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David saltaba sobre mí y se estiraba horizontalmente en mis brazos, con el cuerpo tieso y las manos extendidas, dispuesto a echar a volar. Tenía un año más que yo, pero por una vez yo era el más fuerte. Con su peso pluma, ese peso imperceptible en los brazos, yo giraba, giraba y giraba en la noche. Sentíamos cómo el viento nos golpeaba en la cara mientras la penumbra se convertía en un torbellino negro, y necesitábamos toda nuestra voluntad para hacer entrar en nuestros vientres esa extraña felicidad y no gritar de gozo. Cuando nos deslizábamos de nuevo en la cama, yo experimentaba esa excitación y ese orgullo de no haber sido descubierto, me costaba calmar a mi corazón batiente y me decía que éramos muy buenos en ese juego. Como es lógico, sólo éramos unos críos que se creían libres porque era de noche y no veían el muro y las alambradas. Hoy día, estoy convencido de que las enfermeras, los pacientes, los médicos y hasta el policía de guardia sabían que David y yo jugábamos cuando se hacía de noche, pero esos adultos eran conscientes de que no había escapatoria, de que, a fin de cuentas, no podíamos llegar muy lejos.

Durante el día, yo me quedaba en la cama y dormía mucho. Soñaba con mis hermanos y con mi madre, soñaba con la escuela y me mantenía lo más discreto y silencioso posible. Quería que se olvidaran de mí, que llegara la noche para encontrarme con David. Había muchas idas y venidas, muchos sollozos, incluso por parte de las enfermeras. A veces también había cólera, los enfermos lanzaban las bandejas contra las paredes y gritaban, supongo, el odio que sentían hacia esa prisión, hacia esa isla.

Todos los pacientes hablaban de barcos, ésa era su obsesión permanente. En cuanto aparecía un medico por la mañana, tan pronto como un policía venía a hacer su ronda, preguntaban sin parar cuándo salía el barco para Eretz. Durante mi estancia en el hospital de la cárcel, yo había comprendido que no eran gente de nuestra isla, y eso me había parecido muy extraño. ¿Por eso estaban encerrados?, me preguntaba.

Una mañana, antes incluso de abrir los ojos, noté un cambio en la atmósfera del dormitorio. Habitualmente, siempre estaba muy tranquilo por la mañana, parecía que a los enfermos les costara despertarse, que necesitaran tiempo para darse cuenta de dónde estaban realmente, y es posible que de noche soñaran con su país, con su Eretz, y que cuando se hacía de día se agarraran a sus sueños, y que eso fuera lo que le daba ese extraño ambiente de esperanza al dormitorio cuando amanecía. Ese día, por el contrario, yo noté un temblor, y cuando abrí los ojos casi todos los pacientes estaban sentados en la cama y cuchicheaban en todas direcciones. Cuando crucé la mirada con algunos de ellos, me sonrieron y, por primera vez, algunos hasta me saludaron discretamente con la mano. Las enfermeras se habían agrupado y charlaban de buen humor. Luego apareció un policía y dijo en voz alta que, a pesar de los rumores, esa tarde no habría barco para Haifa y que la guerra no había terminado. Nunca he olvidado esa frase. Para mí carecía de sentido en esa época, y, sin embargo, adivinaba que tenía un significado terrible. No hubo gritos ni protestas, como si no fuera la primera vez que alguien barría sus esperanzas. Los enfermos se acostaron de nuevo, las enfermeras se fueron y el dormitorio volvió a ser triste y gris.

David me había dicho que sus padres estaban muertos. Cuando hablábamos, nos ayudábamos con muchos gestos, mucha mímica, un poco como los sordos. Cuando me contó eso, David había cerrado los ojos e inclinado la cabeza a un lado de golpe para que quedara claro que estaban muertos. Iban a Eretz. ¿Está muy lejos Eretz?, me había preguntado. Yo no tenía ni idea, pero le prometí que se lo preguntaría a mi maestra de escuela, que lo sabía todo.

