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– ¿De modo que no crees que las cartas sean falsas? -preguntó ella.

– No, no he dicho eso. En ellas hay cosas que no encajan.

– ¿Cómo cuáles?

– Principalmente en lo tocante a unas referencias al horrible libro de Kramer. El autor de las cartas lo dice con un estilo florido y barroco que no llega a ocultar el demoniaco origen de su contenido.

– ¿No puede haber tenido acceso al Martillo de las brujas?

Kramer debía de llevarlo consigo.

– No encaja -respondió Matthew-. La historia afirma que ese libro tan entretenido no se publicó hasta el año siguiente, 1486.

– ¿Se ha comprobado la edad del papel y la tinta? -preguntó Þóra.

– Sí, correspondían más o menos, pero eso no importa demasiado. Los falsificadores utilizan papel y tinta antiguos, o pintura, para engañar a los que investigan esas cosas.

– ¿Tinta antigua? -preguntó la abogada llena de dudas.

– Sí, más o menos. Preparan la tinta con materiales antiguos o sacan la tinta de algo antiguo que no sea demasiado fácil de vender. El resultado es el mismo.

– Pues menuda complicación -dijo Þóra, feliz y contenta por no ser falsificadora.

– Mmmm -murmuró él, y bajaron del coche.

– ¿Pero por qué tenía Harald esas cartas? -preguntó ella-. ¿Creía que eran auténticas, o pensaba que eran falsificaciones?

Matthew cerró la puerta del lado del conductor y abrió la de atrás. Se inclinó para coger la caja, pero antes envolvió la funda en su chaquetón y la colocó cuidadosamente sobre la caja. Si sintió frío al quedarse sólo con el jersey, no lo aparentaba.

– Harald estaba convencido de que eran auténticas; le apasionaba el problema de qué podía ser lo que perdió Kramer por la venganza que se menciona en la carta. Se dedicó a rastrear por todas partes, en busca de la más mínima indicación, y estudió documentos de todo tipo por todas partes de Alemania, e incluso visitó la Biblioteca del Vaticano. Pero no consiguió encontrar nada que le diese la menor pista. Por lo demás, no se sabe tanto de Kramer; fue un desconocido durante quinientos años.

Þóra vio en la nieve unas huellas que daban la vuelta a la esquina del edificio… en dirección a la puerta principal de la casa de Harald. Con la barbilla le indicó a Matthew aquellas señales recientes de que alguien había pasado por allí; las huellas iban sólo en una dirección, de modo que no podría tratarse del cartero ni del chico de los periódicos.

Delante de la puerta había un hombre. Se había alejado un poco de la entrada para intentar ver por las ventanas del piso superior. Se sobresaltó cuando sonaron en la esquina los pasos de Matthew y Þóra. Se quedó mirándolos boquiabierto y empezó a balbucear algo antes de encontrar por fin las palabras que quería decir.

– ¿Conocían ustedes a Harald Guntlieb?

Capítulo 17

– Buenas tardes. Me llamo Gunnar Gestvík, soy el decano de la Facultad de Historia de la Universidad de Islandia.

Se le veía muy inquieto, no sabía en qué pierna apoyarse, como si le dolieran los pies; llevaba un elegante chaquetón de una marca que Þóra reconoció del ropero de su ex marido. Por debajo del abrigo iba vestido con traje de chaqueta y, sobresaliendo por el cuello, se podía ver un nudo de corbata de colores, muy bien hecho, y un cuello de camisa de color azul claro. Su porte mostraba a un hombre compuesto y bien situado. Y que las costuras de su compostura se le habían abierto en aquel momento. Saltaba a la vista que el tal Gunnar no se esperaba aquel encuentro y que le estaba costando mucho decidir cuál sería su siguiente paso. Þóra sabía que se trataba del hombre que había encontrado el cadáver de Harald, o que lo había acogido entre sus brazos, para ser más precisos. Pero no podía imaginarse siquiera qué es lo que podía querer para ir a la casa de su antiguo alumno. ¿Sería quizá una actividad terapéutica recomendada por su psicólogo?

– Pasaba por aquí cerca y decidí comprobar si había alguien -dijo Gunnar, indeciso.

