Una hora después, iba a llevarle el almuerzo a mi padre y daba el mismo rodeo de siempre para reencontrarme con mi escondrijo. Cada mediodía esperaba, con renovados ímpetus a medida que pasaban los días, volver a ver al muchacho del cabello de oro. Al Dios de la noche al que le pedía una velada tranquila, también le rogaba que me trajera a David. Pero durante varias semanas, y tal vez más, no volví a verlo. Los demás estaban allí, los timbrazos, la manera de arrastrar los pies, de permanecer inmóviles en los rincones umbríos, aparecían otros niños flacos, pero no el que yo buscaba, el que había llorado y al que había acompañado en su tristeza.
Desde mi arbusto, observaba asimismo a mi padre y no me daba miedo. Mi padre abría y cerraba la verja de la prisión, tenía una serie de llaves en el fondo del bolsillo que formaban una especie de bolsa a la altura del muslo. Cuando corría, a mi padre se le oía de lejos, iba haciendo clic-clac y a mí no me daba miedo.
Mi padre saludaba mucho, a menudo corría detrás de los coches, les llevaba té en una bandeja a sus superiores, creo que en eso consistía todo su trabajo. Los viernes cortaba flores y se las daba al chofer del director, quien las envolvía en papel de periódico. No se hablaban, iban deprisa por miedo a que sus manos se tocaran, y a continuación mi padre volvía a su sitio y el conductor, bajo el mango, esperaba sentado en uno de los taburetes. Esperaba al director de la cárcel, un inglés llamado Singer al que yo veía de vez en cuando. Era un hombre muy bien vestido que llevaba prendas tan nuevas como esas que mi madre almidonaba y planchaba. Cuando llegaba el señor Singer, los policías se ponían firmes. Mi padre, por su parte, hacía una especie de reverencia ridícula y se quedaba inclinado de esa guisa hasta que el director estuviera dentro de la casa de las flores malvas.
En ocasiones, cuando todo estaba en calma, mi padre salía a fumar un cigarrillo bajo el porche, al lado de las buganvillas, y yo lo observaba con insistencia. En casa ya me habría pegado un grito, ¿qué miras, te pasa algo?, pero ahí no era más que un señor bajito con un uniforme deslucido y la camisa por encima del pantalón -nada que ver con los policías, que llevaban la camisa por dentro del cinturón-, con lo que, en esos momentos, no me daba ningún miedo.
Cuando llevaba la bandeja con dos tazas, una tetera y galletas, y andaba a pasitos cortos, y el dobladillo del pantalón se le enganchaba en el zapato, aun que él siguiera adelante como si nada, con la mirada clavada en la bandeja, pasito a pasito, a mí me entraban ganas de tirarle piedras, me entraban ganas de que tropezara y me entraban ganas de que se pusiera furioso y se transformara en el hombre que yo conocía, alguien que no permitiría que el dobladillo del pantalón se le enganchara en la suela del zapato, que caminaría a zancadas, como para pillar carrerilla y darle más brío a ese brazo que se dispararía hacia mí, hacia mí y hacia mi madre.
Una mañana, la señora Ghislaine me dijo que era Navidad. Ya había plegado la sábana y, en vez de volver corriendo a su máquina, me dijo con voz arrobada:
– Eres un gran chico. Ya sé que es Navidad, pero qué le vamos a hacer, así son las cosas, cuando hay que trabajar hay que trabajar, ¿verdad?
Era la primera vez que yo oía esa palabra y, aunque llevaba semanas en las que sólo abría la boca para decir, como me había enseñado mi madre, buenos días, señora, gracias, señora, hasta mañana, señora, pregunté:
– ¿Y qué es la Navidad?
