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Yo esperaba que acabara con ella, esperaba que empezase conmigo, esperaba ese único instante en el que podría ayudar a mi madre. Ah, cuántas veces intenté separarlos, cuántas veces salté sobre mi padre, pero ya lo he dicho, era un felino, nosotros éramos sus presas y yo nunca gané esa batalla. Al final, cuando había sacudido a mi madre, yo la agarraba mientras caía. Eso era todo lo que hacía, todo lo que podía hacer. Ya había visto a Anil actuar así, en Mapou. Sostenerla para que no se partiera la crisma contra el duro suelo de esa casa en el bosque. Pero apenas notaba yo el peso de mi madre, la mano de mi padre ya se acercaba, la tenía encima, machacándome la boca, silbando en los oídos, cerrándome los ojos, abriéndome la nariz. Mi padre no decía ni una palabra, hasta parecía que dejaba de respirar. Mi madre lloraba, intentaba levantarse, suplicaba; y yo, yo sólo oía el estruendo de un torrente de barro. Así fue mi primera Navidad.

Los días siguientes a las chaladuras de mi padre se parecían todos. Mi madre y yo nos quedábamos en la casa, pasmados, hechos polvo, moviéndonos a cámara lenta y con el cerebro reblandecido. Mi madre pasaba horas haciendo cataplasmas, infusiones, pociones y lociones a base de hierbas, raíces, hojas y flores que recogía en el bosque y con las que borraba nuestras heridas. Pero ese 26 de diciembre de 1944, su medicina no fue suficiente. No sé qué fue lo que ocurrió realmente esa mañana, igual no me desperté, igual los potingues de mi madre no hicieron el menor efecto. Me acuerdo de mi padre hablando con una voz que yo no le conocía, una voz pequeña, casi una voz de mujer, explicando a no sé quién que me había caído de un árbol, que era muy travieso, y entonces me metieron en la cárcel, junto a los cAnAllAs, los lAdrOnEs y los mAtOnEs. Lo adiviné cuando, en brazos de mi padre, pasé bajo el enorme mango y oí el crujido de su pantalón al engancharse con la suela del zapato.

Se detuvo varias veces y, en cada ocasión, con su voz de mujer, decía, en francés, se ha caído del árbol. Yo no sabía que mi padre hablaba francés, pero en todo caso sabía el francés suficiente para mentir y camuflar lo que le había hecho a su propio hijo. A fin de cuentas, igual también hablaba inglés, español o chino, no me habría extrañado, pues la verdad es que no le conocía. Entre nosotros se alzaba el muro infranqueable de la violencia y de la muerte. Pensaba en mi madre, y cuando él me dejó en una cama lloré hasta quedarme dormido. Nunca antes había dormido en una cama. En Mapou y en nuestra casa del bosque, nos acostábamos sobre alfombras de hojas secas y trenzadas. Recuerdo que en cierto momento, en la cama de ese hospital situado en el seno de la prisión -sí, allí había un hospital, en la época no me pareció extraño, pues no conocía otras cárceles, y para mí todas tenían un mango, una verja con una bandera ilustrada, flores y césped, cabañas, sombras, policías bien vestidos, fantasmas tristes y, evidentemente, un hospital-, en esa cama, pensé por primera vez desde hacía meses en la enorme nube de vapor blanco que revoloteaba por encima de la plantación de caña, cerca del campamento de Mapou, y en la que yo quería pasarme la vida.

Creo que dormí mucho. No me encontraba en muy buen estado: la nariz rota, costillas hundidas, hematomas, una papilla azul donde estaban los labios. Cuando pienso en eso, es mi hijo quien me viene a la memoria y lo vuelvo a ver cuando tenía ocho años y probaba su primera bicicleta. Su concentración era intensa: pedalear, mantener el equilibrio, mirar el camino y vigilarme, a mí, que iba detrás de él como todos los padres, ¿no le había prometido que no le dejaría tirado? Me acuerdo de su mirada brillante de dicha y de esa sonrisa de oreja a oreja que se le había quedado encajada desde que recibió el regalo esa misma mañana. Había empezado a pedalear bastante rápido, yo oía a mi mujer y a mi madre riendo y animando a mi hijo, que iba detrás de mí, y le dejé adelantarme porque se las arreglaba muy bien sin mí. Algunos metros después, mi hijo se volvió y la mirada sorprendida que me lanzó, ese grito de niño atemorizado por encontrarse solo de repente, aunque supiera que yo hacía bien en dejarle pedalear solo, pues así es como se aprende a ir en bicicleta, me hizo experimentar un sentimiento de culpa que me puso el corazón en un puño…

