Ya he dicho que la casa de Beau-Bassin no tenía punto de comparación con nuestra choza de Mapou, pero también era asaz mísera. Disponíamos de una cocina y de una habitación, eso era todo. Mi madre y yo dormíamos en la habitación, sobre nuestras esteras, yo contra la pared y ella a mi lado, con la cara vuelta hacia la cocina. En esa habitación había un armario de madera que acogía nuestra ropa, nuestras sandalias de recambio, las sábanas y, al fondo, en una especie de rincón que sólo tienen los muebles mal hechos, yo guardaba cada noche, antes de que mi padre los viera y quisiera destruirlos: mi pizarra, mis tizas de colores (blancas, rosas y azules), mi borrador, el cuaderno rayado en el que podía escribir y hacer sumas y restas, el lápiz para el papel, la goma y el cubilete de aluminio. El cuaderno y la goma me los había regalado la señorita Elsa a finales del curso pasado para felicitarme por mis progresos escolares.
Cuando yo haya muerto y mi hijo vacíe mi casa, encontrará en mi armario una maletita llena de gomas que he ido acumulando a lo largo de toda mi vida. No podía evitarlo, en cada viaje, por la isla o por el extranjero, compraba gomas de diferentes tamaños y colores. Mi hijo no entenderá nada y le parecerá una chochez de vejestorio. Tal vez debería explicarle que ésa era mi manera de afrontar la usura del tiempo, de retrasar la muerte y de conservar la ilusión de que podemos borrarlo todo para volver a empezar con mejor pie.
En la cocina había clavos en la pared para colgar las cacerolas de cobre, mi bolsa de la escuela y la de mi padre. Había otros utensilios apilados en una mesa baja de madera, y debajo de la única ventana de la habitación estaba el hogar en el que cocinaba mi madre.
La casa tenía dos puertas. Una daba al norte, hacia la prisión, y nos servía de entrada; la otra se abría a nuestro pequeño y pulcro patio, que el ciclón acababa de destruir. Un huerto, un lavadero, un cobertizo de chapa para la leña, los útiles de labranza, cuerdas para tender la ropa colgadas entre la casa y el cobertizo, el pozo justo al lado. A partir de ahí, el bosque, desde siempre y hasta siempre. Mi padre dormía en la cocina, y ese día, cuando David pasó la noche en casa, mi infancia se fue alejando un poco más. Mi madre extendió la estera en la cocina, la instaló junto a la de mi padre y cuando nos acostó, a David y a mí, corrió la cortina que separaba ambas habitaciones. Desde que habíamos llegado allí, mi madre siempre dormía a mi lado, y esa cortina nos separaba de mi padre.
No necesito decir mucho más acerca de esa noche. Oí cómo mi padre le preguntaba en voz alta a mi madre si yo ya me había acostado, y luego hubo unos cuchicheos y un silencio que me aterrorizaron más que el ciclón. Evidentemente, yo era demasiado pequeño para poder entender esas cosas, pero, en cierta medida, las intuía. David dormía, exhausto, y yo me propuse mantener los ojos abiertos hasta el amanecer para hacer frente a cualquier eventualidad, pero el niño que yo era acabó durmiéndose de manera profunda.
El día siguiente fue una de esas jornadas fáciles y deliciosas que la vida te ofrece sin que las pidas, y estoy convencido de que si David aún estuviera vivo conservaría el mismo recuerdo emocionado de ese día que yo. Mi madre había preparado arroz con leche sazonado con azúcar y cardamomo, y para espesar ese desayuno, pues la verdad es que no había mucha leche, le había añadido una cucharada de harina. Nos lo comimos con alegría, David repitió, mi madre rebañó el fondo de la cacerola y David se lo agradeció con un beso en la mejilla. Yo di un salto para hacer lo mismo y mi madre se rió como el día anterior. Después del desayuno, nos pusimos a trabajar para reconstruir el huerto. Trazamos nuevos surcos, plantamos granos y semillas que mi madre había guardado, jugamos con poca cosa más que el agua, la tierra y unos bastones, corrimos hasta echar el bofe alrededor de la casa con mi madre diciendo, tened cuidado, tened cuidado, y jugamos a hacer el avión. Reemprendimos nuestros juegos de la cárcel, como si nos hubiéramos separado la víspera. No había guardianes, no había policías que nos vigilaran, podíamos chillar sin tasa.
