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Era un sueño que tenía a menudo, y al despertar, la sensación de victoria me acompañaba durante unos instantes, los olores del bosque persistían y, sin embargo, tenía mal sabor de boca, me volvía la tristeza amarga de la ilusión.

No recuerdo haberle hablado a David de mi plan cuando nos internamos en el bosque, y tengo la impresión, aunque se trate de un pensamiento de lo más ingenuo, de que me acompañó sin que yo tuviera que explicarle nada. La verdad no debe de ser exactamente ésa, pero así me lo cuenta la memoria, eso es lo que queda después de sesenta años, y puede que sea para convencerme de que no le obligué a seguirme. Igual ésa es mí única excusa.

Yo estaba lleno de esperanzas, quería un hermano, dos hermanos, una familia como la de antes, juegos como los de antes, quería estar protegido como antes, quería recuperar esas sombras en el rabillo del ojo que te permiten saber que no estás solo. Luchaba desesperadamente contra todo lo que me alejaba de la infancia, rechazando la muerte, rechazando la pena, rechazando la separación, y David era la respuesta a todo.

Mi idea consistía en ir primero a la escuela y hacernos con el mapa del país, en el que la señorita Elsa me había mostrado Mapou haciendo girar los dedos. Las clases no se habían reemprendido desde el paso del ciclón. Cuando llegamos al patio, pensé que me había equivocado de camino. Los dos edificios de chapa y madera se habían desplomado en un amasijo negro que parecía un castillo de naipes derrumbado. Las mesas y las sillas hechas añicos, la hierba donde jugaban los niños convertida en una alfombra oscura y sucia; en un rincón del patio se había formado una especie de charca trufada de mosquitos en cuya superficie hacían ondas constantemente. El mástil de la bandera, que era de hierro, estaba en pie, y en él tremolaba, muy rasgada, la enseña inglesa ante la que cada mañana cantábamos God Save the Queen y, a veces, cuando había una ceremonia, entonábamos Rule Britannia sin entender ni una palabra.

Qué extraña es la memoria: en cuanto veo ondear una bandera inglesa, aunque sea por televisión, el himno se pone en marcha en mi cabeza sin que yo pueda evitarlo. El cerebro escupe de nuevo las viejas palabras, y a mí eso me da grima, me entran ganas de sacarme la casete que tengo metida en la cabeza, pero es lo que hay, mi país es independiente, hay una bandera nueva y un himno distinto, pero yo sigo siendo en el fondo como el perro de Pav1ov.

Recuerdo haber visto los coloridos andrajos golpeando el hierro y haciendo mucho ruido mientras, a nuestro alrededor, imperaba el impresionante silencio de la escuela destruida. De repente oímos voces, y no sabría decir por qué, pero salimos pitando, con una habilidad digna de unos ladrones pillados con las manos en la masa. David iba delante de mí, sus piernas retumbaban en el suelo y yo seguía su cabello rubio que temblaba. Me sorprendía su vigor, corría como un descosido, con el cuerpo de soslayo, dando brazadas en el aire, parecía que estuviera nadando, y yo iba detrás, con mis ágiles piernas de simio, en vano intentaba alcanzarle, pero muy pronto me puse también a bracear en el aire, a lanzar las piernas en cualquier dirección, vistos desde la distancia debíamos de parecer dos payasos persiguiéndose. Cuando se dio la vuelta, sin interrumpir la enloquecida carrera, y me vio gesticulando igual que él, a los dos nos invadió una risa desquiciada. Nos internamos en el bosque, en dirección al pueblo, y dejamos estallar las risotadas en la espesura de los árboles hasta que nos dolió la tripa. Nada de lo que sucedía era divertido, nada en absoluto. Éramos dos fugitivos completamente inconscientes en una isla devastada por un ciclón, dos hijos de la desgracia pegados el uno al otro de milagro, por una casualidad, qué sé yo, me creía capaz de salvarle de la cárcel, de mantenerlo a mi lado como se hace con un hermano querido, pensaba poder apaciguar la tristeza de mi madre trayéndole otro hijo, creía que esas cosas eran posibles cuando quieres de verdad, era lo bastante idiota como para creer que si Dios se lleva sin motivo a los que amas, te ofrece algo como compensación. Y ese algo era David, evidentemente. Pese a todo lo que habíamos vivido, aún nos quedaba suficiente inocencia e ingenuidad -¿no radican ahí el encanto y la tragedia de la infancia?- como para reírnos porque sí.

