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De aquel río, creo que sólo conservo su color marrón fuerte y, pese a ello, la increíble sensación de placer que nos proporcionó al saciar nuestra sed. Seguimos el curso de ese arroyo durante un ratito y, cuando estuve seguro de que a nuestro alrededor sólo había una cortina de silencio, de que no caeríamos en manos del mestizo, nos detuvimos.

Es sorprendente cómo puede el cuerpo transformarse de pronto en un enemigo al que hay que combatir o aplacar. ¿Acaso un instante antes no estábamos corriendo, huyendo en plena posesión de nuestras capacidades, obedeciéndonos el cuerpo como un esclavo? Ah, primero ese hormigueo, ese calambre a lo largo de las piernas que te lleva a creer que te están arrancando una vena, esas rodillas débiles y temblorosas que te hacen caer de bruces, esa respiración que carraspea, que no llega, que buscas desesperadamente con la boca abierta y el rostro clavado en el cielo, el sabor a sangre en la lengua, esa sensación de que el corazón ha crecido de tal manera que ya no sólo late en el pecho sino también en el vientre, en la espalda, en los hombros, en la cabeza, en las orejas. La tierra subía un poco a la derecha, y preferimos coger un camino que surcaba los árboles en vez de bajar con el río. Encontramos un sitio con hierba y hojas unos metros más allá. Desde ahí, el ruido del agua se convertía en un rumor agradable, así que nos dejamos vencer por la fatiga.

Recuerdo el aroma de esa tierra que había bebido demasiada agua del cielo, de las hojas que se pudrían despidiendo un olor acre, me acuerdo del azul opaco del cielo que se veía a través de las hojas de los árboles, vuelvo a ver la sombra que jugaba sobre un David tumbado de espaldas, con la boca abierta, y si me concentraba en su pecho podía apreciar el temblor regular de su corazón contra la camisa. El cuerpo me pesaba, estaba exhausto y tenía la sensación de hundirme en la tierra, lenta y decididamente, como si yaciera sobre arenas movedizas.

Explicar exactamente. Cuando amanecí, nada había cambiado: el lienzo verde y azul sobre mi cabeza, el río a lo lejos, la humedad del terreno, el agradable calorcillo de un tranquilo despertar tras un merecido descanso. Lo único nuevo era un olor un tanto agrio que se mezclaba ahora con el de la tierra empapada de agua. Sin incorporarme, giré la cabeza a la derecha, hacia donde dormía David. Ya no estaba. ¿Cómo explicar exactamente la sorpresa que experimenté? Fue como si el corazón se saliera del pecho y se estrellase contra las costillas, ésa era la sensación. Mi cuerpo pega un brinco, se levanta y grita, ¡David!

En su lugar había una masa de vómito. Exactamente, ¿verdad? Sobre las hojas, David había devuelto todo lo que había comido después de trabajar en casa del alcaide, el pan, el plátano, las sardinas; yo ya me había fijado en que comía sin masticar mucho, cosa que aún me entristece recordar, pues David tragaba como un crío famélico.

Bajé la pendiente gritando su nombre, y fue como si reviviese mi vida hasta el infinito, como si mi destino fuera ése, quedarme rezagado mientras los demás desaparecían, y eso me hacía chillar aún más, de terror, de cólera. David estaba más abajo, inclinado sobre el curso del agua, y yo me lancé sobre él, le abracé, le apreté entre mis brazos y sentí su piel ardiente. Parecía estar más delgado que hacía un rato, pero igual era a causa de su mirada. Me contemplaba como si saliera de un sueño y se preguntase quién era yo. Le arrastré hasta el rincón en que nos habíamos quedado dormidos y me hice con mi bolsa. Sobre la vomitona había una nube de moscas zumbando y David desvió la mirada. El corazón aún me latía con fuerza, pero ya no tenía miedo. Había encontrado a David.

