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– ¿Y qué es lo que quería saber sobre Brynjólfur Sveinsson? -preguntó Þóra.

– Pues era un tanto peculiar -respondió el joven-. Al principio lo único que le interesaba era ver su tumba… lo que no es posible, porque aún no ha sido hallada.

La abogada le interrumpió.

– ¿No se ha encontrado? ¿No le enterraron aquí?

– Sí, desde luego que sí, pero había expresado su deseo de ser enterrado fuera de la iglesia, al lado de su mujer y sus hijos. Ésa es la explicación habitual, pero aún no se ha podido excavar. Quiso descansar en una tumba sin nombre.

– ¿No era eso un poco raro? -preguntó Þóra.

– Sí, mucho. La tumba fue marcada más tarde, con una lápida que permaneció durante treinta años. Después se deshizo y no fue sustituida… aunque se dieron instrucciones de hacerlo. En realidad, nadie sabe porqué no se hizo enterrar bajo el suelo de la iglesia, como era costumbre en la época. Se dice que había visto el tumulto que se formaba cuando asistió al sepelio de uno de los sacerdotes de la iglesia de Skálholt. Quizá deseaba que aquella costumbre se aboliera.

– ¿Y fue así? -preguntó Matthew-. ¿Se abolió?

– No, no, qué va. Quizá tampoco fuera ése el motivo. Él era un hombre derrotado cuando falleció. Es comprensible… morir solo, aquel hombre tan importante, toda su familia muerta y ningún descendiente. Es un destino que conmueve a quien oye su historia.

– Pero dijiste que Harald al principio tenía interés en ver la tumba de Brynjólfur… ¿Luego cambió de parecer, o qué pasó?

– Sí, desde luego. Me puse a hablar con él sobre Brynjólfur, un poco de todo, cuando vi que se había llevado una decepción con la tumba. Le enseñé el sótano y le mostré la exposición de antigüedades que tenemos allí. Luego salí a enseñarle las excavaciones arqueológicas. Después surgió el tema de los manuscritos de Brynjólfur; ¿sabíais que tenía una gran colección de manuscritos islandeses y extranjeros? -Þóra y Matthew sacudieron la cabeza: no tenían ni la menor idea al respecto-. ¿Sabíais que le regaló a Federico, el rey de Dinamarca, algunos de los pergaminos más importantes del país? -Þóra sacudió la cabeza-. Vuestro amigo se puso de lo más excitado cuando empecé a hablarle de los manuscritos, y quiso saber qué había sido de ellos tras la muerte de Brynjólfur. No se lo pude decir con exactitud, aunque sí sabía que los libros extranjeros se los dio a un hijo, por entonces aún muy niño, del corregidor de Bessastaðir, un danés llamado Johann Klein, y los libros islandeses los repartió entre su sobrina Helga y su cuñada Sigríður. Sí que recuerdo que parte de los libros extranjeros desaparecieron; por lo menos, algunos ya no estaban cuando Johann Klein vino desde Bessastaðir para recogerlos. Se dice que la gente de Skálholt escondió una parte de esas obras para que no se los llevaran a Dinamarca. Esos libros y manuscritos nunca han aparecido. Ni siquiera se sabe exactamente de qué libros se trataba.

– ¿Dónde pudieron haberlos escondido? -preguntó Þóra mirando a su alrededor. El joven sonrió.

– Aquí dentro no. Este edificio es de 1956. La iglesia antigua, que Brynjólfur mandó construir en los años 1650-1651, se derrumbó en un terremoto en 1784.

– ¿Y no habéis intentado encontrarlos?

– Aún no hemos encontrado la tumba de Brynjólfur y su familia, aunque exista una descripción del lugar. Murió en 1675. Mucho menos aún podemos haber encontrado unos libros que pudieron haber estado enterrados aquí en la época… quizá. Tampoco se sabe a ciencia cierta qué fue de los libros que fueron a parar a los herederos de la biblioteca, aunque tengo entendido que el Instituto Árni Magnússon consiguió hacerse con algunos de ellos al fundar su colección de manuscritos. Pudieron identificar los libros de Brynjólfur por su monograma.

