En la actualidad, cuando cierro los ojos y lo vuelvo a ver sentado a mi lado, rodeados por un desorden de ramas, hojas y sombra, contándome su evasión, me cuesta creer que ese chavalito rubio y flaco tuviera diez años. Yo le sacaba una cabeza de altura, podía cargarlo a la espalda, pues era aún más canijo que yo, aunque en el colegio yo seguía siendo el más delgado de la clase. Tenía las piernas blancas, casi transparentes, y una piel temblorosa como la de los viejos, de esas que amenazan con desgarrarse a cada movimiento.
En esa época, yo no tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba allí. David tenía la impresión de estar encerrado desde hacía bastante, pero para mí eso no quería decir nada. Nos quedamos en el húmedo escondrijo, contemplando la agitación en el patio. David pataleaba mucho. Pensé que debería enseñarle a mantenerse inmóvil, a subir a los árboles, a correr sin hacer ruido, a deslizarse entre dos troncos, a hundirse en la tierra, a plantarse detrás de una puerta, y sólo con pensar en todo eso que nos esperaba a partir de entonces, en todas esas jornadas que viviría con David, me daba tal alegría que tenía que reprimirme para no levantarme, tirar de él y empezar mi nueva vida de inmediato.
De repente, oímos un motor y puertas que se cerraban, y aparecieron docenas de policías con la porra en la mano junto al coche negro. Como por arte de magia, la verja de hierro de la prisión se abrió, y lo que sucedió durante los siguientes minutos fue algo muy desagradable de ver para un par de críos. Los policías cargaron contra los prisioneros. Mi padre acabó en el suelo y, mientras se arrastraba con dificultad hacia el mango derribado, los prisioneros, sorprendidos, se dispersaron lo más rápidamente posible. Algunos corrían todo lo que podían, en todas direcciones, hacia el dormitorio o hacia nosotros, pero enseguida los alcanzaban los policías y, si no obedecían de inmediato, si no se ponían de rodillas frente al porche de la casa destrozada, eran empujados de cualquier manera. Arrastraban los pies por el suelo, perdían los zapatos, forcejeaban, pero no tenían fuerzas. Hubiera preferido no tener que ver algo así. Los policías chillaban, los presos gritaban y lloraban, y David se puso también a sollozar, sin contenerse, igual que antes reía a mandíbula batiente. Le rodeé los hombros con el brazo porque no sabía qué otra cosa hacer, y era como si la tempestad hubiera vuelto, con su estruendo y sus ganas de romperlo todo.
De repente, apareció un muchacho que corría en nuestra dirección. Tendría quince o dieciséis años y les llevaba cierta ventaja a los dos hombres que le perseguían. Se lanzó contra la alambrada y yo aún recuerdo su rostro lleno de rabia. Ese joven no tenía miedo, no tenía miedo de nada, ni del alambre, recuerdo cómo su cuerpo se estrelló contra la verja con un ruido de chatarra, recuerdo el grito que ahogó y las órdenes de los policías que tenía detrás. Todo pasó muy rápido. David saltó hacia delante y, en una fracción de segundo, yo le agarré por el hombro y me lancé sobre él. No sé si aquel joven llegó a vernos, no sé si pretendía escalar la alambrada, no sé nada, pero me acuerdo de la sensación que se apoderó de mí, de ese instinto que me había llevado a berrear en medio de la tempestad durante horas el día en que murieron mis hermanos y a lanzar el bastón de Anil al río. Ese otro Raj que había en mi interior se aplastó sobre David y le puso la mano en la boca, paralizándolo. A un metro de nosotros, también los policías inmovilizaron al joven a base de porrazos en los riñones, y lo arrastraron hasta la casa destrozada. No miré a David, no, no hubiera podido sostenerle la mirada, pero notaba cómo crecía su fuerza debajo de mí, luchando, y mientras lo mantenía en el suelo, yo lloraba, lloraba, pedía perdón. Cuando vuelvo a pensar en eso, me tranquilizo como puedo, me digo que si no llego a hacer aquello, los policías habrían descubierto a David, lo hubiesen detenido, hubieran registrado el bosque y consolidado la barrera. También me habrían descubierto a mí, y quién sabe lo que me habrían reservado, tanto en la cárcel como luego en manos de mi padre. Y hubiera vuelto a estar solo.
