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La puerta se abrió justo cuando pronunciaba la última palabra. Þóra se quedó petrificada y boquiabierta. Por algún motivo, era incapaz de apartar los ojos del i-Pod que su hijo llevaba en torno al cuello, quizá porque era lo que estaba mirando cuando se derrumbó el mundo. Si quien abrió la puerta no hubiese estado dominado por la ira, seguramente habría sonreído al ver el estúpido gesto de Þóra.

– Hola -le dijo un hombre de mediana edad, que miró luego a Gylfi, entornó los ojos con desprecio y añadió-: Buenas. -Pero tras esta simple palabra se ocultaba algo muy distinto que un deseo de felicidad y bienestar. Más bien, en ella podía leerse entre líneas: Vete al infierno, violador de ingenuas e inocentes hijitas de personas honradas.

La cortesía intervino por pura costumbre y Þóra intentó sonreír.

– Hola, me llamo Þóra. La madre de Gylfi.

El hombre gruñó algo, pero pese a todo les invitó a entrar. Se despojaron del calzado bajo los irritados ojos del hombre, que permanecía apoyado sobre el marco de la puerta del vestíbulo. Þóra tuvo la clara sensación de que el hombre se estaba preparando para no ponerle los puntos sobre las íes sólo a Gylfi, sino que seguramente arrojaría también su desprecio contra la señora.

– Gracias -dijo Þóra al vacío cuando pasó por delante del hombre y entró en el salón. Llevaba las dos manos sobre los hombros de su hijo, conduciéndole por delante de ella… por si acaso la furia empujaba a aquel hombre a agredirla. Entraron sin más a un gran salón abierto donde había tres personas: Hannes, a quien Þóra reconoció inmediatamente por la posición del cuello, una mujer de la edad de Þóra que se puso en pie cuando se acercaron y una chica jovencita sentada en una silla, con la cabeza baja, totalmente abatida.

– Bueno, por fin llegáis -casi gritó la mujer con voz chillona. «Oh, Dios mío, permite que el niño herede voz de contralto», rezó Þóra en silencio. Intentó de nuevo esbozar una sonrisa. Las manos seguían sobre los hombros de su hijo.

– Hannes -dijo Þóra mirando a su antiguo marido. Intentó enviarle un mensaje para que ahora cumpliese él su obligación y la permitiese pasar lo más desapercibida posible. Pero él no dejó traslucir signo alguno de haber recibido el mensaje, sino que la miró con gesto severo-. Hola Sigga -le dijo tan amistosamente como pudo a la chica, que al oírla levantó la mirada. Tenía los ojos hinchados de llorar y se veían dos lágrimas largas y gruesas en cada uno.

Gylfi se soltó por fin de las manos de Þóra y corrió hacia la muchacha.

– ¡Sigga!-gimoteó, visiblemente conmovido de ver a su amor en tan triste estado.

– ¡Ah, estupendo! -aulló la madre-. ¡Igualito que Romeo y Julieta! Me hacéis vomitar.

Þóra se volvió hacia ella como movida por un resorte. Su rostro estaba rojo de ira. Allí estaban dos jovencitos que habían dado un traspiés horrible, y la mujer aquella tenía el valor de burlarse de su destino, aunque uno de los dos fuera su propia hija. Þóra no solía perder el control, pero esta vez sucedió.

– Perdona, pero esto es ya suficientemente difícil… no vayas a empeorar las cosas aún más con ese humor islandés. -Hannes se puso en pie de un salto y Þóra notó que se la llevaba hasta el sofá antes de que pudiera oponer resistencia. La mujer jadeaba como una posesa: la furia relampagueaba en sus ojos aún más que antes.

– Ya veo de dónde ha sacado la moralidad ese hijo tuyo -dijo, y se sentó, toda fina. Su marido prefirió seguir de pie, se plantó en mitad del salón y les bufó como un gigantesco ogro que les miraba de arriba abajo.

– ¡Mamá! -se escuchó a Sigga, con el llanto atascado en la garganta-. ¡Cállate! -Desde aquel mismo instante, a Þóra le cayó muy bien la chica… su futura nuera.

– ¡Menuda mierda! -se oyó decir al ogro-. Si somos incapaces de discutir este asunto como personas civilizadas, lo mejor es que lo dejemos. Hemos venido a afrontar sin tapujos esta horrible noticia, y eso es lo que vamos a hacer. -La palabra «horrible» la pronunció con gran emotividad.

