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– ¡Anda!-respondió Matthew señalando una pared en la que, dentro de una vitrina de cristal, había algo parecido a la parte inferior de un cuerpo humano-. ¿Qué demonios es eso?

– Ah, eso es uno de los objetos más populares del museo. Calzas de muerto. También con ellas podía hacerse uno rico. -Þorgrímur se dirigió hacia la vitrina-. Naturalmente, esto es una reproducción artificial… obviamente. -Þóra y Matthew asintieron enérgicamente con la cabeza. Lo que se veía detrás del cristal era la piel de la parte inferior del cuerpo de un varón, al que se había eliminado el contenido… Aquel objeto le recordaba a Þóra unas mallas de punto de color rosa, sin desbastar, peludas y con órganos sexuales-. Para hacerse con unas calzas de muerto, había que firmar un contrato con una persona viva a fin de poder quitarle la piel de la parte inferior del cuerpo cuando muriese. Cuando fallecía la persona en cuestión, era preciso sacar el cuerpo de la tumba y despellejarlo de cintura para abajo… en una sola pieza. De este modo se preparaban unas calzas de muerto, que se calzaba la otra parte firmante del contrato. Las calzas de muerto crecían a la vez que la persona, y si se metía una moneda en el escroto (moneda que tenían que haber robado a una viuda pobre en Navidades, Pascua o domingo de Pentecostés) nunca se le quedaría vacía la bolsa, pues la del muerto estaría siempre llena de dinero.

– ¿No podrían haber elegido un sitio mejor? -preguntó Þóra con una mueca. Þorgrímur se limitó a encogerse de hombros.

– ¿Y qué es esto? -preguntó Matthew, y el guía fue con ellos hacia una gran fotografía de una mujer con vestido largo, al estilo de las mujeres de siglos atrás. Estaba sentada y tenía levantada la falda hasta dejar el muslo al descubierto. Sobre éste había una verruga o alguna otra cosa horrible, que destacaba encima de la piel.

– Naturalmente, ya sabrán que en Islandia fueron varones la mayoría de los ejecutados por brujería, veinte por una sola mujer. Se piensa que era porque fueron hombres en su mayor parte quienes practicaban la brujería en este país, a diferencia de otros países de Europa. Este conjuro, llamado chupaleches, es peculiar porque se trata del único conjuro islandés que sólo las mujeres podían practicar. Para conseguir crear un chupaleches, había que robar una costilla de una tumba, el domingo de Pentecostés, envolverla en lana y llevarla entre los pechos, ir tres veces al altar y derramar vino de misa sobre aquella abominación, pues de este modo volvía a la vida. El chupaleches empezaba a crecer, y para poder seguir ocultándolo debajo de sus ropas, la mujer tenía que formar una verruga artificial con piel en su muslo. De ella obtenía el chupaleches su alimento… cuando no estaba dedicado a recorrer la comarca durante la noche para chuparles la leche a vacas y ovejas. Después, al llegar la mañana, la escupía en la mantequera de su dueña.

– El bichejo este no era precisamente simpático -dijo Þóra señalando al objeto allí expuesto: una imitación del chupaleches envuelto en lana, y por lo mismo apenas visible, pero con la boca desdentada abierta y dos ojitos blancos, sin pupilas.

A juzgar por el gesto de Matthew, él era de la misma opinión.

– Esa única mujer a la que se quitó la vida por brujería, ¿fue acusada de este conjuro?

– No, en realidad no. Sí que hubo un caso en el suroeste en el año 1635, una mujer y su madre sospechosas de poseer un chupaleches. Se investigó pero no se llegó a ningún resultado, de modo que no se tomó medida alguna.

Continuaron por el museo observando los objetos expuestos. Lo que más impresionó a Þóra fue un poste de madera y una pila de leña. Mientras estaba contemplándolos en silencio, vino Þorgrímur y le explicó que todos los quemados por brujería, veintiuna personas en total, habían sido puestas vivas en la pira. Le dijo también que hubo tres que intentaron escapar de la pira al quemarse las ligaduras con las que estaban atados. Volvieron a echarlos al fuego, donde murieron. Señaló que la primera ejecución tuvo lugar en 1625, pero que la auténtica caza de brujas comenzó en Trékyllisvík, en la zona norte de los Fiordos Occidentales, en el año 1654. Þóra calculó mentalmente qué breve era el tiempo transcurrido desde entonces.

