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– No, no recuerdo que lo estuviese. Es conocido como Skálholtsskrsæða y es probable que Brynjólfur lo hiciera desaparecer. Pero copió ochenta de los conjuros que se mencionaban en él, si recuerdo bien. El caso es que Harald tenía un interés enorme por la biblioteca de Brynjólfur, en la que había manuscritos y libros impresos. Su propia historia personal, ciertamente, también despertó su interés.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Matthew. Como excusa, añadió-: No sé nada de nada de la historia de Islandia.

Þorbjörn le lanzó una sonrisa que denotaba compasión.

– Resumiendo mucho, tuvo siete hijos, pero sólo dos sobrevivieron más allá de la infancia, Ragnheiður y Halldór -explicó-. Ragnheiður tuvo un hijo fuera del matrimonio nueve meses después de que Brynjólfur la hubiera hecho prestar juramento, en presencia de un grupo de sacerdotes, de que era virgen sin mancilla. El tener que jurar se debió a unos chismorreos de que había tenido amores con un joven auxiliar de su padre, de nombre Daði. El hijo de Ragnheiður, Svcinbjörn, fue llevado a vivir con la familia de su padre, pero murió enseguida, apenas con un año de edad. Halldór, el hijo de Brynjólfur, falleció varios años después, cuando estaba estudiando en el extranjero. Brynjólfur buscó al único que quedaba de todos sus descendientes, Þórður, otro hijo de Ragnheiður, que por entonces tenía seis años. Se convirtió enseguida en el ojito derecho del anciano. La esposa de Brynjólfur murió tres años después de que el muchachito fuera a vivir a Skálholt y, para colmo de males, Pórður pereció de tuberculosis cuando sólo contaba doce años. De modo que Brynjólfur, uno de los hombres más grandes de la historia de Islandia, quedó sin descendencia ni familia alguna. Yo tuve la sensación de que Harald se sentía muy atraído por la historia del obispo y la lección que se podía aprender de ella. Si Brynjólfur hubiera tratado mejor a su hija en sus malos momentos, uno se ve tentado a pensar que les habría ido mejor, a él mismo y a su familia. Por decirlo de alguna manera, Ragnheiður saltó de la sartén al fuego. Cuando prestó juramento dijo la verdad, pero aquella misma noche hizo que Daði la dejara embarazada, a fin de vengarse del anciano.

– No me extraña que a Harald le atrajese tanto esta historia -dijo Þóra-. ¿Seguía Harald estudiando a Brynjólfur cuando lo asesinaron, o había empezado a pensar en alguna otra cosa?

– Si no recuerdo mal, su interés por Brynjólfur había disminuido un poco… el caso es que se lo sabía ya todo sobre él, por activa y por pasiva. En realidad, me dijeron que se había tomado libre la semana antes de ser asesinado, de modo que no sé muy bien en qué andaba metido en ese momento.

– ¿Sabes si Harald había venido a este país para alguna otra cosa, además de los estudios? ¿Andaba a la busca de objetos antiguos, o de algo que pudiera considerarse valioso desde el punto vista histórico? -preguntó Matthew. Þorbjörn rió.

– ¿Te refieres a tesoros o cosas así? No, nunca hablamos de nada de eso. Harald me parecía tener los pies bien puestos en el suelo; era un estudiante muy aplicado y a mí me encantaba trabajar con él. No dejéis que Gunnar os arrastre a compartir sus puntos de vista.

Þóra decidió pasar a hablar de otra cosa, y le preguntó por la reunión que se había celebrado en el edificio la noche antes del crimen.

– Ah, muy bien -dijo el profesor. La cara de diversión había desaparecido de sus ojos-. Estuvimos aquí la mayoría de los profesores del departamento. ¿Estás insinuando algo?

– En absoluto -respondió Þóra de inmediato-. Pregunto solamente por si acaso hubieras notado algo que pudiese ayudarnos; algo de lo que no te dieras cuenta cuando te tomaron declaración. Es frecuente que uno se acuerde de cosas más tarde.

– No creo que se pueda sacar mucho de los que estuvimos en la reunión. Hacía ya tiempo que nos habíamos marchado cuando apareció el asesino, si comprendí bien a la policía. Estábamos festejando la solicitud conjunta de una beca Erasmus en colaboración con una universidad noruega. No somos tan noctámbulos como para pasarnos demasiado tiempo en reuniones de este tipo. Nos habíamos ido todos ya antes de las doce.