– ¿Aquí? ¿En casa de Harald? -preguntó Þóra extrañada.

– Naturalmente que no pensaba encontrármelo a él -se apresuró a añadir-. Pensaba que podría haber alguien por aquí, un portero o alguien así.

Matthew no comprendía ni una sola palabra y dejó que Þóra siguiera la conversación, aunque el nombre sí lo había entendido.

Se colocó subrepticiamente enfrente de Þóra, a espaldas de Gurnnar, y le indicó con toda clase de guiños que invitara al hombre a entrar. Sacó sus llaves del bolsillo y abrió la puerta exterior.

Gunnar se dio cuenta de los gestos de Matthew, que parecía extrañamente excitado.

– ¿Tienen ustedes acceso a la vivienda? -preguntó a Þóra.

– Sí, Matthew trabaja para la familia de Harald y yo soy, digamos, su abogada. Venimos de la policía, de recoger parte de sus pertenencias, e íbamos a deshacernos del cargamento. ¿Quiere entrar? Nos encantaría poder charlar un momento con usted.

Obviamente, a Gunnar no le resultó nada fácil esconder lo contento que le puso aquella invitación. Aceptó y les dio las gracias, tras mirar su reloj de pulsera y calcular el tiempo que podía dedicarles. Dejó pasar primero a la mujer, pero pese a lo cuidado de sus ropas, no parecía un auténtico caballero: por lo menos, no se ofreció a ayudarla a subir el pesado monitor hasta el piso de arriba.

La reacción de Gunnar no fue muy distinta a la que mostró Þóra al entrar en el apartamento por primera vez. Ni siquiera cayó en la cuenta de quitarse el chaquetón y colgarlo en el perchero, sino que entró hipnotizado en el salón y se puso a mirar lo que colgaba en las paredes. Matthew y Þóra se tomaron las cosas con más tranquilidad; dejaron el cargamento y se quitaron los abrigos. Matthew sacó de la caja la funda de cuero con las cartas antiguas, la extrajo del chaquetón en el que la había envuelto y se fue con ella por el pasillo hacia el dormitorio. Þóra se quedó atrás para hacer los honores a Gunnar. Fue hacia él y se situó a su lado, aunque sin poner obstáculo alguno a su contemplación de las antiguas obras de arte.

– Es una interesante colección de arte -dijo ella. Trató de acordarse de lo que le había contado Matthew sobre los cuadros, aunque no estaba segura de poder repetirlo todo, de modo que decidió no dárselas de entendida.

– ¿Cómo consiguió todo esto? -preguntó Gunnar-. ¿Lo robó?

Þóra se quedó confundida. ¿Cómo podía ocurrírsele semejante idea a aquel hombre?

– No. Todo lo heredó de su abuelo -vaciló, pero continuó-. ¿Se llevaba mal con Harald?

Gunnar se sobresaltó.

– No, qué va, válgame Dios. Me llevaba estupendamente con él. -El tono de voz no indicaba precisamente una sinceridad absoluta, y el decano pareció darse cuenta. Hizo ímprobos esfuerzos por corregirlo-. Harald era un joven excepcionalmente inteligente y que dominaba magníficamente la historia. Y sus métodos de trabajo eran auténticamente ejemplares, de lo que ya no queda, por desgracia.

Þóra no estaba convencida todavía.

– ¿De modo que era un alumno modélico?

Gunnar forzó una sonrisa.

– Quizá pueda expresarse así. Por supuesto que era de lo menos convencional en su aspecto y su comportamiento, pero uno es incapaz de juzgar la moda de la gente joven. Me acuerdo de los Beatles y la moda causada por su fama. Mis mayores no la tenían en muy buen concepto precisamente. Yo ya soy lo bastante mayor para comprender que la rebeldía de los jóvenes puede adoptar imágenes muy distintas.

Era demasiado eso de comparar a Harald con los Beatles.

– Pues a mí no se me había ocurrido ver así las cosas. -Dirigió a Gunnar una sonrisa de foto-. Pero claro, yo no le conocía personalmente.

– Usted dijo que era abogada; ¿qué le ha encargado la familia de Harald? ¿Los asuntos de la herencia? Lo que hay en estas paredes tiene un valor en absoluto escaso.