Caminamos hasta un murete de piedras tan blancas que parecían hechas de arena. Giramos a la izquierda, pues en la otra dirección el bosque se espesaba. La tierra se convertía en guijarros y yo notaba la comezón de las piedras bajo los zapatos. David iba detrás de mí, con una mano en el murete y la otra en los riñones, pero no se quejaba. Cuando se acabó el murete y se abrió el bosque, vimos una gran llanura que se extendía ante nosotros. Era verde, espesa y, como se hacía de noche, parecía que se hundía. Un poco a la derecha había un pueblo, y se lo señalé a David con el dedo mientras le miraba. No sabía dónde estábamos, pues habíamos corrido en todas direcciones, pero al ver ese pueblo, esas casas y esa carretera que cortaba en dos la llanura me tranquilicé. Mañana iríamos allí abajo, mañana nos las apañaríamos mejor. Mañana encontraríamos el camino a Mapou. El cielo había adquirido un tono rosado con el crepúsculo. La llanura no parecía mostrar ningún estigma del ciclón. Estaba en calma, como un animal grande envuelto en el silencio, y nos quedamos un momento sin decir nada, al borde de esa colina escarpada.

A continuación saltamos el murete y, ante nuestra gran sorpresa, nos encontramos en una especie de vergel. Bajo un alcanforero, limpié el terreno lo mejor que pude y coloqué ahí a David. Se apoyó contra el tronco y cerró los ojos. Saqué de la bolsa un pantalón corto y una camisa limpios y dejé ambas prendas a su lado antes de salir en busca de comida. Era un vergel bastante hermoso, y algo más allá había pequeñas ravenalas, apenas más altas que yo y plantadas en línea recta, piñas por aquí y por allá, algunos guayabos de China, árboles del pan y cactus gigantes a cuyos pies se pudrían unas flores rojas. Cogí dos piñas y algunas guayabas verdes y llené mi botella con el agua encharcada entre las hojas de las ravenalas. Cuando regresé, David se había cambiado y había intentado enterrar su ropa sucia junto a él. Yo hice como que no había visto nada.

David no había dicho ni una palabra desde que lo recogí junto al río, sus ojos se nublaban de gris y temblaba a causa de la fiebre. Cuando intentaba incorporarse, el dolor le alteraba el semblante. Le di un masaje en las piernas, reproduciendo los gestos de mi madre, y bajo mis manos su piel estaba fofa y temblorosa. No era nada, sólo fiebre, la de veces que había estado yo con fiebre en la cama y aquí estaba, ¿verdad? Se lo decía a David mientras le frotaba las piernas y la planta de los pies. Esa noche, David bebió agua, pero no comió nada. Cuando anocheció por completo, nos cubrimos con la sábana que yo había traído. Estábamos sentados, con las rodillas contra el pecho y la espalda apoyada en el alcanforero, que ahora que el sol había desaparecido exhalaba todo su olor dulzón, tapados hasta los hombros con tan ínfima protección. El cielo era una alfombra cuajada de estrellas y yo me sentía seguro ahí. Fue esa noche cuando David cantó; y hoy, cuando vivo el invierno de mi existencia, cuando puedo contemplar con total honestidad lo que hice, lo que me sucedió y lo que pude o no merecer, puedo decir que, para mí, ese canto es una de las cosas más magníficas que jamás haya oído.

En el hospital de la cárcel, escuchaba esos mismos lamentos en yiddish y me parecía que salían de todos los corazones al unísono, cuando todo está apagado y reinan las estrellas, cuando los judíos estaban solos y lo único que podían hacer era mirar a la vida de frente y agarrarse a lo que habían sido en el pasado. Alguien empezaba a cantar y los demás se sumaban, nunca muy alto, jamás en voz baja, en ningún caso para atronar con lo que fuera, únicamente un murmullo entre los labios, una caricia en la lengua, un canto desnudo asomándose a la garganta y, aparte de eso, aparte de esa música que flotaba sobre la prisión y sus muros sucios e innobles, nada se movía y todo era como un secreto compartido que los unía de nota en nota, de estrofa en estrofa. A mí me sorprendía que hasta los más débiles entre los débiles cantasen arrebujados en la cama, pero a fin de cuentas tal vez eran ellos, los más enfermos, quienes más lo necesitaban.