Le enseñé mis tesoros a David y le agradecí mucho a mi nuevo amigo que los respetara tanto. Tras pedirme permiso, cogió el cuaderno en sus manos e hizo desfilar suavemente las páginas como si se tratara de un testamento del antiguo Egipto. Realizamos una incursión en el bosque y yo le enseñé a encaramarse a los árboles. David estaba hecho para un oficio noble, pianista o poeta, pero no para ser como yo, un chaval salvaje. Mi cuerpo se adecuaba a la naturaleza, se acoplaba a los árboles, se pegaba a ellos y, prácticamente sin pensarlo, yo podía escalar hasta la copa de un árbol con unos pocos movimientos. David era diferente, y era la primera vez que yo conocía a alguien como él. Miraba el árbol, daba vueltas a su alrededor, intentaba detectar los sitios en los que había que poner los pies y plantar las manos: ese chico era un intelectual.
Fue también ese día cuando me enseñó su medalla y me habló de la estrella de David; y yo, pobre idiota, pobre ingenuo, pobre crío nacido en el lodo, me puse a buscarle las cosquillas. ¿Y qué más? ¿Te crees que este bosque se llama el bosque de Raj? ¿Cómo iba una estrella a llevar su nombre, eh, podía explicármelo? ¿Me tomaba por tonto o qué?
Mi amigo estrechó su estrella y me dijo que ese David era un rey. ¿Y qué? ¡Raj también quería decir rey!
Oscureció muy pronto. David encontró flores silvestres de color rojo que habían salido de la tierra justo después del ciclón. Hizo con ellas un ramo que le regaló a mi madre al volver. Era la primera vez que yo veía a alguien hacer un regalo semejante, y recuerdo a mi madre con el ramo en la mano, no sabiendo muy bien qué hacer o no queriendo desprenderse de él. Ella tenía las mejillas sonrosadas y sonreía con timidez. Incluso a los nueve años, aunque apenas tuviera educación y no estuviera muy al corriente de los modales mundanos, me sentí impresionado por la belleza de ese gesto que jamás he olvidado. Le regalé flores a mi esposa en nuestra primera cita y, aunque eso pueda parecer hoy día vulgar y escasamente original, puedo deciros que en esos tiempos quería decir algo y que la chica que se casaría conmigo unos meses después también se ruborizó. La había conocido en la biblioteca municipal. Estaba sentada delante de mí, estudiando, también ella, para la oposición a maestro de escuela, y lo primero en que yo me había fijado era en los minúsculos cabellos que le dibujaban en su fina nuca una especie de comas. Por aquel entonces, ella llevaba su larga cabellera recogida en un moño y, a veces, yo sentía el deseo irresistible de soplarle suavemente en el cuello. Le había dirigido la palabra por primera vez la víspera de los exámenes y le había propuesto ir a tomar un vaso de leche helada al puerto. Lo había dicho sin esperanza alguna y me preparaba ya para una respuesta negativa, pero ella me contempló con mucha franqueza y me dijo que si aprobaba los exámenes, me esperaría en el puerto el día siguiente a los resultados, a las once. Mi mujer era así, hacía las cosas una después de otra, con mucha seriedad, y creo que me enamoré de ella ese mismo día. Mientras esperaba los resultados del examen, confiaba en mí, confiaba en ella y, en cierta medida, confiaba en nosotros dos. Tres meses después, hice un ramo con rosas cortadas en el jardín de mi madre y me fui al puerto, donde ella me esperaba.