Le dije que yo también había viajado antes de llegar allí, pues así era como yo veía las cosas por aquel entonces, kilómetros y océanos carecían de importancia, David y yo habíamos dejado el lugar en que nacimos y habíamos seguido a nuestros padres hacia un destino extraño, misterioso y ligeramente aterrador en el que pensábamos poder escapar de la desgracia.

No sé si debo avergonzarme de decirlo, pero eso es lo que hay: yo ignoraba que había una guerra mundial que duraba desde hacía cuatro años; cuando David me preguntó, en el hospital, si era judío, no sabía qué quería decir eso, le dije que no porque tenía la vaga impresión de que ser judío era una enfermedad, pues por algo estábamos en un hospital; nunca había oído hablar de Alemania, aunque la verdad es que mi desconocimiento era enorme. Había encontrado a David, un amigo inesperado, un regalo caído del cielo, y en esos comienzos de 1945 eso era lo único que me importaba.

Para decirle que mis hermanos habían muerto, le imité, cerré los ojos y moví la cabeza hacia un lado. Pero entonces, claro está, se me hizo un nudo en el estómago que empezó a subir, subir y subir. Estábamos sentados detrás del hospital, bajo el tejadillo, y a cinco pasos de nosotros se hallaba el muro del recinto. Caía una lluvia fina pero copiosa y era mi última noche allí, aunque yo aún no lo sabía. David, huérfano, exiliado, deportado, encarcelado, afectado de malaria y de disentería, me reconfortó. Acercó su cabeza a la mía, y todavía hoy, en la parte derecha de mi rostro, me parece sentir sus suaves rizos. Es posible que haya olvidado muchas cosas de esos días pasados en el hospital, pero sus rizos dorados y su tacto sedoso me pertenecen eternamente.

La enfermera de ojos azules me despertó esa mañana. Recogió la mosquitera haciendo un gran nudo. Antes incluso de que dijera nada o de que hiciese un gesto para indicarme que tenía que salir de la cama, lo supe. No tenía más opción que seguirla. David estaba sentado en su cama y me miró sin moverse. Le saludé levemente con la mano, pero no me contestó. Me dio pena porque era como si no me conociera, como si mirara a través de mí, como si ya me hubiese olvidado. Caminé despacio, con la cabeza baja, con un paso pesado, con todo el peso de mi cuerpo concentrado en la planta de los pies. De repente, a mi espalda, escuché una especie de castañeteo. Me di la vuelta. David andaba como un cangrejo, se torcía a izquierda y derecha, movía las manos para pedirme que le esperara. Me detuve y sonreí, estaba contento, me había equivocado, claro que me conocía, hacía un momento estaba demasiado sorprendido, no sabía qué hacer, por eso tenía los ojos vacíos. Mi corazón pasó de golpe, cual prenda del revés, del abatimiento a la alegría, todo mi cuerpo se irguió como por arte de magia, mis pies ya no eran de plomo y estaba preparado para lanzarme hacia él, para hacer el avión, para saltar, jugar y charlar.

Pero no fue eso lo que sucedió. La enfermera me alzó en vilo y, como un paquete, me lanzó a los brazos duros y peludos de un policía. Oí cómo David me llamaba y luego gritaba cosas en su idioma, pero no me resistí, no chillé, no me sentía capaz de ello. Una piedra enorme se me caía encima y lo aplastaba todo, la garganta, el corazón, el estómago, el vientre. Cruzamos de una zona de sol a una zona de sombra y el policía me pasó a mi padre. Dijeron cosas que no recuerdo. Mi padre me había dejado en el suelo y mantenía la mano contra mi nuca. Tenía la palma húmeda y caliente. De lejos podía parecer un gesto de ternura, pero no lo era. Me tenía pillado, ésa era la verdad, preparado para zarandearme por la piel del cogote como si fuera un perro. En un momento dado, se echó a reír y se tapó la boca con los dedos. Eso era algo que nunca hacía en casa.