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– ¿Fue por el contrato? -preguntó la abogada-. ¿De verdad ibas a cumplir ese absurdo contrato del conjuro de venganza?

Halldór la miró furioso.

– Sí. Había jurado que lo haría y quería cumplir la palabra que le di a Harald. Para él era una cosa de extraordinaria importancia -respondió con el rostro enrojecido-. Su madre era un auténtico monstruo.

– ¿Te das cuenta de que esto es una completa chifladura? -preguntó Þóra, pasmada-. ¿Cómo es posible siquiera que se te pasara algo así por la cabeza?

– Venga -fue la azorada respuesta-. Pero yo no le maté.

– Aguarda, aún no hemos llegado a eso -dijo ella, molesta-. Así que le sacaste los ojos… ¿lo he comprendido bien?

Halldór asintió, abrumado.

– ¿Y te los llevaste a casa?

Volvió a asentir.

– Y si me permites la pregunta, ¿dónde los guardaste?

– En el congelador. En un pan. Los metí dentro y puse el pan en el congelador.

Þóra volvió a apoyarse en el respaldo.

– Naturalmente. Dentro de un pan. Dónde si no. -Procuró recomponerse y apartar la imagen de su mente-. ¿Cómo pudiste hacer eso, quiero decir, realizar el trabajo en sí?

Halldór se encogió de hombros.

– No fue difícil. Utilicé una cucharilla. Lo más difícil fue grabar el signo. No salió demasiado bien. Me encontraba totalmente desquiciado… tuve que ir varias veces a la ventana y abrirla para respirar aire fresco.

– No fue difícil, dices -repuso Þóra intrigada-. Perdóname, pero me permito dudarlo.

El joven clavó los ojos en ella.

– He visto cosas mucho más repugnantes. Y he hecho cosas mucho más desagradables. ¿Cómo te crees que puede ser partir en dos la lengua de un amigo tuyo? ¿O ver los procedimientos en una sala de autopsias?

Þóra no podía imaginárselo, pero siguió dudando de que fuera tan repugnante como sacarle los ojos a un amigo con una cucharilla. A partir de ese momento revolvería el café con una cuchara sopera.

– En todo caso, no debe de haber sido muy agradable.

– Claro que no -exclamó Halldór-. Estábamos todos completamente borrachos. Ya te lo he dicho.

– ¿Todos? -preguntó Þóra extrañada-. ¿Así que no estabas solo?

Halldór esperó antes de contestar. Jugueteó con el agujero de la rodilla y luego volvió a toser sobre el dorso de la mano. Þóra tuvo que repetir la pregunta antes de que él se decidiera a responder.

– No, no estaba solo. Estábamos todos; yo, Marta Mist, Bríet, Andri y Brjánn. Estábamos yendo desde el centro, queríamos volver a la fiesta… a Marta Mist le apetecía algo de droga y Bríet dijo que Harald tenía unas pastillas de éxtasis en la sala de alumnos.

– Y Hugi, ¿no estaba con vosotros?

– No. Esa noche no lo vi. Había salido de la fiesta con Harald y no le volvimos a ver. Tampoco a Harald. Es decir, con vida.

– ¿De modo que fuisteis al Árnagarður? -preguntó Þóra, extrañada-. ¿Cómo pudisteis entrar… si el sistema no detectó a nadie?

– El sistema no funcionaba… tengo entendido que en realidad nunca funciona. ¿Quién te crees que va a estar dispuesto a recorrerse el edificio entero para comprobar si queda alguien? Casi nadie.

– Þorbjörn Ólafsson, el director de la tesis de Harald, sostiene sin asomo de duda que él mismo conectó el sistema -dijo la abogada-. Lo dice con total seguridad.

– Pues no estaba conectado cuando llegamos. El que mató a Harald debió de desconectarlo.

– Pero en todo caso, la puerta estaba cerrada con llave y es necesaria una clave de acceso para entrar -puntualizó Þóra-. Todo se graba en un archivo de ordenador y, según éste, no cruzó nadie la puerta. -La impresión del archivo electrónico estaba entre los papeles de la investigación de la policía, y Þóra había podido verla con sus propios ojos.

