La vocecilla de David escalaba por el alcanforero, sus palabras en yiddish daban plenitud a una naturaleza tropical, su canción judía envolvía el bosque y me envolvía a mí, el pequeño Raj. Su voz era muy serena, las palabras se encadenaban con naturalidad unas a otras y ese rosario musical entraba en mi interior para hacerse con mi corazón y unirme al mundo que me rodeaba, como si hasta entonces me hubiese sido extraño. Ese lamento parecía exacerbar la belleza de la naturaleza, y me atrevo a decir en estos recuerdos que, durante esos acontecimientos terribles y bárbaros, tenía la sensación de que esa queja hablaba de la belleza de la vida. Aunque no entendía ni una palabra, se me llenaron los ojos de lágrimas, y por encima de todo, por encima de esos días que pasamos juntos, por encima de la propia fuga, fue ese momento el que selló eternamente el lazo que nos unía.
14.
Nos pasamos la vida intentando leer las líneas de la naturaleza. Creo que los hombres siempre se han comportado así, buscando respuestas, señales, avisos, castigos y recompensas procedentes del más allá. Cuando desperté a la mañana siguiente, el cielo se abría con un azul pálido y casi lechoso por encima de nosotros, el rocío brillaba en las ramas, los pájaros habían vuelto y piaban en el vergel, una luz dorada cual aureola nos envolvía en un calor suave y me parecía que el canto de David me había acompañado mientras dormía, en mis sueños, contribuyendo a crear esa mañana maravillosa. David estaba a mi derecha, y su silencio indicaba que se dedicaba a la contemplación, al igual que yo, que estaba absorbiendo la frescura y las promesas de este nuevo amanecer. Me acordé del valle y del pueblo de allá abajo y me sentí dispuesto para una jornada de marcha. ¿Acaso no era esa maravillosa mañana la señal de nuestra renovación? Si hubiera tenido el más mínimo presentimiento del espantoso día que íbamos a vivir, si hubiera atisbado la menor advertencia -un cuervo acechándonos, una nube negra enturbiando el cielo, un jabalí salvaje gruñendo entre los árboles, un viento maligno borrando todas las brillantes estrellas del rocío-, habría encontrado un escondrijo y cavado a mano una zanja y, con David a mi lado, me habría ovillado, hecho una bola y, oculto en silencio, como antes, habría esperado, rezando, a que la desgracia pasara sin vernos. Pero no hubo nada de eso: el cielo se mantenía puro, los pájaros revoloteaban entre los árboles, las hojas se agitaban bajo la suave brisa, haciendo temblar la luz. Pensé de repente en mi madre, y el corazón me dolió como una hoja de sensitiva al ser tocada. Durante esos días, me obligué a domar los pensamientos que me acercaban demasiado a mi madre. Sabía que pensar en ella equivaldría a pensar en mi padre, en lo que éste era capaz de hacer, en lo que pasaba en nuestra casa al fondo del bosque desde que yo me había fugado llevándome a David. O David o mi madre. O David o el regreso a casa.
Me convencí a mí mismo y me repetí a lo largo del día que llegaría a Mapou, que Anil estaría allí y que mi madre se nos uniría, que David sería como un hermano para nosotros y como un hijo para nuestra madre, y que volveríamos a ser tres hermanos y las cosas irían mejor. Ahora sé que ese plan era ridículo, que se basaba en algunas palabras de David que yo creía haber oído porque el corazón ansía milagros, pero entonces, durante esas horas de la huida, no había para mí nada más real y tangible.
Para deshacerme de los pensamientos sobre mi madre y lo mucho que la echaba de menos, me levanté de un salto y me dio un calambre terrible a lo largo de la espalda y de la nuca. No se trataba realmente de un dolor, más bien parecía que me habían cargado un tronco a la espalda y que me había levantado con ese peso encima. Se me cortó el resuello y caí de rodillas. David también se había incorporado, pero seguía apoyado en el árbol, con los labios blancos y vacíos de sangre, y sus ojos brillantes me miraban mientras extendía el brazo hacia mí. No sé si era una llamada de socorro o si quería sostenerme. Dejé pasar unos largos minutos antes de volver a levantarme, y luego di algunos pasos para desentumecer la parte trasera de mi cuerpo. Respiré a pleno pulmón, moví los brazos y, al cabo de un momento, el peso se aligeró sin llegar a desaparecer del todo. Comimos unas rodajas de piña y bebimos agua. Con la bolsa de nuevo llena con una botella de agua fresca y algo de fruta, iniciamos nuestro descenso hacia el valle.
David caminaba con dificultad, pero iba avanzando. Yo encontré una caña cerca del vergel y David la utilizó como bastón. Pensé que igual era una rama de alcanforero como la de Anil, y eso me dio ánimos, pues me lo tomé como una señal de que mi hermano nos esperaba, de que el viaje iba a resultar agradable.
