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¿Acaso pensaba él que le llevaría a Eretz? ¿Acaso creía que íbamos a un lugar en el que habríamos podido ser felices, o tan sólo -terrorífica pregunta a mi edad- seguía ese itinerario por mí? De su vida de recluso, de judío deportado, de huérfano, de prisionero, de niño sin infancia, de crío que conoce de cerca y sobradamente la muerte, David había aprendido, creo yo, a dejar de ser, a olvidar que tenía un corazón capaz de algo más que llorar, unos brazos, unas piernas para correr y un rostro tan dulce ante el que sólo cabía la adoración. Había olvidado todo eso, había olvidado que estaba hecho de carne y de sangre, había olvidado que disponía de la posibilidad de crecer y hacerse un hombre. Ah, vaya cara que tengo al contar todo esto hoy día, al decir todo eso, al hablar de él con tanta tranquilidad, como si tuviera alguna legitimidad para hablar de esas cosas impronunciables. ¿Qué sabré yo de lo que él podía sentir? ¿Qué sé yo de la deportación y de los pogromos? ¿Qué sé yo de la cárcel? ¡No soy más que un pobre viejo!

¿Acabo de dar un traspié? Mi hijo está aquí, ayudándome a incorporarme, recogiendo mi bastón, aguantándome del brazo. Me habla, pero apenas le oigo, apenas le veo. Me conduce hasta un banco, debajo de un árbol, a unos pocos metros de David; yo me resisto y mi hijo me dice, descansa un poco, que pega mucho el sol, ahora mismo vuelves. Tiene una voz muy cariñosa y yo cedo. La sombra me sienta bien. Mi hijo me pasa una botella de agua fresca y se sienta a mi lado. Me pregunta si conocía personalmente a alguien que esté enterrado aquí, y yo asiento. No aparto la vista de la tumba de David, y tal vez por eso mi hijo respeta mi silencio y no dice nada más.

Ahora es demasiado tarde, sesenta años tarde, para darse cuenta, ante su tumba, de que David se olvidó de ser él mismo, de que había dejado de ser un crío y de que todo lo que hacía, lo hacía por mí, para vivir un poco a través de mí, pues a base de ver cómo le robaban la vida, no sabía hacer otra cosa. Durante esos pocos días que pasamos juntos, ¿le ayudé a reencontrarse? No. Pues al día siguiente, ya se trataba de mi historia. Era mi hermano al que iba a reencontrar, era esa urgencia lo que importaba y no el hecho de que David hubiera escapado de la prisión, de que yo le hubiera inmovilizado cuando quería ayudar a un amigo, de que me lo llevara a casa, de que yo hubiera hecho nacer en él una esperanza de vida en libertad, de que la idea de la fuga fuera totalmente mía y se la hubiese impuesto a él. Era mi felicidad la que estaba en juego. Espero que me perdone esta indecencia.

Mis recuerdos fermentan desde hace tanto tiempo que a veces dudo de ellos. Hay imágenes fortísimas que me parece haber presenciado ayer por la mañana. Vuelvo a pensar en nuestra larga marcha del día siguiente, en el camino de tierra que bordeaba el bosque y al que nos pegábamos para no volver a internarnos en la foresta, aún no, ese camino de tierra sucia, con ese barro espeso de superficie resquebrajada que se había formado a ambos lados, las ramas, las hojas, los pájaros muertos, como si una parte del bosque hubiese venido a expirar aquí y su último suspiro resonara a nuestro paso; y nosotros, caminando como chicos obedientes, bien pegados a la izquierda, cuando podríamos haber hecho de ese sendero nuestro terreno de juegos, nuestro mundo particular, y patearlo y removerlo, pero no, caminábamos en imaginaria línea recta, como soldados. Delante y detrás de nosotros, el mismo paisaje se extendía hasta el infinito. Una franja de naturaleza muerta. A veces creía ver un fruto que se había salvado, me agachaba, lo recogía y lo examinaba, pero acababa tirándolo porque los mangos, los lichis, las papayas, todas esas frutas se habían arruinado en plena maduración y no eran más que pellejos putrefactos, bolas pegajosas, chorreantes y apestosas. Le enseñé a David a probar la calidad de un fruto, cómo olisquear un mango por la base, cómo hacer rodar un lichi por la mano, cómo apretar una papaya entre el pulgar y el índice para verificar la suavidad de la piel. Él me escuchaba y aplicaba con seriedad mis indicaciones; luego echaba el brazo hacia atrás y lanzaba la fruta aún más lejos que yo, lo cual era tal vez una manera, nuevamente, de decirme que estaba de mi parte, que no podía estar más de acuerdo conmigo.

