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– Ah, eso -replicó Bjóssi-. Abrió una cuenta al llegar, ya sabes, para no tener que andar pagando cada vez que pedía una bebida. Siempre apuntamos cuándo empieza un cliente una de esas cuentas y cuándo la cierra y la liquida. -Bjössi dirigió a Þóra una sonrisa de complicidad-. Fue muy sensato por su parte abrir una cuenta esa noche, porque no bebió precisamente poco. La tarjeta habría acabado por rompérsele de tanto pasar por la máquina.

– Comprendo -dijo Þóra-. ¿Pero estás seguro de que estuvo sentado aquí pimplando todo el rato hasta que llegaron sus amigos, a eso de las dos? ¿No habría podido escaparse un rato sin que tú te dieras cuenta?

Bjóssi se lo pensó antes de responder.

– Bueno, naturalmente no puedo asegurar que estuviera aquí todo el rato sin interrupción. Creía estar seguro y eso es lo que le dije a la policía, pero después de pensarlo, lo cierto es que eso pude habérmelo construido a partir de las consumiciones que hizo en ese tiempo, claro, no todas las llevé yo. A lo mejor le pidió a alguien que usara su cuenta… no lo sé. -Movió las manos señalando a su alrededor-. Pero el local no es demasiado grande y, sinceramente, creo que me habría dado cuenta si hubiese salido. Por lo menos eso es lo que yo creo.

En realidad, Þóra ya no sabía qué más preguntarle al camarero en relación con aquella noche. A fin de cuentas siempre acababa en lo mismo, y a su entender, su testimonio sobre la coartada de Halldór salía reforzado del interrogatorio. Dio las gracias a Bjössi y le entregó su tarjeta, por si se acordaba de alguna cosa especial, aunque no lo creía muy probable. Se volvió hacia Matthew y el café, que se había quedado ya un poco frío, y entre sorbo y sorbo le explicó lo que había contado el camarero. Terminaron sus cafés y Þóra vio que se había hecho hora de marcharse a casa. Se levantaron y cogieron el coche.

Eran cerca de las cinco, y el tráfico era todavía escaso. Había poca gente por la calle, porque hacía frío y soplaba el viento. Los pocos que se aventuraban a salir caminaban deprisa y no dedicaban mucho tiempo a mirar a su alrededor o a contemplar los escaparates. Þóra decidió no pasar por la oficina, y le pidió a Matthew que la llevara directamente al garaje para irse a casa desde allí. Telefoneó a Bella para avisarle de que no la esperasen hasta el día siguiente y para comprobar si mientras estaba ausente había habido algo que la afectara a ella.

– Diga -fue la respuesta en el teléfono; ni una sola palabra acerca de la actividad a la que se dedicaban, ni una indicación de quién había respondido.

– Bella -dijo Þóra, intentando poner su mejor tono de voz-. Soy Þóra, tampoco puedo ir hoy. Pero mañana estaré allí hacia las ocho.

– Ah -fue la escueta respuesta.

– ¿Hay algún recado para mí?

– ¿Cómo voy a saberlo? -respondió Bella.

– ¿Qué cómo? Bueno, es que yo soy una adivina tan estupenda que se me ocurrió que como secretaria y telefonista quizá habrías anotado por casualidad algún mensaje. Naturalmente, es una estupidez por mi parte.

Al otro lado se produjo un breve silencio, y Þóra creyó oír a Bella ir contando hacia atrás a media voz, al otro lado de la línea.

– Son las cinco… ya no tengo que seguir hablando contigo. Mi jornada ha terminado por hoy. -Bella colgó.

Þóra se quedó mirando embobada su teléfono móvil y dijo, más a sí misma que a Matthew:

– ¿No será que Bella es en realidad ese Mal?

– ¿Eh? -Matthew había llegado al garaje y metido el coche.

– Ay, nada-dijo ella mientras se soltaba el cinturón de seguridad-. Y por cierto, ¿qué haces por las tardes?

– Pues un poco de todo -respondió Matthew-. Salgo a comer, a veces me paso un rato en un bar del centro… algunas veces voy también a los sitios para turistas: museos y cosas de ésas.

Þóra le compadeció… debía de ser algo bastante solitario.

– Mañana es viernes y los niños van a casa de su padre. Te invito a comer el fin de semana, ¿te viene bien?

Matthew sonrió.

