– No, señor, con el ciclón lo único que hacemos es limpiar y volver a plantar.
Vuelvo a ver a mi madre, con un retal del sari ocultando su ojo tumefacto, y escucho su voz de mujer. Esa mujer, siempre tímida y siempre atemorizada, mintió ese día con un aplomo que yo no le conocía. Mi padre, que aterrorizaba a su familia cada día de su vida, que nos golpeaba con manos y pies, que nos gritaba con su potente voz de verdugo, ese padre se mantenía al lado de ella, encogido sobre sí mismo, con los ojos clavados en los zapatos. ¿De dónde sacó mi madre esa fuerza?
El policía le echó un vistazo al cobertizo mientras yo rezaba para que David no hiciera el menor ruido. Miré a mi madre y, en ese preciso momento, ella giró la cabeza hacia mí y mi padre nos sorprendió. Se le congeló el rostro, dirigió lentamente la mirada hacia el cobertizo y yo tuve la seguridad de que podía ver a través de las hojas de chapa, pues los ojos se le agrandaban cada vez más, hasta el punto de que parecía que le iban a saltar de las órbitas. Su respiración se iba haciendo más fuerte, la camisa se le levantaba y caía rápidamente, sudaba y se le cerraban los puños. Lo sabía. Y nos lo iba a hacer pagar muy caro. El policía, que observaba el bosque, se dirigió a mí:
– ¿No tienes miedo aquí, Raj?
– No, señor.
– Muy bien, muy bien. Si no tienes miedo, igual un día llegas a ser policía. Los policías nunca tienen miedo. ¿Verdad, guardia?
Mi padre asintió estallando en una risa aguda que el policía cortó en seco con una mirada. Esta escena me ha vuelto a menudo en la vida, cuando veía a mi padre borracho, violento. Cómo deseé poder hacer eso, detener los gestos de mi padre con una mirada y reducirle con mi sola presencia a la condición de calzonazos que ríe como una mujer.
El policía saludó a mi madre con un toque en la gorra y luego, tal cual, sin dirigirse a ninguno de nosotros en particular, dijo con voz fuerte y clara:
– Ese chico está enfermo. Tiene que volver para que lo cuiden.
Esperamos a que pasara un ratito desde que se fueran para liberar a David. Seguía con las plantas en las manos y estaba lívido. Mi madre lo levantó y él se quedó de pie, con el cuerpo más rígido que el tronco de un árbol. Yo pensaba que ella me iba a hacer preguntas, a reñirme, pero no fue así, se arrodilló ante David y le preguntó:
– ¿Cuál es tu enfermedad?
Mi madre le puso las manos en distintos lugares de su cuerpo, la base del cuello, el hueco de las costillas, el corazón, la ingle, la muñeca, la frente y, como no podía ser de otra manera, se fue a la cocina a mezclar no sé qué hojas y raíces machacadas que luego cubrió de agua. David se tragó ese mejunje espeso haciendo muecas. Yo no dejaba de pensar en la cara de mi padre, y fue entonces, en ese preciso instante, cuando David se sentó con cara de estupor y con los miembros entumecidos, y cuando también mi madre se sentó en el suelo, con el cuenco vacío y marcado por una estría verde en el borde, dejada por la infusión, fue en ese momento cuando decidí huir con David. Mi madre no decía nada, lo sabía todo y, al mismo tiempo, no sabía nada. En cierta medida, estábamos atrapados por mi culpa. Esa noche, mi padre iba a regresar y registraría la casa y el cobertizo hasta encontrar a David. Se lo llevaría, yo volvería a estar solo y él me pegaría hasta que le pidiese perdón. Me lo haría pagar todo, la muerte de mis hermanos, la vergüenza de que le llamaran «guardia» delante de nosotros, la humillación de habernos enseñado el rostro del empleado afable, obsequioso y sin importancia alguna que era en la cárceclass="underline" me haría pagar su vida miserable.
Fue David quien me habló para sacarme de la confusión en que me hallaba. Suavemente, con calma, dijo que iba a volver, ahora mismo, porque allá abajo, en la prisión, esperaban salir para Eretz. Mi madre repitió, frunciendo el ceño, ¿Eretz? David hizo entonces un gesto muy curioso. Hundió dos dedos en el suelo y, cubiertos de tierra, se los puso en el pecho, donde latía el corazón, y dijo Eretz. Mi madre se echó a llorar en silencio porque, probablemente, había comprendido que se trataba de la tierra prometida de la que hablaba David. Me pregunto si era un gesto que los judíos de Beau-Bassin hacían habitualmente cada vez que les flaqueaba la esperanza al hablar de Eretz.
