiegel, una revista de tatuajes que Þóra abandonó rápidamente, así como un ejemplar de Bunte. Þóra lo miró extrañada. Bunte era una típica revista femenina, que hablaba de gente famosa, del mismo tipo que la inglesa Hello y la española Hola. Nunca se le habría pasado por la cabeza que Harald leyese ese tipo de cosas. Un famoso actor y su última mujer le enviaban una sonrisa desde la revista, proclamando a los cuatro vientos lo felices que les hacía su próxima paternidad. La espera de un niño por una pareja de actores tenía para Þóra tanto interés como un artículo sobre el cultivo del pepino, de modo que volvió a dejar la revista en su sitio.

– Lo sabía -dijo Þóra, segura de su triunfo, cuando volvió.

– Yo también lo sabía -respondió Matthew-. Pero no sabía que usted no lo supiera.

Þóra iba a contestarle algo cuando sonó su móvil. Lo sacó del bolsillo.

– Mamá -dijo la vocecita de su hija Sóley-. ¿Cuándo vienes?

Þóra miró el reloj. Era más tarde de lo que había imaginado.

– Ya muy pronto, corazón. ¿Pasa algo?

Silencio, y después:

– No, no. Pero me aburro, Gylfi no quiere hablar conmigo. No hace más que saltar en su cama y no quiere dejarme entrar.

Þóra no conseguía hacerse una idea demasiado clara de la situación, pero resultaba evidente que Gylfi no era tan buen canguro como debería.

– Escucha, corazón -dijo suavemente por el teléfono-. Iré a casa enseguida. Dile a tu hermano que deje de hacer el tonto y que te haga caso.

Se despidieron y Þóra volvió a dejar el teléfono en su bolso. Allí se topó con la nota con las preguntas que quería hacerle a Matthew sobre los informes de la carpeta. La sacó y la abrió.

– Quería preguntarle algunas cosas más o menos relacionadas con los documentos que había en la carpeta.

– ¿Más o menos? -dijo él, molesto-. Espero que sea más que menos… aunque sea poco. Suéltelas.

Þóra miró con cierto recelo la lista. Demonios, ¿tantas eran las cosas de las que no se había enterado? Intentó aparentar frialdad.

– Se trata de las cuestiones más importantes, los detalles eran demasiados para anotarlos todos. -Le sonrió y continuó-. Por ejemplo, el ejército. ¿Por qué se han incluido en la carpeta esos documentos? ¿Y estaba Harald realmente demasiado enfermo para terminar el servicio militar?

– El servicio militar, ya. Lo incluí simplemente para que pudiera hacerse la mejor idea posible de la vida de Harald. Quizá carezca de toda relevancia, pero nunca se sabe dónde se pueden juntar los hilos.

– ¿Cree que el crimen pueda tener alguna relación con el ejército? -preguntó llena de dudas.

– No, en absoluto, eso sin duda -respondió Matthew. Se encogió de hombros-. Claro que en lo referente a Harald nunca se puede decir nada definitivo.

– Pero ¿por qué entró en el ejército? -preguntó Þóra-. A juzgar por lo que se cuenta de él, más bien parece que estaría en contra de todo lo que tuviera que ver con el ejército, en vez de aceptar hacer la mili.

– Tiene toda la razón. Le llamaron a filas y en circunstancias normales habría decidido, sin duda, prestar el servicio social sustitutorio. ¿Sabe que se puede optar por eso? -Ella asintió-. Pero no lo hizo. Su hermana Amelia había muerto muy poco tiempo antes y a él le afectó mucho. No pretendo insinuar que tomara esa decisión en una crisis psicológica. Era a comienzos de 1999 y en noviembre o diciembre de ese año se había decidido enviar tropas a Kosovo. Harald fue con una sonrisa en los labios. No conozco los detalles de su permanencia en el ejército, pero sé que se consideraba un soldado ejemplar, recio y duro consigo mismo. Por eso vio el cielo abierto con la oportunidad de ir a Kosovo con el ejército.

– ¿Y? -preguntó Þóra.

Matthew esbozó una sonrisa.

– Es una historia bastante jodida… digamos. Sobre todo si se piensa que esa expedición a Kosovo fue la primera que realizaba el ejército alemán desde la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, los militares alemanes solamente habían salido de Alemania para servir en misiones de paz. Por eso era de la máxima importancia que nuestros soldados fueran un ejemplo para los demás.

– Y Harald no lo era, ¿no? -preguntó Þóra.

– Sí que lo era, sí. Quizá lo único que pueda decirse es que tuvo muy mala suerte. Cuando llevaba allí unos tres meses, su unidad capturó a un serbio sospechoso de poseer información sobre un atentado con explosivos que había costado la vida a tres militares ale-manes y que había dejado inválidos a otros más. El serbio estuvo arrestado en el sótano de la casa donde estaba acuartelado el ejército. Harald era uno de los encargados de vigilar al detenido. Él estala solo de guardia la segunda o tercera noche de interrogatorios al detenido… que no había dicho una sola palabra. Indicó a su oficial que sabía alguna que otra cosilla sobre interrogatorios, y consiguió permiso para intentar sacarle algo a aquel hombre durante la noche. -Matthew miró a Þóra-. El hombre que le había autorizado a hacer el intento no tenía ni idea, naturalmente, de que Harald era un experto en historia de la tortura. Seguramente pensó que se limitaría a asomar por allí de vez en cuando para hacerle al detenido unas cuantas preguntas inocentes.

Þóra abrió mucho los ojos.

– ¿Torturó a aquel hombre?

– Dejémoslo en que el serbio habría estado encantado de caer en manos de los que hicieron la pirámide de Abu Ghraib. No voy a hablarle del escándalo que se formó, pero el resultado fue como una escena de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, en comparación con lo que aquel desdichado tuvo que padecer esa noche. En el cambio de guardia, a la mañana siguiente, Harald había conseguido sacarle a aquel hombre todo lo que sabía… e incluso más. Pero en lugar de la condecoración de la que, según estaba convencido, se había hecho acreedor, Harald fue expulsado del ejército al momento… en cuanto sus superiores vieron en el suelo del calabozo aquel despojo bañado en su propia sangre. Naturalmente se silenció el asunto, no era una noticia recomendable. En todos los documentos oficiales se indicó que Harald había causado baja en el ejército por motivos de salud.