– Vale, si prometes no invitarme a pescado. Si vuelvo a comer pescado me saldrán agallas.

– No, pensaba en algo más casero… como encargar una pizza -dijo Þóra antes de salir del coche. Confiaba en que él se marcharía antes de que tuviera que entrar en el coche del taller. Si el plumífero le resultaba ridículo, le daría un ataque de risa al ver el vehículo que usaba. Su deseo no se vio satisfecho: Matthew esperó a verla dentro del coche, y cuando ella abrió con su llave la puerta del conductor, oyó que la llamaba. Miró y le vio asomado en la ventanilla abierta.

– Me estás tomando el pelo -dijo en voz alta-. ¿Es eso tu coche?

Þóra evitó que las risas de Matthew la pusieran nerviosa y le dijo a su vez:

– ¿Quieres cambiar?

Matthew sacudió la cabeza y subió el cristal. Se marchó riendo, según le pareció a Þóra.

La tarde anterior, Þóra se había puesto de acuerdo para que su hija se fuera del colegio a casa de su amiga. Así que fue a toda prisa a recoger a Sóley, dio las gracias a la madre de su amiga, una mujer joven y simpática, por el favor, y ella le respondió que no era nada… que en realidad era más fácil tenerlas a las dos juntas, porque se tenían mucho aprecio. Þóra volvió a darle las gracias y dijo que seguramente no tendría más remedio que repetir, si le parecía bien. Añadió finalmente que esperaba poder devolverle el favor alguna vez. Alguna vez, cuando el sol saliera por el oeste.

En la puerta de su casa había toda una congregación: unos amigos de Gylfi habían estado de visita y en aquel momento se estaban yendo. Había repartidas por el suelo montones de parkas… y zapatillas deportivas y mochilas elegantísimas que servían de cartera de colegio. Los propietarios, tres chicos larguiruchos que Þóra conocía bien y una chica que conocía menos, estaban dedicados a recuperar sus abrigos y a buscar las parejas de las zapatillas.

– Hola -dijo Þóra en plan buen rollo, e hizo lo posible por pasar en medio del grupo. Su hijo estaba en el umbral del vestíbulo contemplando los preparativos. Tenía un aspecto tan mortecino como por la mañana-. ¿Estabais estudiando? -preguntó Þóra, consciente de que no era nada probable. A esa edad, los chicos no se reúnen a estudiar juntos… si a alguien se le ocurriera una cosa semejante, lo marginarían al momento. Pero su obligación de progenitura era hacer comentarios de ese estilo.

– Eh, no -respondió Patti, el mejor amigo de Gylfi desde hacía muchos años. Era un chico estupendo, cuya peculiaridad más destacada era que en cualquier momento era capaz de indicar cuántos meses, días y horas quedaban hasta que pudiera hacer el examen del carné de conducir. Varias veces, Þóra había comprobado los números, y por regla general el chico no se equivocaba prácticamente nada.

Luego Þóra le sonrió a la chica, que bajó los ojos con timidez. No conseguía recordar cómo se llamaba, aunque últimamente la había visto cada vez más por casa. Gylfi había madurado mucho, y a lo mejor a su hijo le gustaba aquella chica, ¿quizá incluso eran novios? Era una chica de lo más linda, pero bastante más pequeña que Gylfi y sus amigos.

Sóley, que había entrado con su madre, acababa de quitarse los zapatos y el chaquetón y de dejarlo todo bien puesto en su sitio. Miró a los muchachos, se puso en jarras y preguntó como una señorona:

– ¿Estuvisteis saltando en la cama? Eso no se puede hacer: se estropea el edredón.

Su hermano enrojeció de vergüenza y vociferó:

– ¿Por qué tengo que tener una familia tan anormal? No hay quien os aguante a ninguna de las dos. -Salió corriendo como una exhalación y su camino se vio acompañado por una sucesión de portazos. Sus amigos se quedaron de lo más azorados, y el barullo que formaban recuperando sus cosas aumentó al doble.

– Bye-bye -se despidió Patti antes de cerrar la puerta de fuera, una vez hubo salido todo el grupo. Antes de que la puerta encajara en sus goznes, debió de pensárselo mejor y volvió a asomar la cabeza para informar-: No sois ni la mitad de raras que mi familia… lo único que le pasa a Gylfi es que anda cabreado estos días.