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– Vale. Luego nos vemos.

– ¿Por qué no estás con tu padre? ¿Dónde está tu hermana? -se apresuró a decir Þóra antes de que su hijo colgara.

– Sigue con él. Yo me fui.

– ¿Que te fuiste? ¿Por qué? ¿Os peleasteis?

– Más o menos -respondió Gylfi-. Empezó él.

– ¿Y eso? -Þóra se había quedado boquiabierta. Hannes solía tener mucho cuidado en no montar números, y hasta entonces había conseguido siempre llevarse bien con su hijo, aunque éste no le consideraba un tipo demasiado divertido.

Soltó un gruñido.

– Se empeñó en que tenía que hablar conmigo, y cuando pensé que me comprendía y le dije cierta cosa, se puso hecho una furia. Te juro que se puso como un energúmeno y me soltó un mogollón de burradas. Yo me negué a seguir aguantando aquello. Creía que mi comprendería.

Los pensamientos de Þóra se atropellaban y se confundían. Por la descripción que le acababa de hacer Gylfi de la reacción de su padre, el asunto era mucho más que serio. Pero ¿qué había sucedido? Se arrepintió de haberle pedido a Hannes que charlara con el chico… la charla no había mejorado las cosas lo más mínimo.

– Anda, Gylfi, ¿qué es eso que puso tan furioso a tu padre, cariño mío? ¿Es lo que quieres contarme a mí dentro de un rato?

– Sí. -Nada más; era evidente que tendría que esperar hasta poder hablar con él en persona, sólo entonces podría saber de qué se trataba.

– Óyeme, ya voy para allá. No me gustan los líos así que tendremos que hablar del asunto con tranquilidad. No te vayas.

– Pues tienes que estar aquí antes de la una. Tengo que ir contigo a ver a una gente.

¿Una gente? ¿Una gente? ¿Se habría metido en una secta? Su corazón se puso a palpitar con vehemencia.

– Gylfi… tú no vas a ver a ninguna gente hasta que yo llegue a casa. ¿Entendido?

– Ven antes de la una -dijo él entonces-. Papá estará también. -Se despidió y colgó.

El corazón de Þóra palpitaba hasta chocar con las costillas, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a gritar. Como un autómata, marcó el número del móvil de Hannes, pero estaba sin cobertura o apagado. Se quedó como idiotizada, con la mirada perdida. Hannes nunca apagaba su móviclass="underline" dormía con él en la mesilla por si alguien le necesitaba a media noche. Los paseos a caballo, además, los organizaba siempre de modo que fueran en zona de cobertura: dudaba de que Hannes se hubiera permitido nunca salir de una de esas zonas desde que se compró el móvil. Volvió a llamar pero no hubo respuesta. ¿Qué podía haber hecho el chico? ¿Habría empezado a fumar? No, qué va. ¿Se habría hecho adicto a las drogas? No, imposible. Ella se habría tenido que dar cuenta. ¿Estaba saliendo del armario? ¿Quería ir con ellos a una reunión de la asociación? Pero Hannes no se habría puesto como un basilisco por eso, porque una cosa sí que había que reconocerle: era bastante moderno. Además, ella había tenido siempre la sensación de que Gylfi estaba colado por aquella chica que nunca recordaba cómo se llamaba. No, no se trataba de eso. Su mente se veía atravesada por toda clase de ideas, cada cual más absurda que la anterior. Qué será, será. Se puso en pie y miró el pasillo para ver si Matthew llegaba ya. Resultó que estaba en la puerta de su habitación intentando sacar la maleta.

En cuanto lo consiguió, Þóra le agarró del brazo y casi lo arrastró.

– ¿Qué pasa? -preguntó extrañado cuando ella le empujó para salir del hotel.

– En casa pasa algo gordo y tengo que llegar allí lo antes posible; inmediatamente.

Matthew no se hizo de rogar y, sin preguntar de qué se trataba, metió las maletas en el coche y se sentó al volante. Salieron hacia Reikiavik, pasando por Hella, Selfoss y Hveragerðóur. Matthew apenas dijo nada. Sólo al llegar a Kembar le preguntó si había algo que él pudiera hacer, y Þóra le respondió que ni siquiera ella sabía lo que sucedía… fuera lo que fuese, se podría solucionar. Le dijo que era algo relativo a su hijo, algo que él tenía que comunicarle. Al pasar por Skíðaskál iban muy bien de tiempo, y también cuando atravesaron el Litla kaffistofa. En Rauðavatn, reventón.

