– ¿Y su búsqueda tuvo éxito? -preguntó la abogada-. ¿Descubrió algo sobre lo que buscaba?
– Sí -respondió Elisa-. Por lo menos, Harald siguió con ello. A través de la Universidad de Berlín consiguió acceder al archivo del Vaticano, y fue a Roma la primavera anterior a terminar el segundo año. Estuvo allí mucho tiempo, probablemente la mayor parte del verano. Contó que allí había dado con un documento en el que Kramer solicitaba autorización para realizar otra campaña contra las brujas de Innsbruck: explica que le han robado una copia de un libro que había escrito. Según Harald, Kramer dice que aquella copia posee gran valor para él, en ella se encuentran normas sobre el mejor método para revocar conjuros y acusar a brujas. Luego explica su preocupación de que éstas pudiesen utilizar el libro para hacer caer sobre él alguna desgracia. Por eso quiere recuperar el libro a toda costa. Pero Harald me contó que no había podido encontrar la respuesta del Vaticano a aquella solicitud, aunque no se sabe que Kramer regresara a Innsbruck, de modo que probablemente no accedieron. Pero Harald estaba de lo más emocionado, estaba convencido de saber qué era lo que le habían robado a Kramer y que lo había puesto en el largo camino hacia el infierno: una copia del Martillo de las brujas propiedad del mismo Kramer, la copia más antigua de ese histórico libro. Claro que Harald dijo que la copia no sería exactamente igual al libro que se publicó al año siguiente; por ejemplo sería manuscrita y estaría ilustrada. Además, Springer, el coautor con Kramer, habría añadido algunas cosas; pero no fue únicamente eso lo que despertó el interés de Harald. El manuscrito original de Kramer demostraría negro sobre blanco quién había escrito qué. Porque hay quienes dicen que Springer ni siquiera tocó el texto.
– Pero quien robó el manuscrito, ¿no lo destruiría? ¿No sería ésa la afrenta que quería hacerle? -preguntó Þóra-. Uno pensaría que es probable que lo mandaran al infierno.
Elisa sonrió.
– En la última carta al obispo de Brixen se hablaba de un mensajero que había decidido ir al infierno. Pedía el apoyo de la Iglesia para su viaje. Así que no quemaron el libro, por lo menos no enseguida.
Þóra mostró su extrañeza.
– Un mensajero camino del infierno, vaya. Eso suena como lo más natural del mundo.
Matthew sonrió.
– Desde luego. -Dio un sorbo de vino.
– En esa época no era tan absurdo -aclaró Elisa muy seria-. El infierno era considerado un lugar real, en lo más profundo de la Tierra. Además, había un agujero que llegaba hasta él, y se pensaba que estaba en Islandia. En un volcán que no recuerdo cómo se llama.
– El Hekla -se apresuró a decir Þóra antes de que Matthew intentara pronunciarlo. De modo que ahí estaba… aquél era el motivo de la visita de Harald a Islandia. Estaba buscando el infierno, como dijo Hugi que le había contado en un susurro.
– Sí, eso -asintió Elisa-. Aquélla era la meta del viaje con el manuscrito. O por lo menos eso creía Harald.
– ¿Y qué pasó? ¿Llegó al final del camino? -preguntó Þóra.
– Harald me contó que había buscado fuentes sobre el viaje de aquel mensajero y que había encontrado alguna referencia a él en un anuario eclesiástico de Kiel, del año 1486, o por lo menos él pensaba que se refería a la misma persona. En el anuario se decía que había un hombre que iba camino de Islandia y que llevaba consigo una carta del obispo de Brixen en la que se rogaba que le fuera proporcionado alojamiento y otras ayudas para su viaje. Había llegado a caballo y llevaba algo que era como la niña de sus ojos, algo negro y maligno. Por eso no pudo recibir el sacramento, pues aquel paquete no podía atravesar las puertas de la iglesia y él no estaba dispuesto a separarse de él. Se dice que estuvo alojado allí dos noches y luego continuó su viaje hacia el norte.