– ¿BS? -preguntó Þóra por decir algo.

– No. LL -respondió el joven sonriendo.

La mujer preguntó extrañada:

– ¿LL?

– Loricatus Lupus, expresión latina que significa «lobo acorazado», lo mismo que el islandés Brynjólfur. -Sonrió a Þóra, que no pudo evitar chasquear los dedos: Loricatus Lupus figuraba en la hoja de Harald. Ciertamente, estaban en el buen camino, si es que aquello guardaba alguna relación con el crimen.

La conversación no se alargó mucho más. Ambos le dieron las gracias por su paciencia y se despidieron. Antes de poner el coche en marcha, Matthew se volvió hacia ella y dijo:

– Loricatus Lupus, vaya. ¿No deberíamos esperar a que se vaya todo el mundo y ponernos a excavar en todas partes donde se pueda meter una pala?

– Sí, faltaría más -respondió Þóra sonriente-. Empezaremos por el cementerio.

– Tú manejas la pala… estás vestida para ese papel. Yo te iluminaré con los faros del coche.

Abandonaron Skálholt.

– Sé adonde tenemos que ir ahora -dijo Þóra con cara di inocente-. Al lado de Hella hay unas cuevas excavadas probablemente por los monjes irlandeses, a lo mejor vemos por allí algo que explique el interés de Harald por esos anacoretas. Y ahora recuerdo que me dijeron que Harald cogió prestada una linterna para ir a echar un vistazo por allí.

Matthew se encogió de hombros.

– Valdrá la pena echar una ojeada… ¿y la linterna?

– Nos pasamos por la gasolinera y compramos una.

Cando llegaron a Hella, era ya noche cerrada. Empezaron en la gasolinera, donde compraron dos linternas. Cuando le preguntaron al encargado, éste les dijo que podrían obtener información sobre las grutas en el Hotel Mosfell. Estaba muy cerca, de modo que fueron caminando. Un hombre ya mayor y muy amable salió con ellos para indicarles la localización de las cuevas, que encontrarían junto a la carretera, al otro lado del río. Les indicó además el mejor sendero, pues no era posible llegar hasta las cuevas en coche. Tras darle las gracias muy cordialmente, regresaron al coche y fueron hasta el lugar donde el hombre les había recomendado que dejaran el coche. Para gran alegría de Þóra, tenían que caminar un trecho por un herbazal que parecía pertenecer a una granja que había allí cerca. Matthew resbalaba una y otra vez debido a la suela lisa de sus zapatos, pero siempre consiguió mantener el equilibrio a base de mover los brazos a un lado y otro como un poseso, como si estuviera intentando elevarse por el aire. Cuando llegaron al borde de la hondonada que llevaba hasta las cuevas, Þóra estaba ya del mejor de los humores.

– Allí -dijo, señalando con el dedo. Miró a Matthew con cara de preocupación-. ¿Crees que podrás llegar hasta allí abajo, pobrecito mío?

Matthew frunció las cejas mirando muy serio a Þóra, intentando comportarse como un hombre. Empezó a descender por la cuesta con muchísimo cuidado, como si fuera un anciano de noventa años, mientras Þóra triscaba cuesta abajo como un corderito. Se detuvo por debajo de él, decidida a disfrutar del momento, y le gritó, movida por una irrefrenable malicia:

– ¡A moverse!

Matthew dejó que aquello le entrara por un oído y le saliera por otro, y por fin llegó al final del sendero.

– ¡Menudo fregado! -exclamó mientras encendía la linterna-. ¿Tanta prisa tienes por ir a cenar conmigo cuando acabemos con esto?

Þóra encendió su linterna y dirigió el haz de luz hacia los ojos de Matthew.

– Pues no, precisamente no. Vamos. -Dio media vuelta y entraron en la primera gruta-. ¡Toma! ¿Cómo se les ocurrió hacer una cosa como ésta? -dijo estupefacta, y con el rayo de luz fue recorriendo todo aquel inmenso espacio. Si había comprendido bien, aquellas grutas las habían excavado los monjes en la arenisca, con herramientas primitivas.