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La segunda noche, mientras David y yo estábamos acostados como la anterior, oímos a mi padre a lo lejos. Insultaba al mundo entero y se acercaba; se acercaba. Llamaba a mi madre, amenazándola ya, y mi nombre también le venía a su boca ebria, y para qué sirve que Raj signifique rey, para qué darle a su hijo semejante nombre, en esos momentos Raj no era nada más que un crío asustado y, en breve, molido a palos.

Mi madre apareció en nuestra habitación, nos miró a uno y a otro como si se preguntara a cuál elegir, envolvió rápidamente a David en una sábana y lo cogió en brazos, como si fuera un bebé. Salió por la puerta de atrás y lo dejó junto al lavadero de piedra. Escóndete, no te muevas, le había dicho sin palabras, sin un sonido, utilizando únicamente el temblor de su cuerpo de adulta y un dedo colocado sobre los labios.

He olvidado qué hacía yo durante esos minutos previos a que mi padre entrara llevando en las manos una rama que había recogido por el camino, porque su nuevo bambú había desaparecido en la tormenta. Probablemente, rezaba. No sé qué hacía David, ovillado en la oscuridad, rodeado por el bosque arrasado, con la fría piedra del lavadero contra la carne mientras, a su espalda, nuestro verdugo enloquecía.

Puede que la memoria me traicione, pero creo que mi padre se cansó de nosotros Y cayó rápidamente en su sopor etílico. Por supuesto, yo había tenido tiempo de catar los bocados de la leña en el cuerpo; por supuesto, marcas azules y negras dejarían impresa en mi piel la violencia paterna, como si se tratara de la marca del ganado; por supuesto, lloré con toda mi alma sin decir ni pío porque le ponía aún más frenético si se me escapaba un grito o un gemido, y con el tiempo habíamos aprendido a sellarnos la boca y a dejar correr las lágrimas. Pero esa noche me pareció que todo me dolía menos y que no tenía tanto miedo como en otras ocasiones, pues pensaba tanto en David como en mi madre y, a diferencia de otras veces, no daba vueltas sobre mí mismo como un perro asustado antes de mojar el pantalón y parecía que la duración de ese teatro violento era algo menor que de costumbre.

10.

En plena noche, mi madre fue a buscar a David y nos acostamos los tres en la habitación aledaña a la cocina. David temblaba, y yo no sabía si era de miedo o de frío. Mamá lo instaló pegado al muro, a mí me puso en medio y ella se colocó en el extremo. Estábamos en silencio, temerosos y cansados. Nos hizo beber a ambos una infusión caliente que sabía a hierbaluisa, y David le dio las gracias varias veces con la voz temblorosa, como si no le agradeciera tan sólo la bebida, sino algo más. Tengo la impresión de haberme quedado dormido en el momento exacto en que reposé la cabeza sobre la estera, y no necesito cavilar mucho para llegar a la conclusión de que mi madre nos daba bebidas que ayudaban precisamente a dormir y a olvidar.

