– Quizá esté bien que os cuente por qué vine a ver a Harald -dijo Elisa tras dejar la copa sobre la mesa. Þóra y Matthew asintieron-. Como sabes, Matthew, estoy en una especie de crisis con mamá y papá. Quieren que estudie comercio y que entre en el banco, como casi todo el mundo que conozco. Harald fue la única persona que me dijo siempre que hiciera lo que me gusta: tocar el cello. Todo el mundo piensa que debería dedicarme al banco y tocar por mi propio placer. Pero Harald comprendía que no se trata de eso, aunque él no fuera músico. Comprendía que cuando uno ha alcanzado cierto nivel y cierta capacidad, es eso o nada.
– Entiendo -dijo Þóra, aunque en realidad no era así.
– Por eso hablamos sobre todo de mí cuando estuve aquí -explicó Elisa-. Vine a verle en busca de alguien que me insuflara fuerzas, y eso es lo que conseguí. Harald me aconsejó que pasara de papá y mamá y siguiera tocando. Dijo que no era demasiado difícil encontrar una corbata con cabeza que fuera capaz de dirigir un banco, pero que había pocos capaces de tocar un instrumento musical con auténtico talento. -Y añadió a toda prisa-: «Corbata con cabeza» son palabras suyas… él lo dijo así.
– Si puedo preguntar, ¿qué decidiste? -inquirió Þóra con curiosidad.
– Seguir tocando -respondió la joven, y sonrió ampliamente-. Pero me he matriculado en Comercio y voy a empezar enseguida la carrera. Uno decide una cosa y hace lo contrario.
– ¿Y tu padre no está contento? -preguntó Matthew.
– Sí, claro, pero sobre todo están los dos aliviados. Es difícil estar contento en esta familia. Sobre todo ahora.
– Elisa, sé que es muy incómodo hablar de la propia familia, pero vimos los mensajes de correo electrónico que intercambiaron Harald y vuestro padre. No parecía que estuviesen demasiado cercanos el uno al otro. -Calló, pero enseguida añadió-: Y también tenemos la impresión de que su relación con vuestra madre era todo menos ejemplar.
Elisa bebió un sorbo de vino antes de responder. Miró a Þóra directamente a los ojos.
– Harald fue el mejor hermano que nadie puede imaginarse. Quizá no era como la mayoría de la gente, sobre todo en los últimos tiempos. -Sacó un poco la punta de la lengua y la dobló, como haciendo referencia a la lengua bífida de Harald-. Pero yo me habría sentido orgullosa de estar a su lado en cualquier ocasión. Era noble, y no sólo conmigo… llevaba en brazos a nuestra hermana; no había nadie que se portase con aquella inválida mejor que él. -Bajó la cabeza, entristecida y miró la copa de vino que estaba en la mesa delante de ella-. Mamá y papá, ellos… En realidad, no sé qué decir. Nunca dejaban a Harald gozar de las cosas con ellos. Mis primeros recuerdos de ellos son constantes abrazos, amor y cuidados hacia mí, pero nunca vi nada así cuando se trataba de Harald. Ellos… bueno, ellos, parecía que no le soportaban. -Se cubrió la cara con las manos, descorazonada-. No es que fueran malos con él o algo asi Simplemente, no le querían. No sé por qué, si es que se puede hablar de porqués en estas cosas.
Þóra intentó no dejar traslucir el poco aprecio que le merecía la familia Guntlieb. Sintió una corriente que la recorría: quería encontrar al que mató a aquel desdichado. No podía imaginarse nada más patético que crecer sin amor. La necesidad de cariño que tienen los niños la ve todo el mundo, y es un acto miserable negarles ese amor. No era de extrañar que Harald fuese un bicho raro. Þóra sintió de pronto que le apetecía la reunión del día siguiente con la madre.
– Sí -dijo para romper el silencio-. No suena demasiado bien, tengo que reconocerlo. Aunque quizá sea irrelevante para nuestros objetivos, creo que eso explica muchas cosas de la conducta de Harald. Pero supongo que no es algo de lo que te apetezca hablar con una desconocida, así que más vale que pasemos a lo que hicisteis los dos cuando estabas aquí.
Elisa sonrió aliviada.