– Escucha.

Era David quien había murmurado eso, y yo me detuve y presté atención. Se oía un rumor a lo lejos. Conversaciones ahogadas, gritos urgiendo a trabajar más rápido, a ir a la izquierda, a la derecha, a pararse. Cogí a David de la mano y seguimos andando, puesta toda nuestra atención a partir de entonces en los murmullos y pensando yo en una ciudad con sus calesas. Pero fue una casa lo que encontramos en mitad del camino. Era blanca, inmensa, hecha de ladrillos cuyas junturas estaban a la vista. Yo nunca había visto nada parecido. Las casas de los patrones de Mapou no eran tan imponentes. Recuerdo que me puse a contar las ventanas, y había el mismo número de ellas en cada fachada. El sendero de tierra se acababa a unos cincuenta metros de la mansión y empezaba un camino adoquinado. Dos caballos arrastraban troncos de árbol, haces de bambú, follaje y ramas, y avanzaban lentamente haciendo sonar las pesadas herraduras mientras un señor muy mayor, vestido como los del campamento de Mapou, con un trozo de tela atado a la cintura, vigilaba que el cargamento no se soltara. Alrededor de la mansión, había hombres cavando trincheras para replantar bambú. La tierra y el barro que salían de las zanjas iban a parar a unos cestos de mimbre que dos chavales no más altos que nosotros llevaban hasta un carromato, y el lodo que rebosaba de los cestos les pringaba las piernas. Había también mujeres que salían de la casa a intervalos regulares para tirar cubos de agua al patio, creando charcos de color marrón.

No sé quién fue el primero en fijarse en nosotros. Los hombres dejaron de picar, las mujeres pusieron los cubos en el suelo y colocaron las manos en las caderas, los dos chavales soltaron el cesto y el viejo dejó de vigilar la carga. Sólo uno de los caballos seguía haciendo ruido con las herraduras.

Un hombre joven vestido a la inglesa, con pantalón de lona, camisa, chaqueta y relucientes zapatos negros de charol, hizo su aparición. Era un mestizo con ojos azules, y en esa época, para mí, en la tierra había Blancos, Negros e Indios. Pero ese hombre de piel cobriza, ojos azul cielo y cabello rubio y rizado, esa mezcla ambulante, se me antojó un extraterrestre. Se acercó a nosotros y vi que sostenía un par de guantes en la mano izquierda. Nos observó atentamente y reprimió una risotada. Nunca he sabido por qué. ¿Se debía a nuestro atuendo de escolares aplicados, con nuestro pantalón corto azul, la camisa blanca y la bolsa a la espalda? ¿Se trataba de nuestro rostro cubierto de arañazos, nuestra pinta de salvajes, o de la manera en que nos manteníamos cogidos de la mano, firmemente, sin temblor alguno?

Ante mi gran sorpresa, nos ofreció trabajo. Se dirigió a David en francés, diciéndole que habría comida y tres monedas si echábamos una mano, y fui yo quien respondió. El mestizo seguía mirando a David, que no se inmutó. Nunca hay que rechazar un trabajo, dicen nuestros mayores, nunca.

– Sí, claro que queremos trabajar.

Dejamos las bolsas en la veranda, encima de una tumbona, y nos hicimos con los cestos de mimbre. Los hombres que acumulaban el barro y la tierra en los cestos nos contemplaron con compasión. Al principio no llenaban los cestos hasta arriba como hacían con los demás chicos, pero a pesar de eso yo nunca habría pensado que la tierra y el barro pudieran pesar tanto. Uno de los muchachos nos enseñó a colocarnos el cesto en la cadera, pero aquello no tenía nada que ver con el peso de un cubo de agua o de un fardo de ropa. La masa se derramaba a lo largo de la pierna, las varillas se escapaban del trenzado para clavársenos en la piel, el cesto resbalaba, se nos caía sobre el pie, nos salpicaba con el estallido del barro. Entonces, igual que la primera vez que vi a David a través de la alambrada, nos miramos y nos comprendimos mutuamente sin decir ni una palabra; hicimos el trabajo a medias, cogiendo cada uno un lado del cesto, avanzando como cangrejos, torcidos balanceando la carga para recuperar fuerzas y poder lanzar el barro al carromato. Todo el mundo nos observaba con curiosidad, como si nunca se les hubiera pasado por la cabeza la idea de unirse y sumar esfuerzos.