– Entramos por una ventana abierta que hay en la parte de atrás del edificio. Siempre está abierta, te lo aseguro… hay algún gilipollas con un buen cargo que nunca se acuerda de cerrarla. Eso es lo que dice Bríet, por lo menos. Fue ella quien nos indicó el lugar. También salimos por allí. Ni ella ni Brjánn llevaban las llaves encima.

– ¿Y qué más? -preguntó Þóra-. ¿Harald estaba allí? ¿Durmiendo la mona? ¿Muerto? ¿Eh?

– Acabo de decirte que yo no le maté. No estaba durmiendo cuando llegamos. Se encontraba dentro de la sala de alumnos. En el suelo. Muerto. Completamente muerto. Con la cara azul y la lengua fuera. No hacía falta un médico forense para ver que lo habían estrangulado. -Un leve estremecimiento en la voz de Halldór indicó que no estaba tan sereno como intentaba aparentar.

– ¿Podría haberse asfixiado en un acto sexual? ¿Quitasteis algo que pudiera indicar tal cosa?

– No. Nada. No tenía nada en el cuello… sólo una contusión horrible.

Þóra reflexionó sobre lo que acababa de oír. Claro que Halldór podía haberle contado una pura y dura mentira, pero entonces era un magnífico mentiroso, eso estaba claro.

– ¿Y qué hora era?

– Hacia las cinco. Quizá las cinco y media. O las seis. No lo sé. Recuerdo haber ido al bar en torno a las cuatro. No tengo claro cuánto tiempo pudimos andar por ahí. No estábamos demasiado interesados en mirar el reloj.

Þóra respiró hondo.

– Y luego… tú te dedicaste a arrancarle los ojos y todo lo demás allí dentro, ¿no? ¿Y cómo terminó Harald dentro del cuartito de impresoras?

– Naturalmente, no empecé enseguida. Estábamos allí como alucinados. No teníamos ni idea de qué hacer. Además, Marta Mist tuvo un ataque de histeria, y cuando tiene uno es como si no existiera. Estábamos hechos polvo y totalmente perdidos, borrachos y drogados. Y de pronto Bríet se puso a hablar del contrato, arremetió contra mí y dijo que tenía que cumplirlo, porque si no Harald me perseguiría. Lo habíamos firmado en una de nuestras reuniones, delante de los demás, sobre todo para presumir, pero Harald lo hizo con toda la seriedad del mundo. Hugi fue el único que no sabía del contrato. Harald dijo que no se tomaba la magia con la suficiente seriedad.

– ¿El contrato sólo se refería al conjuro de venganza? -preguntó Þóra.

– Sí… el escrito -respondió el chico-. En realidad hicimos otro más, del mismo estilo. Era un conjuro amoroso que tenía la función de reforzar al otro despertando en la madre de Harald un amor desmesurado hacia él, haciéndole aún más difícil la pérdida. Ese contrato era sólo oral, yo tenía que hacer un agujero en un extremo de la tumba de Harald y escribir en él unos signos mágicos y el nombre de su madre. Y también tenía que echar sangre de serpiente en el agujero. Harald compró una culebra para poderlo hacer. Me lo pidió una semana antes de morir, y todavía tengo el bicho. Me va a volver loco. Hay que darle de comer hámsteres vivos, y me muero de asco.

De modo que Harald compró los hámsteres para alimentar a la serpiente. Claro.

– ¿Es que se estaba preparando para morir? -preguntó Þóra, asombrada.

Halldór se encogió de hombros y no mostró reacción alguna a aquellas palabras.

– Yo sólo hice lo que había que hacer; recuerdo que Marta Mist y Brjánn no hacían más que echar la pota. Luego dijo Andri que teníamos que sacar a Harald de aquella sala, porque si no nosotros nos convertiríamos en sospechosos. Éramos los que más uso hacíamos de aquel local para estudiantes. La idea nos pareció muy sensata, de modo que lo cargamos y lo llevamos al cuarto de impresoras. Allí lo colocamos de pie porque no había sitio suficiente en el suelo para dejarlo tumbado. Costó mucho trabajo y muchos huevos. Luego salimos de allí… fuimos a casa de Andri, que no vive lejos, en el barrio oeste. Marta Mist siguió metida en el váter hasta la mañana siguiente. Los demás nos quedamos sentados en el sofá hechos una piña hasta que nos quedamos dormidos.

– ¿Dónde conseguísteis sangre de cuervo para escribir?