Si le imagino por un instante en el estado en que yo me hallaba ese 26 de diciembre de 1944, cuando sólo tenía ocho años, me entran ganas de gritar.

Dormí mucho, y cuando abría los ojos había fantasmas de ojos coloreados y piel pálida encima de la cama, fantasmas que ya había visto antes, errando por un patio soleado con un enorme mango. Tenía la impresión de encontrarme en un mundo de algodón, de ruidos ahogados, de luz tamizada, con el cuerpo hundido en el colchón y en las sábanas blancas.

En varias ocasiones, un rostro cubierto de hilos de oro venía a tocarme ligeramente la cara, ahí donde todo estaba hinchado y morado. Si abría los ojos cuando estaba sobre mi cabeza, él me sonreía, pues me había reconocido, a mí, el chaval del arbusto. Sólo me había visto unos minutos, pero yo estaba convencido, y lo sigo estando, de ese reconocimiento a primera vista, una identificación física, el reconocimiento también de la desdicha, y me sentía muy tranquilo, como si estuviera en uno de mis escondites y nadie pudiera, allí, quitarme a mis hermanos y hacerme daño.

6.

Me despertó un enfermo que gritaba. Era por la tarde, lo sabía por el apagado resplandor amarillento de la luz y por el calor agobiante que me envolvía. Se trataba de una mujer vieja, la más vieja que yo hubiera visto nunca, ¡y mira que había viejos en Mapou! Ésta estaba hundida en la cama, y de lejos podría parecer que esa cama estaba vacía, a no ser porque su brazo raquítico se alzaba de vez en cuando. En el momento en que aparecieron las enfermeras, pegó un salto. Incluso yo, que asistía a la escena desde detrás de la mosquitera y a seis camas de distancia -las había contado-, me sobresalté. La mujer tenía el rostro como aplastado por algo, chafado y lleno de arrugas. La piel de alrededor de los ojos había sido aspirada hacia el interior, lo cual daba la impresión de que las órbitas iban a empezar a tambalearse en su cabeza de un momento a otro. La vieja agarró del cuello a una enfermera y todo el mundo gritó, yo incluido. Es curioso, no me di cuenta de inmediato de que hablaban en un idioma que yo desconocía. Apareció un médico, e hicieron falta tres adultos para dominar a la vieja señora. La ataron a la cama con sábanas y luego los tres adultos, altos y fuertes, se apoyaron contra la cama de hierro, resoplando como si vinieran de correr por el bosque.

Una enfermera me vio, apoyado en los codos, y se acercó a mí. Me miró con sus ojos azules, y eso me impresionó sobremanera. Me puso la mano en la frente, sacó un termómetro del bolsillo, me lo colocó bajo la lengua un momento y me dijo, en francés:

– Ya no tienes fiebre. Pronto podrás volver a casa.

Se quedó al pie de la cama un ratito, con las manos en los bolsillos, como si quisiera decirme algo, y luego me arregló la mosquitera que rodeaba la cama y se fue. Mientras atravesaba la sala, de las camas se alzaban brazos suplicantes, implorando, pero ella caminaba lentamente, con la cabeza baja, sola en el mundo. Al llegar a la salida, se dio la vuelta e hizo una señal amplia y lenta con la mano para barrer la sala, y todos los brazos cayeron. Me dije que, a lo mejor, en su idioma, ésa era una manera de tranquilizar, de pedir un poco más de paciencia.

Pensaba en todo eso cuando David se acercó a mi cama. Le oí, claro está, pues menudo ruido hacía, caminaba algo desarticulado y con cada uno de sus pasos golpeaba el suelo, era como si tuviera trozos de hierro en los pies.