Hannes se incorporó.

– De acuerdo, intentemos tranquilizarnos… esto no es fácil para ninguno de los que estamos aquí.

La mujer volvió a gruñir.

– Sí, así es -continuó Hannes muy serio-. Yo empezaría quizá diciendo que esto me duele tremendamente y en nombre de mi familia quiero pedir mis más sinceras disculpas por la actuación de nuestro hijo y el daño que os ha causado.

Þóra respiró hondo para digerir aquellas palabras antes de matar a Hannes. Se volvió hacia él, con fingida tranquilidad.

– Primero de todo, y para que las cosas queden bien claras, no somos una familia. Yo, mi hijo y mi hija formamos una familia. Tú eres un ejemplo patético de padre de fin de semana que además, a diferencia de la mayoría, no es capaz de apoyar a su hijo ni cuando las cosas se ponen difíciles. -Quitó la vista de Hannes y notó que él le clavaba los ojos. El rostro de su hijo estaba deslumbrante de orgullo. Þóra repitió, para que quedase bien claro-: Lo digo simplemente para dejar las cosas claras.

Hannes estaba a su lado jadeante, pero tardó demasiado en decir algo, así que la otra madre tomó la palabra.

– ¡Qué asco! Voy a aprovechar la oportunidad para señalar que, dentro de muy poco, este corazoncito tuyo… este hijo tuyo, o vuestro… -saltaba a la vista que las habilidades histriónicas no faltaban en aquella familia. La mujer enfatizó sus palabras señalando a Gylfi con un amplio movimiento de las manos- va a ser muy pronto uno de esos patéticos padres de fin de semana, igual que tu ex marido.

– No -se oyó gritar. Era Gylfi. Continuó orgulloso-: Yo… Quiero decir, nosotros. Nosotros. Nosotros queremos seguir juntos. Alquilaremos un apartamento y nos haremos cargo del niño.

Þóra deseó de pronto echarse a llorar. ¡Gylfi alquilando un apartamento! El chico no tenía seguramente ni la menor idea de que la mayor parte de las cosas que daba por supuestas (calefacción, electricidad, televisión, agua, recogida de basuras), todas costaban dinero. No interrumpió la conversación por miedo a quitarle los ánimos a su hijo. Si estaba convencido de que iba a alquilar un apartamento, así tendría que ser.

– ¡Sí! -gritó Sigga-. Podemos hacerlo… yo voy a cumplir los dieciséis.

– ¡Violación! -vociferó la mujer-. Naturalmente. ¡Aún no tiene ni dieciséis años! -Apuntó con el dedo a Gylfi y soltó un agujo chillido-: ¡Violador!

Þóra no veía en absoluto de qué forma aquello podía mejorar las cosas. Se volvió hacia Sigga.

– Dime, cariño, ¿de cuánto estás?

– No lo sé… como de tres meses, quizá. Por lo menos son tres meses los que no he tenido la regla. -Su padre enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

Gylfi había cumplido los dieciséis años hacía mes y medio. No es que aquello cambiase nada.

– Me permito señalar que, según la ley, la mayoría de edad está fijada en estos casos a los catorce años, no a los dieciséis. Además, mi hijo ni siquiera había cumplido los dieciséis cuando engendraron el niño, y además las leyes no hacen diferencias de género cuando se trata de relaciones sexuales de mutuo acuerdo, como seguramente es el caso.

– ¿Qué gilipollez es ésa? -bramó el padre-. ¿Es que una mujer puede violar a un hombre? Mucho menos cuando se trata de una niña, como es el caso de mi hija.

– Y de mi hijo -respondió Þóra sonriendo al hombre, con cierta cara de burla.

– ¿Puedo señalar que tu hijo ha empezado ya el bachillerato pero que mi hija sigue aún en enseñanza obligatoria? Eso debe de tener alguna importancia en las leyes -dijo el hombre, jactancioso.

– Pues no, ni palabra -respondió Þóra-. NO se mencionan los grados escolares, te lo prometo.

Puso una muera horrible.

– ¡Esos maricones del Parlamento!

– ¡Estáis chiflados! -aulló Sigga-. Es mi hijo. Soy yo la que tiene que cargar con él y tener un barrigón enorme y unas tetas horribles y no poder ir al baile de fin de curso nunca más. -No pudo seguir, porque estalló en llanto.