– Y entonces, ¿cómo lo sabe usted? -preguntó Þóra, contenta de poder preguntar por algo relativamente normal.
– Conozco a los hombres -respondió Matthew con gesto de broma-. Así que tuve una charla con Harald en cuanto volvió de Kosovo. Era un hombre distinto, eso se lo puedo asegurar. Si fue por la experiencia en el ejército o por el sabor a sangre que tenía en la boca, eso no lo sé. Se volvió todavía mucho más extraño que antes.
– ¿En qué sentido? -preguntó llena de curiosidad.
– Simplemente, más extraño -respondió Matthew-. De aspecto y de conducta. Cierto que después de aquello entró enseguida en la universidad: huyó de casa para que no se le pudiese ver con la misma frecuencia que antes. Por las pocas ocasiones en que nos encontramos, quedaba perfectamente claro que había entrado en una espiral… descendente. Seguramente no mejoró nada la situación el que su abuelo muriese poco después, pues habían estado muy unidos.
Þóra no sabía qué decir. Harald Guntlieb no era una persona normal, desde luego. Miró el papel y pensó en preguntar por lo de la víctima del sexo con asfixia de la que se hablaba en el recorte de prensa. Pero estaba ya más que harta de todo aquello. Miró el móvil y vio que ya era bastante tarde.
– Matthew, tengo que irme a casa. Mi lista no se ha acabado, pero de momento tengo suficiente para ir digiriéndolo.
Ordenaron por encima lo que habían desordenado en el estudio. Tuvieron especial cuidado en no alterar los montones de papeles que habían estado examinando. La idea de volver a pasar por todo aquello resultaba insoportable.
Cuando Þóra estaba colocando el último montón de papeles en un lado, con mucho cuidado, se dio la vuelta hacia Matthew y preguntó:
– ¿Harald no había hecho testamento? Porque sus propiedades eran más que numerosas.
– Sí, sí que dejó testamento… además hace bastante poco -respondió Matthew-. Siempre lo había tenido, pero lo cambió a mediados de septiembre. Hizo un viaje ex profeso a Alemania para reunirse con el abogado de la familia Guntlieb y rehacerlo. Pero en realidad nadie sabe cuáles son los términos.
– ¿Y eso? -preguntó Þóra, extrañada-. ¿Por qué no?
– Tenía dos partes, con instrucciones de que la segunda se abriese en primer lugar. Y resultó que decía que la otra parte no podría abrirse antes de que estuviese sepultado… lo que aún no ha sido posible, por el estado del caso.
– ¿Y eso fue lo único que incluía? -preguntó Þóra.
– No, había también instrucciones sobre dónde quería que lo enterraran.
– ¿Y dónde era?
– En Islandia… Lo que resulta un tanto extraño habida cuenta del poco tiempo que llevaba aquí. Parece que el país le había tocado alguna cuerda del alma. Otra cosa que figuraba allí es que sus padres tendrían que estar presentes en el entierro y permanecer junto a la fosa al menos diez minutos, a los pies del ataúd, cuando éste se encontrara ya en el agujero. Si no se hacía así, todos sus bienes irían a un pequeño local de tatuajes de Munich.
Þóra preguntó por qué:
– ¿Pensaba que no lo cumplirían, acaso?
– Evidentemente -dijo Matthew-. Pero fue muy hábil al poner esa condición: a sus padres no les apetecería lo más mínimo aparecer en los periódicos porque su hijo hubiera donado una enorme suma de dinero a un taller de tatuajes.
– ¿Cree que son ellos los herederos? -preguntó Þóra-. Es decir, si cumplen las condiciones.
– No -respondió Matthew-. Eso les resultaría más bien indiferente: lo que no quieren es acabar en la prensa amarilla. No, creo que la heredera de buena parte de sus bienes será su hermana Elisa. Aunque una parte del dinero irá a alguien de este país: el abogado lo dio a entender muy claramente cuando se le preguntó. La última parte del testamento tiene que abrirse en Islandia, de acuerdo con las instrucciones de Harald.
– ¿Y quién puede ser? -preguntó Þóra con curiosidad.