Ahora soy viejo y puedo decirlo, con vergüenza, con tristeza, bajando la cabeza todo lo posible. Eso fue lo que hice cuando tenía nueve años: le impedí a David ayudar a uno de sus compañeros, a un judío como él, encerrado porque nadie sabía qué hacer con ellos; y si yo no hubiese hecho lo que hice, puede que David aún estuviera vivo.
9.
Todavía me pregunto por qué me siguió. Cuando lo solté, tenía la boca rodeada de marcas rojas, justo donde mis manos lo habían amordazado. Le volví a pedir perdón, le dije que no quería que los policías lo vieran, le imploré el perdón de nuevo, una y otra vez, pero no sirvió de nada. Ya no podía volver atrás, ya no podía deshacer lo que había hecho.
Las palabras se atropellaban unas a otras en mi garganta, me salían desordenadas de la boca, como en un sueño cuando intentas desesperadamente hablar, y hubiera deseado que él entendiera mi lengua materna para que los conceptos fluyeran con más facilidad, para que yo pudiera encontrar la palabra exacta, el sentimiento adecuado. Me quedé callado mientras él me miraba sin parpadear con unos ojos inmóviles y secos, el rostro pálido, la boca estriada de rojo, y casi esperaba que me pegase, ya encogía yo los hombros y blandía los puños para parar los golpes. David apartó la mirada y contempló largamente la prisión. Le cayeron por las mejillas unas lágrimas silenciosas, de manera tan torrencial que tuve miedo de que no dejaran nunca de manar. Por primera vez desde que lo conocía, se había quedado tan inmóvil como yo lo estaba por costumbre, y creo que era la pena lo que nos ponía el cuerpo tan en tensión.
Yo no sabía qué hacer ni qué decir, todo se removía en mi interior, sensaciones y pensamientos sufrían un frenesí incomparable. Y pensaba en mis hermanos y en nuestro río y en Mapou, y no en su muerte, por una vez no, pensaba simplemente en ellos, en su presencia afectuosa: sé que el hombre en quien me he convertido les debe mucho, pues Anil y Vinod me amaron de la manera más sencilla y entregada posible, sin permitir que nuestra miseria cotidiana amargara y arruinara nuestros sentimientos. Hace falta mucha bondad y mucha fuerza para eso. Pensaba en la nube de vapor ondulante sobre el campamento verde, en ese perfume como de licor que desprendían las cañas cortadas cuando llegaba la cosecha y flotaba en el aire el polen de las flores. Y pensaba en mi vida posterior, en mi madre, en su valor y en sus manos abiertas ante mi padre, y en él, él, él, siempre él para romper, destrozar, impedir la construcción de lo que fuese. Y David y la escuela y la cárcel y el bosque, y los adultos a los que se arrastra por el asfalto que rasga la piel, y ese joven que se arroja sobre la alambrada asesina, y yo, tan triste, tan débil, yo que me tiro encima de David, que lo paralizo usando una fuerza venida de no sé dónde, que lo amordazo poniéndole la muñeca entre los dientes, que soporto sin rechistar sus mordiscos. Y nuestra nueva vida en Beau-Bassin, que parecía más fácil pero no lo era, pues estaba rodeada de una gran soledad en ausencia de mis hermanos, de los vecinos, de la fábrica, del río con sus aguas algo dulzonas, sin la plantación de caña y sin la chimenea de la fábrica, de la que salían aquellas nubes maravillosas.
En el arbusto, junto a un David quieto y colérico, me vino la idea absurda e inverosímil de que igual yo había sido feliz allá, en el chamizo de Mapou.
El corazón me latía más rápido y me sentía perdido, al borde del desmayo. Notaba un peso en el estómago y una sensación difusa que me invadía y cuyo origen, en esa época, me resultaba imposible desentrañar. Creo que todo lo vivido desde la muerte de mis hermanos, cada instante transcurrido en la casa al fondo del bosque, mis tardes consagradas a la prisión, la violencia creciente de mi padre, nuestra vida a tres, la escena terrible a la que acababa de asistir, creo que todo eso me alejaba de la infancia, y aunque ésta nunca hubiera sido muy rutilante, me seguía enganchando a ella sin motivo y pese a todo. Esa sensación, cual náusea que sube y baja, era la pérdida de la infancia y la conciencia de que nada, ya nada me protegería a partir de entonces del mundo terrible de los hombres.