Выбрать главу

Gylfi intentó consolarla con cosas que seguramente consideraba el no va más del romanticismo. Con voz llena de sentimiento, dijo para que todos pudieran oírle:

– Me da igual… aunque tengas una barriga asquerosa de gorda y unas tetas repugnantes. No me separaré de ti y no invitaré a nadie al baile de fin de curso. Iré solo. Te quiero más que a ninguna otra chica.

Sigga lloró aún con más fuerza mientras los adultos se contentaban con mirar boquiabiertos a Gylfi. De una u otra forma, aquella absurda declaración de amor sirvió para abrirles los ojos al hecho de que la madre naturaleza lo había confundido todo: eran niños teniendo un niño, y quién había sido el culpable no era quizá lo más importante.

Hannes no dejó escapar la ocasión de participar en la sesión de reproches mutuos. Se volvió hacia Þóra, con el rostro desfigurado por la rabia.

– Todo esto es culpa tuya. Vives una vida disoluta, acostándote con quien te hace el más mínimo caso. Cuando yo estaba en casa, el chico no hacía estas cosas… está siguiendo el único ejemplo que tiene.

Þóra quedó demasiado perpleja para poder responder. ¿Vida disoluta? ¿Haber hecho el amor una vez, bueno, dos, en realidad, en dos años? A eso no podía llamarse una vida disoluta. Hasta su abuelo, con sus ochenta y ocho años, la animaba a salir más y a airearse un poco… por no mencionar a Laufey, que se burlaba de su moralina.

– ¡Lo sabía, eres una degenerada! -gritó la madre de una forma tal que el tono mismo dañaba los oídos-. Una obsesa sexual… de tal palo tal astilla, lo digo siempre. -La mujer miró fijamente a Þóra, victoriosa.

Ésta recibió la ayuda más inesperada cuando el padre entró en juego.

– ¡Por lo menos, está claro que tu hija no ha heredado la frigidez de su madre!

Þóra sintió que hasta allí habían llegado. Era más información sobre sus futuros consuegros de la que estaba dispuesta a aceptar. Tenían por delante un bautizo, una ristra de cumpleaños, una confirmación y Dios sabe qué más. No sentía el más mínimo deseo de recordar los más ocultos secretos de aquella gente en cada una de esas ocasiones. Se puso en pie.

– ¿Sabéis? No tengo ni idea de a qué genio se le ocurrió que nos reuniéramos justo en estos momentos. -Se volvió hacia Hannes-. Sois libres de charlar con el padre de Gylfi, hasta el amanecer si hace falta. Pero yo ya he tenido suficiente. -Se dio media vuelta, pero tuvo que girarse de nuevo hacia los demás cuando se dio cuenta de que no quería irse de allí sin su hijo-. Ven, Gylfi. -Dirigió sus últimas palabras a la pobre Sigga, que estaba con la cabeza gacha y llorando-: Mi querida Sigga, vuestro niño será siempre bienvenido en mi casa… y vosotros dos también, si queréis vivir juntos. Adiós. -Salió con Gylfi detrás de ella, totalmente extenuada. Cerraron con un portazo y fueron hacia el coche de alquiler que, afortunadamente, seguía en su sitio. Sin decir una palabra, Þóra se sentó delante y Gylfi en el asiento de atrás, al lado de su hermana.

– Hannes-ar-dóttir -Sóley le estaba enseñando a decir su patronímico en aquel mismo momento.

– Vamonos de aquí -dijo Þóra colocándose la frente entre las manos. Miró a Matthew… feliz de que los niños no comprendieran alemán-. Adivina. Ya no soy nada. Al final, resulta que te fuiste a la cama con una abuelita.

Para asombro de Þóra, Matthew se echó a reír.

– Pues tengo que decir que las abuelitas islandesas son bastante más presentables que las alemanas. -Miró de reojo al asiento de atrás, donde Gylfi apechugaba con la incertidumbre de la vida y la existencia. Su único apoyo en aquella hora era su madre, que se había puesto en una situación muy difícil, en buena parte porque aún no estaba del todo recuperada-. Hola, Þórusonur; es así ¿no, «hijo de Þóra»? Me llamo Matthew. -Le guiñó el ojo a Þóra. Ella se volvió hacia el asiento de atrás, dispuesta a pagar la ocurrencia con la misma moneda. Ahora le diría ella a su hijo que Matthew era más que un amigo y colaborador. Sus ojos cayeron sobre el i-Pod que seguía colgando del cuello del muchacho, y se contuvo.