Si mi madre hubiera sabido con exactitud de lo que se trataba, es decir, de la guerra, del exterminio de los judíos, de los pogromos, si hubiera sabido todo eso, si llega a ser una persona instruida, una mujer de mundo que lee los periódicos y escucha la radio, si hubiera pertenecido a esa clase de mujer, ¿habría dejado irse a David? Y si yo llego a intuir lo que David llevaba cuatro años soportando, ¿qué habría hecho? Sé que mi madre y yo no vivíamos en Europa, no sabíamos lo que ocurría allí, pero eso es algo que ha dicho mucha gente: yo no me enteraba de lo que pasaba. ¿Debería haberse hecho preguntas mi madre? ¿Y qué pintaba mi padre en todo esto? No era más que un guardia de prisiones, pero era el primero en saltar contra la verja cuando sonaba el timbre, era el más vehemente a la hora de meter prisa a los presos para que volvieran a sus mazmorras… Esas preguntas me inquietan hasta el aturdimiento y sé que nunca encontraré las respuestas.
Mi madre preparó una bolsa con arroz, frutas verdes que había que dejar madurar, agua y una botella llena de un mejunje verde que le hizo prometer a David que se bebería en menos de tres días, diciéndole que era bueno para la malaria. ¿Cómo lo había sabido? ¿Sólo con ponerle las manos encima y verle comer?
Yo me preparé a escondidas. Cogí la bolsa de tela del colegio y metí dentro tres pantalones cortos, tres camisas, una sábana vieja, mi cuaderno, mi goma, mi lápiz, un cuchillo de cocina y un trozo de jabón de mi padre. Mientras mi madre impartía instrucciones haciendo muchos gestos y David la escuchaba con angelical atención, yo salí y dejé mi bolsa bajo un árbol, en el lindero del bosque.
Fui a sentarme junto al huerto y aspiré a pleno pulmón el bosque, su olor verde y conmovedor, su fuerza apenas renacida tras el ciclón. Lo hice echando la cabeza hacia atrás para abrir el pecho, y me pareció entonces que también aspiraba el cielo, esa llanura azul y sin nubes. Erguí la espalda y dejé que los ojos se posaran en la borrosa espesura del bosque, y recuerdo ese momento como el de una concentración intensa, como si nunca hubiese experimentado una focalización del espíritu en torno a un único eje: la fuga. Puede que, como leí posteriormente en un libro, estuviera fijando por primera vez la línea de mi destino.
Cuando mi madre y David salieron de la casa, me sentía preparado, dispuesto a no llorar delante de esa madre a la que abandonaba por primera vez y a la que volvería a buscar -estaba seguro de ello, como si fuera tan fácil como insertar la escritura en un cuaderno rayado-, dispuesto a partir con David hacia lo que mejor conocía, lo que más familiar me resultaba a los nueve años aunque me lo hubiera arrebatado todo: el campamento de Mapou.
11.
Corro con mucha dificultad. Estoy en un bosque tan oscuro como una habitación cerrada, como un búnker sin luz, como una tumba, tal vez. Pero corro, avanzo y sé que estoy en un bosque, siento el olor de la tierra, la aspereza de las flores que se pudren en la oscuridad, la savia que derrama su sagrado perfume hasta en el amargor de la corteza. Mis pies no pisan nada, sólo soy una nariz, una enorme nariz que aspira todos los olores de la foresta, y es ella quien me dirige para que no me dé contra los árboles, y este bosque es inmenso, corro, corro y corro, me persiguen, lo sé, pero no se quién me persigue, lo sé sin necesidad de mirar hacia atrás, y de pronto estoy oculto en un árbol, no sé cómo he subido tan rápido, vete a saber, pero ahí estoy, y es un árbol tan grande, tan inmenso, que debo inclinarme para ver el suelo, y entonces los veo correr por fin, docenas, centenares, miles de policías desfilan por debajo de mí rápidamente, son muy pequeños vistos desde lo alto, pero yo me quedo quieto, por si acaso, no quiero que me vean, que me huelan, que me oigan. Pasan a toda velocidad y, a pesar del uniforme, de la gorra y de la porra, parecen hormigas. Yo no me muevo, le echo paciencia y me salvo.