– ¿Encontró Harald algo que indicara cómo acabó ese viaje? -inquirió Matthew.
– No -respondió la joven-. Bueno, al menos no de inmediato. Harald vino a Islandia después de haber ido rastreándolo por Europa. Al principio no es que le fuera demasiado bien, pero luego encontró una carta antigua, de Dinamarca, en la que se menciona a un joven que murió de viruela en un obispado que no recuerdo ahora cómo se llamaba… un joven que iba de viaje a Islandia. Llegó al obispado por la noche, en mal estado ya, muy débil, y falleció unos días más tarde. Pero antes de morir consiguió pedirle al obispo que cuidara del paquete que quería llevar a Islandia para arrojarlo al Hekla… con las bendiciones del obispo de Brixen. En la carta, que fue escrita varios años después, ese obispo danés expresa su deseo de que la Iglesia católica de Islandia se encargue de llevarlo a cabo. Se dice que el paquete llegó a manos de un hombre que iba camino del país para vender bulas en beneficio del papa de Roma, para la construcción de la iglesia de San Pedro, si no recuerdo mal.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Þóra.
– Recuerdo que Harald dijo que había sido bastante más tarde, probablemente hacia 1505. El obispo era ya anciano y quiso quitarse aquel peso de encima… lo había dejado pendiente durante casi veinte años sin poder enviar el paquete.
– ¿De modo que el paquete llegó a Islandia? -inquirió Þóra.
– Harald insistía en que sí. -Elisa pasó la yema del dedo índice de la mano derecha por el borde de la copa.
– ¿Pero acabaron por arrojar el manuscrito al Hekla? -intervino Matthew.
– Harald decía que es poco probable, porque nadie se había atrevido a escalar el monte. Las primeras fuentes que hablan de esa escalada se sitúan mucho, mucho más cerca de nuestros días. Lo cierto es que hubo una erupción varios años después y Harald pensaba que aquello habría acabado de espantar a los que hubieran podido estar dispuestos a semejante aventura.
– Pero ¿dónde acabó el libro entonces? -preguntó él.
– En un obispado que se llama algo que empieza por la letra «s», era la idea de Harald.
– ¿En Skálholt? -dijo Þóra.
– Sí, algo parecido -respondió Elisa-. Por lo menos, allá fue el vendedor de indulgencias con el dinero que había recaudado.
– ¿Y luego? En Skálholt nunca se ha encontrado un manuscrito del Martillo de las brujas -aclaró Þóra, y bebió un sorbo de café.
– Harald sostenía que el manuscrito estuvo allí, por lo menos hasta que llegó a Islandia la primera imprenta, momento en que lo llevaron a otra diócesis. Algo con «p».
– Hólar -soltó Þóra, aunque en ese nombre no había ninguna «p».
– Realmente no me acuerdo -dijo Elisa-. Pero puede ser.
– ¿Creía Harald que tenían intención de editarlo?
– Sí, eso entendí. Se trataba de uno de los libros más difundidos en Europa en esa época, aparte de la Biblia, y por eso es probable que al menos hubieran pensado en hacerlo.
– Posiblemente alguien habría abierto el paquete y descubierto lo que contenía… no hay nadie tan poco curioso como para no sentirse tentado de echar un vistazo -conjeturó Matthew-. Pero ¿qué fue del libro? Aquí nunca llegó a aparecer, ¿o sí? -preguntó, dirigiéndose a Þóra.
– No -respondió ella-. Que yo sepa, no.
– Harald creía haberle encontrado la pista -dijo Elisa-. En realidad dijo que había estado dando palos de ciego con lo de la imprenta y ese obispado con «p»…
– Hólar -intervino Þóra.
– Sí, eso -convino Elisa-. Harald había pensado que el obispo aquel habría escondido el libro antes de que lo mataran, pero ahora estaba seguro de que probablemente el libro no se había movido de la otra diócesis, la de la «s».