– Maldita sea -exclamó Matthew, que agarró con fuerza el volante para no perder el control del vehículo. Redujeron la velocidad y se detuvieron en el arcén.

– ¡Oh no, no!-gritó Þóra. Miró el reloj. Las doce y veinticinco. Aún podrían llegar a Nes antes de la una, si conseguían cambiar pronto la rueda.

– ¡Mierda de neumático del demonio! -bramó Matthew mientras se afanaba en sacar la rueda del maletero. Finalmente lo consiguió y se lanzaron a levantar el coche con el gato y a cambiar el neumático. Cuando terminaron, Matthew cogió la cubierta pinchada y la echó al maletero, con tanta precisión que aterrizó sobre el maletín de Þóra. A ella no podía haberle importado menos. La hora se acercaba a toda velocidad.

Se metieron en el coche y Matthew arrancó.

– Espérame -dijo Þóra cuando llegaron a su casa, y subió corriendo. Sacó las llaves mientras corría para no perder ni un segundo con el timbre. Llamó con la mano izquierda para que Gylfi supiera que llegaba, mientras con la derecha metía la llave en la cerradura y abría-. Gylfi -le llamó jadeante.

– Hola mami. -Sóley vino corriendo hacia ella, una sonrisa tan luminosa. Si había pasado algo, a ella no le había afectado mucho.

– Hola cariñito. ¿Dónde está tu hermano? -Þóra pasó al lado de Sóley en busca de su hijo.

– Se fue. Tengo un papelito para ti -dijo sacando del bolsillo del pantalón un papel doblado.

Þóra le arrebató la nota de las manos. Mientras la desdoblaba, preguntó:

– ¿Cuándo se fue? ¿Y adonde?

– Pues se tuvo que ir. Hace una hora. -Sóley todavía no se aclaraba mucho con las horas y los relojes. Gylfi podía haberse ido hacía un segundo o dos semanas, ella no veía la diferencia-. Se fue a donde pone ahí-. Un dedito señaló la nota como para evitar que se confundiera.

– Venga. -Þóra vio que la dirección era de Nes, de modo que no muy lejos de allí-. Vamos a dar un paseo en coche con un amigo mío. -Le echó a Sóley sobre los hombros el plumífero de Gylfi, le colocó unas botas de agua y se la llevó. Abrió de golpe la portecilla trasera del todoterreno y ayudó a su hija a entrar con movimientos rápidos. Luego se sentó ella en el asiento delantero y le dijo a Matthew que arrancara.

– Matthew, ésta es mi hija Sóley. Sólo habla islandés. Sóley, éste es Matthew. No sabe islandés, pero seguro que seréis buenos amigos.

El hombre dedicó un segundo a mirar a la niña y sonreírle.

– Tan linda como su mamá -dijo, y giró hacia una calle lateral, siguiendo el gesto de la mano de Þóra-. Y el mismo gusto para vestir.

– Ahí… y luego a la derecha. Buscamos el número 45 -dijo Þóra, aún nerviosa. La casa apareció enseguida. Fue fácil reconocerla, porque vio la espalda de Gylfi que subía las escaleras de la entrada.

– Allí, allí -exclamó Þóra como loca, señalando a su hijo. Matthew redujo la velocidad y detuvo el coche junto a la acera, justo delante de la casa: el paso de vehículos estaba ocupado. Þóra reconoció uno de los coches: era el de Hannes. Abrió la puerta a toda prisa en el momento en que el coche se detenía-. Sóley, espérame aquí con Matthew.

Gylfi no miró hasta que su madre hubo gritado su nombre varias veces mientras corría hacia la casa. Había llegado ya a la puerta de la calle, y allí estaba él, cabizbajo, que acababa de tocar al timbre.

– Hola -saludó con un hilo de voz.

– No pude llegar antes -dijo Þóra animosa. Puso el brazo sobre los hombros de su hijo-. ¿Pero qué es lo que pasa, corazón? ¿Quiénes viven aquí?

Gylfi la miró, su gesto reflejaba absoluta desesperación.

– Sigga está embarazada. Sólo está en décimo. Yo soy el padre. Aquí viven sus padres.