– Ni idea -respondió Matthew-. El que sea, o la que sea, tendría al menos un buen motivo para matar a Harald… si lo hubiera sabido, claro está.
Þóra se sintió aliviada cuando salieron de la vivienda. Estaba cansada y deseaba ir a casa con sus hijos. Sin embargo, se sentía algo inquieta. Tenía la sensación de haber pasado por alto alguna cosa. Pero por mucho que intentó hacer memoria cuando estaba ya sola en el coche del taller, no lo consiguió. Y cuando detuvo el vehículo en la entrada de su casa, lo que fuera estaba ya completamente olvidado.
Capítulo 12
El divorcio no implica solamente ventajas. Þóra tenía ya claro desde hacía tiempo que también acarreaba inconvenientes. Por ejemplo, antes la familia la llevaban dos personas y ahora una sola. Antes era de lo más sencillo cubrir gastos y costearse las comodidades, o por lo menos Þóra no recordaba haber tenido las dificultades habituales al dejar de ser estudiante pobre para convertirse en asalariada. Pero otra cosa muy distinta fue cuando sus caminos se separaron, como pudo comprobar enseguida. Hannes, su ex marido, era especialista en medicina de urgencias: en otras palabras, tenía un buen empleo y un sueldo elevado. Con el divorcio, Þóra se había visto obligada a abandonar muchas cosas que había llegado a considerar incuestionables. Ahora ya no era tan habitual salir a cenar, viajar de vacaciones al extranjero, comprar ropa cara u otras cosas que caracterizan la vida de quienes no tienen que preocuparse por el dinero. A pesar de que las desventajas no atañían solamente a los temas económicos (la no-vida sexual acudía inmediatamente a la mente de Þóra), lo que más echaba de menos era la mujer que iba a su casa dos veces por semana a limpiar. Cuando Þóra y Hannes se separaron, había tenido que decirle que no volviese, porque las cuentas ya no le cuadraban. Por eso ahora se encontraba al lado del armarito de los trastos de limpieza intentando volver a cerrarlo sin dañar la aspiradora, que no hacía más que moverse impidiendo que la puerta se cerrase. Finalmente lo consiguió, y suspiró aliviada. Había estado pasando la aspiradora por todos los suelos de una amplia vivienda de doscientos metros cuadrados y estaba bastante satisfecha de sí misma.
– ¿No tienen un aspecto completamente distinto? -le preguntó a su hija Sóley, que se hallaba en la cocina, enfrascada dibujando.
La niña levantó la vista.
– ¿El qué? -preguntó con curiosidad.
– Los suelos -respondió Þóra-. Acabo de pasar la aspiradora. ¿No han quedado bien?
Sóley miró al suelo debajo de ella y luego a su madre.
– Te olvidaste este sitio. -Señaló con un lápiz verde de cera una manchita debajo de una de las patas de la silla en la que estaba sentada.
– Oh, perdone la señora -dijo Þóra besando a su hija en la coronilla-. ¿Qué es eso tan chulo que estás dibujando?
– Somos yo y tú y Gylfi -respondió Sóley, señalando con el dedo tres figuras de distinto tamaño que ocupaban el papel-. Tú tienes un vestido muy bonito y yo también, y Gylfi lleva pantalones cortos. -Miró a su madre-. En el cuadro es verano.
– Qué guapa estoy -dijo Þóra-. Pues mira, para este verano me compraré un vestido como ése. -Echó un vistazo al reloj-. Ven. Tienes que lavarte los dientes. Es hora de acostarse.
Mientras Sóley guardaba sus lápices, Þóra fue a la habitación de su hijo. Dio unos golpecitos en la puerta antes de entrar.
– ¿No está completamente distinto? -preguntó, indicando el suelo del dormitorio de su hijo. Gylfi tardó en contestar. Estaba tumbado en su cama hablando por el móvil. Se despidió a toda prisa en cuanto vio a su madre y le prometió a su interlocutor, en voz baja, que volvería a llamar. Se levantó y dejó el teléfono. Parecía un poco mareado.