Después de mirar todo lo que quisieron, Þorgrímur subió con ellos al piso superior. En el camino pasaron junto a un cartel que advertía de la prohibición de sacar fotografías dentro del museo: el mismo que Þóra había visto en una de las fotos del ordenador de Harald. El guía les llamó la atención de un gran árbol genealógico en el que se representaban las relaciones de parentesco de las personas más destacadas de la brujería del siglo XVII. Les mostró cómo la clase dominante había situado espléndidamente a sus descendientes, algunos fueron gobernadores regionales, y señaló los que habían actuado como jueces. Después de mirar el árbol genealógico, Þóra tuvo que mostrarse de acuerdo con él. Matthew no prestó demasiada atención a aquello. Les dejó y fue a una vitrina en la que había copias de prontuarios de conjuros y otros manuscritos. Cuando Þóra y Þorgrímur llegaron hasta él, se hallaba inclinado sobre la vitrina.

– Es realmente increíble que se hayan podido conservar libros de brujería -dijo Þorgrímur señalando uno de los manuscritos.

– ¿Quiere decir por lo antiguos que son? -preguntó Þóra inclinándose para mirar.

– Sí, también, pero sobre todo porque ser hallado en posesión de uno de ellos significaba la sentencia de muerte -respondió Þorgrímur-. Algunos están copiados a mano de manuscritos más antiguos y ya muy deteriorados, de forma que los originales no son todos de los siglos XVI y XVII.

Þóra se incorporó.

– ¿Existe algún catálogo de los signos mágicos que se conocen?

– No, y es curioso. Nadie se ha puesto a ello, que yo sepa. -Con un movimiento circular de la mano atrajo la atención hacia sus palabras-: Aquí se exponen muchísimos signos, y éstas son sólo algunas páginas de los manuscritos y listas de conjuros… una exposición mínima. Así que pueden imaginarse la cantidad de signos que existen.

Þóra asintió con la cabeza. Demonios. Habría sido estupendo que Þorgrímur les hubiera referido alguna lista de signos en la que encontrar el signo de brujería desconocido. Se dispuso a mirar más manuscritos. El expositor estaba en mitad de la sala y se podía pasear alrededor de él. Enseguida, Matthew señaló algo con el dedo.

– ¿Qué signo es éste? -preguntó excitado, dando un golpecito sobre el cristal.

– ¿Qué signo, dice? -preguntó Þorgrímur mirando la vitrina.

– Éste -dijo Matthew, señalándolo de nuevo. Aunque Þóra tuvo que inclinarse sobre el expositor para ver lo que estaba indicando Matthew, fue más rápida que Þorgrímur en darse cuenta de cuál era el signo que tanto le había llamado la atención. Precisamente porque era uno de los pocos que conocía: el signo mágico grabado en el cuerpo de Harald-. ¡Demonios!-dijo en voz baja.

– ¿El de más abajo de la página? -preguntó Þorgrímur, indicando el signo.

– No -respondió Matthew-. El del margen. ¿Para qué se usaba?

– Puf, pues no lo sé -respondió el joven-. Desgraciadamente no se lo puedo decir. El texto de la página no tiene nada que ver con él… es un ejemplo de signo mágico que el dueño del libro añadió personalmente al margen. Era bastante frecuente, se encuentran signos de éstos en otros libros y manuscritos que no tienen relación directa con la magia.

– ¿De qué manuscrito es esto?

– Este manuscrito es del siglo XVII, propiedad del Real Instituto de Antigüedades de Estocolmo. Es conocido como Libro islandés de conjuros. Como es lógico, el autor es desconocido. Contiene una cincuentena de conjuros de diverso tipo… la mayoría son inocentes, destinados a proporcionar auxilio a la gente o a protegerlos de algo.

Se inclinó para leer el mismo texto que Þóra intentaba descifrar.