Ella estaba anudando la sábana en esos momentos, pero las manos se le inmovilizaron, me miró a los ojos y se tapó la boca con la mano derecha como si quisiera ahogar un grito. Y entonces, lo recuerdo como si fuera ayer, los ojos se le llenaron de lágrimas de forma asaz repentina, como si llevara reprimiéndolas toda la vida y de pronto, ante mi pregunta, no hubiera podido aguantar más y se le hubieran desbordado súbitamente. Me levantó por los sobacos con tanta facilidad como si yo fuera una maceta y me sentó en el sillón. Ahí empezó a hablarme de Jesús, de ese niño que nació en un establo, de su magnífica y perfecta madre, de esa estrella que había guiado a unos reyes hasta él, del hombre bueno y generoso en que se había convertido el tal Jesús, de los milagros que había hecho, de ese hijo de Dios que quería a todo el mundo y que lloraba con los pobres, de ese Dios hermoso y bueno que acabó en la cruz y que otorgó el perdón. La Navidad, dijo ella, es el día del nacimiento de Dios hace 1.944 años. A veces decía Dios, a veces decía el hijo de Dios, a veces el buen Jesús, pero yo, lo que había registrado era que el tal Jesús hacía milagros, ¡había caminado sobre las aguas! La costurera de la casa roja y blanca me estrechó las manos y me habló con ternura, como lo hacía a veces la maestra en la escuela, y me confió que ese día sagrado, ese día al que llamaban Navidad, los pequeños podían pedirle lo que quisieran al niño Jesús (o al hijo de Dios, o al buen Jesús) y se producía el milagro.
Aquel día, en el largo trayecto hacia casa, agobiado por la sábana, no sufrí como de costumbre. Pensaba en ese Dios que caminaba sobre las aguas y pensaba en nuestro río, que se había convertido en un torrente de lodo, y pensaba que si nuestra familia le rezaba como me había dicho la señora Ghislaine, si cambiábamos de Dios como me había aconsejado la señora Ghislaine, puede que si yo pedía esa cosa magnífica, maravillosa -volver a ver a mis dos hermanos-, si me atrevía a desearlo, ese milagro… Por el camino, ese pensamiento increíble, esa esperanza loca, creció y se hinchó en mí para otorgarme una energía impresionante, y llevé la sábana como si mis hermanos estuviesen ahí, Anil delante, Vinod justo detrás, también ellos con una sábana en vez de los cubos que antes transportábamos, los tres juntos de nuevo, afrontando la vida.
Cuando volvió mi padre, le hablé de Jesús, del Dios que andaba sobre el agua y que hacía milagros. Estaba tan excitado por esa noticia que no me fijé en su paso inseguro, no olí el alcohol y no vi sus ojos enrojecidos ni su boca hinchada. Cuando me di cuenta de todo eso, de todo lo que mi madre me había enseñado a adivinar, de esas señales que anunciaban una noche en la que más nos valía quedarnos callados, invisibles, inmóviles, cuando me di cuenta de todo eso, ya era demasiado tarde.
La elasticidad felina que desplegaba mi padre, la manera que tenía de saltar encima de nosotros como si fuésemos presas que había perseguido y acosado. Siempre se ocupaba primero de mi madre, y mientras avanzaba en su dirección, ella retrocedía con las manos por delante, extendidas, sus pobres manos arrugadas, ridícula barrera, risible protección. ¿Me estoy inventando ahora la sonrisa en el rostro de mi padre? ¿Me invento esos ojos de repente tan vivos, tan crueles? Y si digo que él disfrutaba de aquello, ¿es mi voz de viejo o mi recuerdo de niño quien me lo dicta?
Con un golpe, uno solo, mi padre agarraba las manos de mi madre y se las retorcía hasta que ella gritaba. Acto seguido, la golpeaba, con una mano aprisionando las de su mujer y la otra tomando impulso por encima de la cabeza, detrás del hombro, qué fuerza tan increíble tenía mi padre en esos momentos, qué fuerza tenía ese hombre -a quien me parecí durante mi juventud, aunque afortunadamente, gracias, Dios mío, sólo en lo físico, pero hasta eso lamentaba cada vez que me veía en un espejo-, ¿de dónde sacaba ese poderío y por qué lo utilizaba así? Estaba borracho, pero golpeaba con precisión y paciencia. Arreaba una bofetada, fuerte y plana, y la cabeza de mi madre giraba hacia un lado. Esperaba a que ella volviera a mirarle para darle otro golpe, igual de fuerte, igual de preciso, y así sucesivamente hasta que mi madre dejaba caer la cabeza sobre el cuello. Mi padre la sacudía como si fuera una muñeca de trapo y la tiraba al suelo; y yo, el pequeño Raj, esperaba ese momento suplicando a Dios que hiciera algo al respecto, ahora mismo, de inmediato, algo que dejara congelado a ese hombre, que le hiciera caer hacia delante, hundirse en el sueño, no se, ya no se qué le pedía a ese Dios, pero suplicaba con fuerza que pasara algo antes de que los golpes de mi padre acabaran por matarnos a mi madre y a mí.