Hubo un momento en mi vida en el que di con el nombre del ciclón, pero ya lo he olvidado; era algo como Cindy o Celia, un nombre de mujer, en todo caso. Lo descubrí por casualidad en un diario de 1945 de la hemeroteca a la que me gusta ir con regularidad. Ésa es otra de mis manías, consultar periódicos viejos. Cuando acompañé a mi hijo a Europa en uno de sus viajes de negocios, en vez de visitar las ciudades, me hice la ronda de las hemerotecas. Tenía sudores fríos de excitación por anticipado, pero los archivos de la Marina en Vincennes, los del Foreign Office en Londres y los de Ámsterdam me decepcionaron. El motivo es que soy un viejo idiota acostumbrado al desorden, al desbarajuste y a los tejemanejes propios de los archivos de mi país. Aquí nada está protegido, la primera vez que te ven te piden algunos datos, pero luego te dejan en paz y ni se fijan en ti, con lo que puedes deambular por esos pasillos que huelen a papel añejo, a tinta y a moho, te encaramas como buenamente puedes y sacas de un montón el expediente que te interesa. Hasta te puedes quedar encerrado si no estás al tanto. Una vez vi a toda una familia de ratones en un rincón, me apresuré a hacérselo notar al funcionario sentado a la entrada y éste, sin dejar de leer el periódico, me contestó con voz guasona: ¿ratones? ¿De verdad, señor? ¿Dónde?

Tienen razón, estoy de acuerdo con todas esas personas que se escandalizan desde hace unos años porque la memoria de nuestro país, según ellos, desaparece por culpa de los incompetentes de los archivos, pero cuando me personé en esos despachos blancos, o de color crema, o beige, y vi que tenía que rellenar una ficha diciendo exactamente lo que buscaba -cosa que nunca sé por anticipado, pues me encanta manosear, descubrir, explorar-, explicando mis motivos para buscar algo en concreto -esa pregunta me paralizaba-, y que cuando por fin pude responder a todas las preguntas, una máquina con un brazo automático recuperaba mi documento, y Dios sabe adónde lo llevaba, por mucho que no hubiera familias de ratones, lo cierto es que en esos momentos echaba de menos los archivos de mi país. Podía observar ese brazo gigante a través de un cristal, y tenía la impresión de hallarme en un zoológico contemplando a un animal peligroso para el hombre. A continuación, cuando me senté con esa cartulina y esas hojas bien fotocopiadas, bien protegidas, sin olor alguno, sin nada, se me pasaron las ganas. Ya lo sé, soy un viejo idiota, pero es posible que los archivos costrosos de mi país me infundan más tranquilidad, ¡y cuanto mayor me hago, más me gusta ir! Fue ahí donde leí la historia del ciclón, definido como «devastador» en el periódico, y donde deduje la fecha de nuestra huida: 5 de febrero de 1945.

Como no teníamos otra elección que continuar sin un mapa, opté por llegar al poblado y dirigirme hacia el norte a partir de allí. Tenía en la cabeza una vaga imagen de ese mapa, los puntos rojos desperdigados aquí y allá, algunos unidos por carreteras (en marrón). Alrededor de ellos, montañas (en negro), ríos (en blanco), masas boscosas o plantaciones de caña de azúcar (en verde) y lagos (en azul cielo). Dando golpecitos en el mapa con su regla de bambú, la señorita Elsa decía, éste es nuestro país. Y yo la creía. Beau-Bassin estaba al sur de Mapou, más o menos, así que había que ir hacia el norte. La altura vertiginosa de las montañas, el cruel torrente de los ríos, el espesor de los bosques-trampa y el laberinto de los campos de caña, la profundidad de los lagos y la sinuosidad de las carreteras, todo eso no estaba indicado en el mapa. Mi país era una extensión sin relieve, accesible y con colorines del agrado de los niños. A David y a mí nos bastaría con seguir una carretera marrón y, con un poco de suerte, podríamos subirnos a un tren o a la parte trasera de un carromato. Yo no tendría miedo en Mapou, y si me entraba la tristeza al ver nuestro campamento, el bosquecillo y el caudal de nuestro riachuelo, así como el leve sabor dulzón del agua, tendría a mi lado a David y, muy pronto, a mi madre. Cuando pienso en las esperanzas que albergaba, me pregunto si, a fin de cuentas, no era yo más que un crío estúpido. Avanzaba con aplomo, dando zancadas y saltitos, me colgaba de las ramas y saltaba con energía, le daba ánimos a David, que tenía una técnica de saltos muy suya, como si hubiera nacido siendo campeón de salto de longitud. Al principio se reía, lo que me hacía reír a mí también; luego echaba a correr, muy mal, claro está, y cuando todo indicaba que se iba a estrellar de manera penosa, con un apoyo firme del pie izquierdo en el suelo, resultaba que ya había despegado, con las piernas batiendo el aire y los brazos por encima de la cabeza, feliz, muy feliz, volando casi para aterrizar unos cuantos metros más allá, donde yo, previamente, había verificado que no hubiera más que tierra y musgo de lo más acogedores. A cada claro que atravesábamos, montaba el numerito, y cada vez que estaba en el aire, su rostro me contemplaba y eso me hacía recordar a mi hermano Anil, que se volvía hacia Vinod y hacia mí en el bosquecillo de Mapou cuando escuchábamos el río, y era la misma ternura que yo leía en los rasgos, la misma benevolencia, la misma manera de preguntar: ¿eres feliz?, ¿te gusta esto?