– Mira, Gylfi. Éste es Matthew, que está trabajando conmigo. Lo había invitado a comer. Hablaremos tranquilamente cuando se vaya, ¿vale? -Se tragó una galleta que se le había metido en la garganta.

Iba a ser abuela a los treinta y seis años de edad. Jesús, María, Espíritu Santo y ese otro de la Santísima Trinidad que no conseguía recordar quién era… que el niño sea sano y la vida de sus padres un baile sobre rosas a pesar de este paso en falso. Reprimió las lágrimas que acudían sin que nadie las llamara. Se le vinieron a la cabeza unas palabras que había oído muchas veces y otras cosas que debería de haber sabido comprender: «No es divertido quedarme en casa sola con Gylfi… está siempre saltando en la cama y gritando…».

– Þóra. -Matthew la sacó de su ensimismamiento-. Hace un rato estuve hablando con los del Museo de Brujería. Han encontrado la explicación a lo que hicieron con el cuerpo de Harald.

Capítulo 28

Þora no terminaba de dar por concluida la preparación de la cena. Echaba en las cacerolas, como loca, toda clase de cosas que sacaba de los armarios y el congelador, sin preocuparse mucho por el resultado.

– Ya está -dijo con una voz artificialmente animosa. Matthew se sentó enseguida a la mesa de la cocina, mirando boquiabierto cómo iba apareciendo fuente tras fuente. Cuando todo estuvo sobre la mesa, la comida resultó consistir en judías verdes, patatas fritas, arroz, cuscús, sopa, confitura de frutas y pan sueco.

– ¡Qué rico! -exclamó él con cortesía cuando todos estuvieron sentados y se abalanzaron sobre las judías.

Þóra miró lo que había sobre la mesa y suspiró.

– Falta el plato fuerte -dijo derrotada-. Sabía que algo no iba bien. -Iba a levantarse otra vez para buscar algo e intentar salvar lo que se pudiera; lasaña congelada, pasta, carne o pescado. Pero sabía que no tenía nada: había pensado en ir a la compra pero todo se le había complicado. Matthew la sujetó por el brazo y la hizo volver a sentarse.

– Esto está perfectamente así. Esta cena no es muy habitual pero tampoco lo es el horario, de modo que todo está bien. -Sonrió a los chicos, que se estaban poniendo aquella mezcolanza en sus platos.

Þóra miró el reloj y vio que sólo eran las tres… evidentemente, estaba completamente descolocada. Hizo un esfuerzo por sonreír.

– Estoy un tanto perdida, quizá dentro de un año vuelva a estar normal. Entonces volveré a invitarte a cenar.

– No, no, no te preocupes. Prefiero ser yo el que te invite a comer -dijo Matthew, que dio un mordisco al pan sueco, sin ponerle nada encima-. Exquisito -proclamó con un esbozo de sonrisa.

Nadie terminó su plato, y el cubo de la basura se llenó de restos cuando acabaron de comer. Sóley pidió permiso para ir a visitae a su amiga Kristína y Þóra se lo concedió sin plantear la menol objeción. En cuanto a Gylfi, se encerró en su cuarto, diciendo que iba a conectarse a internet. Þóra confió en que no fuera a entrar en páginas que trataran del cuidado de bebés. Cuando viera en qué consistía aquello realmente, se le caería el alma a los pies, sin duda alguna. Cuando se quedaron solos, Þóra y Matthew pasaron al salón y se sentaron. Había preparado café, y se lo llevaron para tomarlo allí.

– Bueno, vaya -dijo Matthew, apurado-. No te entretendré mucho. ¿Las abuelitas no tienen que tumbarse un rato después de comer?

Þóra dejó escapar un bufido.

– Lo que a esta abuelita le apetece de verdad es un gintonic. -Pero se contentó con un sorbo de café-. Los dos sabemos perfectamente las consecuencias que eso podría traer, de modo que prefiero dejarlo por el momento. -Le sonrió y las mejillas se le ruborizaron un poco-. Estoy lista para oír lo que dijo el hombre del Museo de Brujería. -Volvió a reclinarse en el respaldo del sofá y se sentó sobre las piernas.