El trayecto hacia el valle era interminable. Sin embargo, la dirección era la correcta, no nos podíamos equivocar. Resbalábamos sobre los guijarros, más malintencionados que los de la víspera, más numerosos, ¿cómo era posible? Creo que caminamos durante una hora antes de avistar el. valle, y en ese momento tuve que combatir las ganas de tumbarme, de quitarme de encima un rato el yunque que llevaba a la espalda, que me aplastaba la nuca y me encerraba la cabeza en un yelmo.
Me pareció que el pueblo estaba bastante cerca, así que cogimos sin pensarlo el sendero que serpenteaba en el valle, a la derecha. David respiraba con dificultad, estaba ardiendo y con la transpiración sus cabellos parecían menos rubios, aplastados como estaban contra la frente y el cráneo. Llevaba desde la noche anterior haciéndole la misma pregunta: ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Estás bien? A veces decía que sí, a veces asentía con la cabeza, a veces se contentaba con sonreír, pero entonces, justo antes de bajar hacia la población, negó con la cabeza lentamente, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda.
– No.
Le costaba mantener los ojos abiertos, como si le molestara la luz del día. Fue en ese momento cuando empecé a asustarme. No dije nada más y anduvimos cogidos del brazo hasta que el camino se hiciera más plano y menos rocoso. Había una pequeña bajada y mi cuerpo de plomo le llevaba la contraria a mis recuerdos: no, yo no podía haber sido ese crío rápido y ágil al que le encantaban esas bajadas en las que si aceleras como es debido y miras siempre hacia delante para prevenir los obstáculos, parece como que te salen alas. Había cruzado el brazo con el de David. Sentía un escalofrío regular bajo su piel y eso me impresionaba más que un simple temblor. Se me antojaron muy lejanos los tiempos en que David tomaba carrerilla y saltaba en el aire moviendo las piernas como un campeón. Volvía a ver su rostro en pleno salto, ese rostro que sólo me miraba a mí, y comprendí entonces, desde el fondo de mi alma, que ese tipo de alegría sencilla y sin problemas se había acabado para nosotros.
Voy a intentar describir con exactitud el lugar en el que nos detuvimos. Es importante porque se trata del sitio en el que David cerró los ojos. No sé si murió allí o más tarde, cuando lo llevaba a la espalda. No lo sé y, francamente, no lo quiero saber, pues ciertas cosas resultan tan dolorosas que más vale no removerlas. E incluso cuando uno es tan viejo como yo, cuando se es consciente de toda la tristeza que se acumula en una vida y uno cree que ya almacena suficientes arrugas y vagos recuerdos como para pensar que está preparado para todo, más vale no saber nada.
No habíamos hecho mucho camino, es cierto, pero fue como entrar en un universo paralelo, en un lugar muy diferente de aquel del que veníamos. Había árboles grandes con troncos inmensos y raíces que salían de la tierra hasta formar montículos cubiertos de musgo. En algunos troncos crecían helechos largos, verdes y estilizados. La luz atravesaba el follaje espeso y caía a nuestro alrededor en forma de láminas. Su clara efervescencia rodeaba el lugar, y tal vez fue por eso por lo que esos árboles grandes y pesados, esas raíces expuestas como excrecencias sobrenaturales y esos helechos que crecían sobre la corteza no nos asustaron. David se acercó a un árbol, frotó un helecho entre los dedos, pasó lentamente la mano sobre la húmeda corteza y, por último, apoyó todo su cuerpo contra el árbol, como si lo abrazara. Nunca había visto a nadie comportarse así, pero no hice el menor ruido ni el más mínimo movimiento, pues temía estropear algo sagrado. Yo le contemplaba, con sus brazos alrededor del tronco, sus piernas pálidas y temblorosas que le salían del pantalón corto como dos palillos, su piel blanca contra la oscura corteza y sus cabellos rubios que se mezclaban con los helechos. Cuando hubo terminado, recuperó el bastón que había apoyado en el árbol y se dirigió lentamente hacia mí, cojeando. Habría dado lo que fuera para que soltara ese bastón, para que corriera como antes, de soslayo, y para que su pelo rubio le saltara sobre la cabeza. Me sonrió, alzando una comisura al principio, inclinando un poco la cabeza después, y, no sé por qué, eso me llenó de una tristeza infinita y me llevó a apartar la mirada para que él no viera las lágrimas que me caían por las mejillas. Estábamos agotados. A mí me dolía todo y la boca me sabía a yeso. Nos sentamos en el hueco de un árbol. Las raíces trazaban una V al pie del tronco y eran tan gruesas y tan altas que te podías apoyar en ellas. David me puso la cabeza en el hombro, como hacía por las tardes en la cárcel. Recuerdo que me pesaban las piernas y que la cabeza me zumbaba con un dolor cada vez más fuerte, pero también me acuerdo del silencio y de la sensación increíble de paz que nos proporcionaba. Le alisé el cabello dorado con la palma de la mano porque sabía que ése era un gesto muy tranquilizador. Mi madre nos lo hacía en Mapou y Anil me lo hacía a mí cuando estaba enfermo y machacado por la tos.