Cuando abrí los ojos, mi padre ya se había ido, el sol dibujaba un charco dorado en la habitación y oía a David hablar con mi madre. Salí y los vi agachados, ordenando no sé muy bien cómo las raíces, las hojas y las ramitas que mi madre había recogido al alba. Mi madre pronunciaba lentamente los nombres de las plantas y David los repetía haciendo como que no se daba cuenta del ojo hinchado y cerrado de su anfitriona. Cuando me vio se lanzó a mis brazos, y su ternura fue el maravilloso regalo de esa mañana. El cuerpo me dolía y mi madre me preparó un baño de azafrán con hojas de lilas y algunas raíces. Recuerdo ese baño como un bálsamo que hubiera cubierto todo mi cuerpo. Habíamos decidido ir a recoger mangos verdes para el almuerzo cuando, de repente, oímos la voz de mi padre en el lindero del bosque. Mi madre se abalanzó sobre David y lo empujó hacia el cobertizo que habíamos arreglado la víspera. Cogió un manojo de las plantas que acababa de recoger y lo hundió en el vientre de David, de manera que a éste no le quedara más remedio que sostenerlo a manos llenas como si acabara de atrapar un balón lanzado a toda velocidad. Yo no sabía que mi madre fuera tan rápida. En su lugar, creo que me habría puesto a dar vueltas sobre mí mismo como un perro loco sin adoptar la menor decisión, pues la voz de mi padre a esas horas me sentó como un mazazo en toda la cabeza. Mi madre me arrastró hacia el huerto y me obligó a agacharme. Arrancó un retal del sari, se lo puso en la cara para tapar la mitad y sostuvo el extremo del tejido con los dientes. Se lanzó furiosamente a la labor y yo traté de imitarla. Mi padre la llamó. Mamá me hizo un gesto para que me quedara donde estaba y volvió a entrar en la casa. Yo le eché un vistazo al cobertizo, a la puerta de chapa que sólo estaba apoyada, y me dije que para David debía de representar un esfuerzo sobrehumano quedarse escondido allí, pues el más mínimo movimiento por su parte amenazaba con desplomar alguno de esos amasijos de herramientas, leña y objetos inútiles encontrados aquí y allá que los pobres como nosotros no pueden evitar almacenar.

Escuché a mi madre diciendo «detrás» e hice como que trabajaba la tierra, pero me llegó una voz:

– ¿Eres tú, Raj?

Era uno de los policías de la cárcel. Iba vestido de azul, llevaba la gorra puesta y, visto de cerca, en nuestro huerto, parecía un gigante. Su porra era gruesa y lustrosa. Me miraba con insistencia y yo asentí con la cabeza.

– Ven aquí.

El miedo me roía las tripas a toda velocidad, era evidente que había venido por David, que habían descubierto mi escondite junto a la alambrada, que lo sabían todo, y en el preciso instante en que me iba a hundir, me señaló el labio con uno de sus dedazos.

– ¿Qué tienes ahí?

El labio superior había reventado y mi madre le había puesto por encima un ungüento amarillo. Fue mi padre quien respondió.

– Se ha caído, jefe.

Su voz era la que yo había escuchado en la cárcel, una voz de mujer, fina como un hilo, dubitativa. El policía se volvió bruscamente hacia mi padre y le gritó.

– ¿Se ha caído? ¿Como la otra vez? ¿Por quién me tomas, guardia?

Mi padre bajó la vista, se puso las manos en la tripa y empezó a temblar. Nunca es agradable que te abronquen delante de tu familia, ¡pero en el caso de mi padre era dramático! En ese momento pensé que nos lo haría pagar muy caro. El gigante se acuclilló, e incluso en esa posición seguía siendo más grande que yo, terriblemente impresionante. ¿Acaso tenía también una mujer y un hijo a los que aterrorizaba de noche con esas manos anchas como platos y esos brazos más gruesos que mis muslos?

– Mira, pequeño, tú estabas en el hospital hace un mes, ¿lo recuerdas?

– Sí, señor.

– Hiciste un amigo, ¿verdad? David, el pequeño David.

– Sí, señor.

– Muy bien, muy bien, eres un buen chico. ¡Guardia! Tienes un chavalín muy amable, ¿sabes?

– Sí, jefe.

– Mmm. Dime, Raj, ¿no habrá venido a verte el tal David, estos últimos días?

– No, señor.

– ¿Estás seguro? ¿No fuiste a dar un garbeo por las inmediaciones de la cárcel hace un par de días?

– No, señor.

El agente se levantó y se dio una vuelta por el huerto.

– Menudo ciclón, ¿eh? Veo que os habéis puesto manos a la obra. ¿Qué plantáis aquí? ¿Tú lo sabes, pequeño?

– Sí, señor. Hay dos hileras de tomates, y ayer plantamos patatas y cebollas. Pero es mejor que le pregunte a mi madre.

– Y usted, señora, ¿no ha visto nada?

– También hay judías verdes y remolachas, pero pocas.

– Le preguntaba si había visto a un crío por aquí estos últimos días.