– Como os dije antes, hablamos sobre todo de mí y de mil problemas. Harald se portó de maravilla, y en realidad no hicimos nada especial. Fue conmigo al balneario ese, la Laguna Azul, y a ver los geiseres. Por lo demás, paseábamos por el centro o nos quedábamos en casa a ver algún DVD, a cocinar o a no hacer nada.
Þóra intentó imaginarse a Harald en la Laguna Azul, pero no consiguió evocar una imagen convincente.
– ¿Qué visteis? -preguntó por curiosidad.
Elisa sonrió.
– El Rey León, por increíble que pueda parecer.
Matthew le hizo un guiño a Þóra. Lo de la película que había en el vídeo no era mentira.
– ¿Te contó algo sobre lo que estaba haciendo?
Elisa se quedó pensativa.
– No demasiado, estaba de un humor estupendo y se encontraba muy bien en este país. Por lo menos, yo le he visto pocas veces igual de contento. A lo mejor era porque estaba lejos de nuestros padres. O quizá por un libro que había encontrado.
– ¿Un libro? -preguntaron Þóra y Matthew a la vez.
– ¿Qué libro? -añadió Matthew.
Elisa estaba muy sorprendida por aquella reacción.
– Nada, un libro antiguo. El Malleus Maleficarum. ¿No está en su casa?
– No lo sé, ni siquiera sé de qué libro hablas -respondió Matthew-. ¿Te lo enseñó?
Elisa sacudió la cabeza.
– No, aún no lo tenía. -Calló de pronto-. A lo mejor no le llegó antes de que lo mataran. Porque eso pasó justo antes.
– ¿Sabes si pensaba ir a buscarlo a algún sitio? -inquirió Matthew-. ¿Mencionó algo al respecto?
– No -respondió la joven-. Claro que no le pregunté… ¿debería haberlo hecho?
– Eso no cambia nada -dijo él-. Pero ¿te dijo algo acerca de ese libro?
El rostro de Elisa se iluminó.
– Sí. Y además se trataba de una historia tremenda. Espera un momento, ¿cómo era? -Pensó un momento antes de volver a hablar-. Te acuerdas de las cartas antiguas del abuelo, ¿verdad? -Se dirigió a Matthew, que asintió con la cabeza. Þóra no quiso molestar preguntando de qué cartas estaban hablando, pero pensó que serían las cartas de Innsbruck que estaban en la funda de cuero-. Harald era igual que el abuelo -continuó Elisa-, estaba enamorado de ellas, las leía una vez y otra y otra. Estaba convencido de que el autor de las cartas le había hecho a Kramer algo espantoso para vengarse por cómo trató a su mujer. -Miró a Þóra-. Sabes quién era Kramer, ¿verdad?
Ahora le llegó a Þóra el turno de decir que sí con la cabeza.
– Claro que sí, incluso he llegado a leer su obra maestra, si se puede aplicar ese término al Martillo de las brujas.
– Yo no me he puesto a ello, pero lo sé todo de él, no es posible otra cosa en mi familia. A Harald se le metió en la cabeza descubrir lo que había pasado. Yo intenté hacerle ver que aquello había sucedido hace quinientos años y que no existía ninguna posibilidad de desenterrarlo ahora. Pero él seguía convencido de que no era totalmente imposible. La Iglesia se había involucrado en el tema y se había conservado la mayor parte de los documentos que tenían que ver con él. Así que no se rindió ni lo más mínimo: se matriculó en Historia en la universidad para asegurarse el acceso a los archivos y decidió escribir su tesina sobre las persecuciones de brujas para hacer más fácil su búsqueda. Naturalmente estaba en terreno virgen en ese tema de investigación, disponía de la colección del abuelo y llevaba en la sangre el entusiasmo del viejo.
– ¿Tu abuelo era, digamos, bueno con él? -preguntó Þóra, que, aunque sabía que la pregunta recibiría una respuesta afirmativa, quería una confirmación.
– Oh, sí-respondió Elisa-. Se pasaban mucho tiempo juntos. Harald le visitaba con frecuencia, sobre todo una vez que el abuelo ingresó en el hospital y estaba ya en su lecho de muerte… y no sabía ya lo que era de este mundo y lo que era del otro. El abuelo, como es lógico, fue entusiasmándose con él más que con cualquier otro de sus nietos. Quizá también porque se daba cuenta del rechazo de nuestros padres hacia él. De ahí sacó Harald su interés por la historia de la quema de brujas. Podían pasarse horas y horas hablando del tema.