– ¿Estás seguro de eso? -preguntó Matthew.

– Totalmente: yo me fui el último, y además conecté el sistema antirrobo. Si se hubiera quedado alguien en el interior, se habrían puesto a sonar todas las alarmas del edificio. Me ha pasado a mí, y no es nada divertido. -Miró a Matthew, que no parecía muy convencido, y añadió-: Los datos del sistema lo confirmarán.

– No me cabe la menor duda -dijo Matthew sin el menor gesto.

10 DE DICIEMBRE

Capítulo 24

En la información meteorológica de la noche anterior habían predicho buen tiempo y, efectivamente, así parecía ser. Se encontraban en la oficina de la escuela de vuelo, donde habían ido Þóra y Matthew el día anterior para alquilar un aparato. Matthew se encontraba en ese momento totalmente enfrascado en rellenar un formulario para el piloto, mientras Þóra aprovechaba la ocasión para tomar el café que le habían ofrecido. El precio del vuelo la había cogido realmente por sorpresa: el vuelo a Hólmavík llevaría apenas una hora en cada sentido y el precio era más bajo que si hubiesen ido en coche y se hubiesen alojado en un hotel. Además, le habían ofrecido una rebaja… si aceptaban que fuera un alumno quien llevase los mandos. Þóra decidió pagar la tarifa más alta.

– OK., pues entonces, listos para el combate -dijo el piloto sonriendo. Era tan joven que no debía de haber pasado mucho tiempo desde que pilotaba a tarifa reducida.

Volaron sobre Reikiavik, que parecía más grande desde el cielo que a ras de tierra. Matthew miraba hacia abajo muy interesado, pero Þóra parecía dirigir la vista más bien al infinito, nunca se sentía demasiado a gusto en un avión. El viaje hasta Hólmavík pasó rápido, y enseguida apareció a la vista el aeródromo. Þóra vio que no era más que una pista estrecha y un pequeño edificio. El campo estaba justo al lado del pueblo, junto a la carretera. El piloto voló sobre la pista para examinarla; luego viró, satisfecho con lo que había visto, y aterrizó con suavidad. Se soltaron los cinturones y bajaron.

Matthew sacó su móvil y se dispuso a llamar.

– ¿Cuál es el número de la parada de taxis? -preguntó al piloto.

– ¿Parada de taxis? -respondió, sin poder reprimir una risa-. Aquí no hay ni siquiera un taxi… no digamos una parada. Tendrán que caminar.

Þóra sonrió al piloto, como diciendo que ya lo sabía. Pero en realidad, al igual que Matthew, ella también se había hecho a la idea de ir al museo en taxi.

– Vamos, no está lejos -le dijo al escandalizado Matthew.

Fueron caminando por la carretera, que no tenía ni asomo de tráfico y llegaron a la gasolinera y a la tienda que daban la bienvenida al pueblo. Entraron a preguntar el camino. La chica que atendía era la simpatía en persona, y salió con ellos para indicarles cuál era el edificio del museo. No habría podido ser más sencillo, caminar un poco por la calle que seguía la línea de la playa hasta entrar en el pueblo; allí mismo, al lado del puerto, estaba el museo. Desde lejos se podía distinguir un edificio de madera con techo verde de turba. Eran sólo unos cientos de metros y hacía buen tiempo. Allá fueron.

– Reconozco este sitio por las fotos que había en el ordenador de Harald -dijo Þóra mirando a Matthew, que iba detrás de ella. La acera era tan estrecha que no podían caminar uno al lado del otro.

– ¿Muchas fotos de este lugar? Algo significativo, quiero decir.

– No, no tanto -respondió ella-. En realidad eran sólo las típicas fotos de turista, si descontamos varias que tomó dentro del museo, donde no se puede fotografiar -precisó pisando con mucha prudencia una zona resbaladiza de la acera-. Ten cuidado aquí -advirtió a Matthew, que pasó por encima de una zancada-. Realmente no vas muy bien calzado para caminar -le dijo, clavando los ojos en sus zapatos negros de vestir. Iban conjuntados con el resto de la ropa de Matthew, eso sí: pantalones planchados con raya, camisa y chaqueta de lana. Ella llevaba vaqueros y zapatos de caminar y se había puesto un jersey de cremallera y el chaquetón de pluma. Matthew no quiso saber nada de ponerse abrigo; cuando fue a recogerla y ella entró en el coche se limitó a levantar las cejas: la parte superior del cuerpo ocupaba tres veces más espacio.