Me gustaría poder decir que David me habló, me gustaría poder decir que cantó una vez más, me gustaría poder decir que me abrazó con fuerza una última vez, me gustaría poder decir que sentí algo, un suspiro, una palabra, una respiración más larga que otra, cualquier cosa que me hubiera hecho entender que había llegado el momento, pero no, no intuí nada. Le alisé el pelo durante un buen rato, la mano me dolía, pero no dejé de hacerlo hasta que cerró los ojos. ¿Acaso murió allí, bajo mi mano, apoyado en mi hombro? ¿Acaso creí que se dormía aunque, en realidad, se estuviera yendo?
Cuando desperté, me costó recordar dónde estaba. Había refrescado y notaba los rizos de David en el cuello, su peso en el hombro y el agua que corría en algún sitio. Aparté el hombro con toda la delicadeza posible, sosteniendo la cabeza de David y apoyándola en las raíces. Quise levantarme, pero fue en vano. Tenía la espalda dura como el cemento y miles de hormigas parecían arrastrarse por mis piernas. Titubeé un poco antes de poder levantarme. Di algunos pasos, pero cada vez que ponía el pie en el suelo tenía la impresión de que se me iban a desintegrar los huesos, de que las piernas no podrían aguantar mi peso mucho rato. Caminé alrededor del lindero lo mejor que pude, paso a paso, esperando a que los músculos dejaran de estar agarrotados. Los ojos me ardían y sólo tenía un deseo, tumbarme y dormir, con lo que llegué a la conclusión de que también yo tenía fiebre.
Explicar exactamente. Empecé por llamarle. Despierta, David, le dije varias veces. Me acerqué a él, le dije su nombre a la oreja, lo sacudí con suavidad, pero su cuerpo resbaló y se quedó tendido cuan largo era. Fue entonces cuando vi en el suelo su cadena con la estrella de David. La recogí y me la guardé en el bolsillo para no olvidármela. Era una señal, ¿verdad? Yo las buscaba en el cielo, en las nubes, en el vuelo de los pájaros, pero no me fijé en ese colgante de oro deshecho y nunca pensé que conservaría la estrella de David durante sesenta años. Le llamé y lo sacudí con algo más de energía, pero fue en vano. Como un motor que se pone en marcha y ruge cada vez más fuerte, yo veía cómo crecía mi temor. Me costaba mantenerme de pie, pero el miedo me ayudaba a olvidar el dolor. Le eché agua a la cara, al principio sólo unas gotas, pero como eso no funcionaba le vacié toda la botella en la cabeza. Arranqué una hoja de helecho y traté de despertarle haciéndole cosquillas en las orejas. Pero no se movía. Me zumbaban los oídos y empecé a gritar. ¡David! ¡Despiértate! Le levanté un párpado y aún me acuerdo de su iris verde apuntando hacia arriba, como si intentara mirar por encima de la frente. Acerqué el rostro a ese iris confiando en que me viera por fin y se despertara. Pero él seguía inmóvil.
Entonces, para hacer algo, para mantener las manos ocupadas, para no ver, para no entender, hice todo lo que pude para despertarle, cosa que cuento hoy con mucha tristeza. Intenté ponerle de pie, echármelo al hombro, le grité, le berreé el nombre en la oreja, lo sacudí, hasta le amenacé con dejarle caer si no se despertaba, le pasé los brazos por los sobacos, lo levanté, arrastré su cuerpo unos metros y acabé así, pegado a ese cuerpo inmóvil con la cabeza caída y los brazos que se bamboleaban, sin atreverme a dar un paso. Pero muy pronto las piernas doloridas me empezaron a temblar y ya no pensaba más que en no soltarlo, ni hablar de soltarlo, y las malditas piernas clamaban su dolor, un dolor asqueroso que me atacaba por todas partes, pero no lo solté, me mantuve firme hasta que yo mismo me derrumbé, y aun así no dejé de abrazarlo. Dios es consciente del poco respeto que le tuve a David en ese momento, debería haberle dejado en paz, pero había prometido no soltarlo.
En el suelo, me pegué a él y lloré y supliqué como nunca tuve la ocasión de hacerlo con todos aquellos a los que perdí. No necesito recrearme en lo que decía. Sea cual sea el país, el idioma, la edad o la condición social, en esos momentos sólo usamos variantes de las mismas frases y las mismas palabras. No me dejes. Me dolía todo, la boca me sabía a sangre, pero no dejaba de rezar y le rogaba que despertase. Al cabo de un momento, le apoyé la cabeza en mi hombro y alisé su cabello con la mano. Sabía lo bien que sentaba ese gesto. El corazón me estallaba de dolor, así de sencillo, y me eché a llorar en la espesura de árboles y helechos, lloré como el niño que era.
Creo que no me habría movido, que habría acabado muriendo también en ese rincón umbrío y silencioso, si no hubieran venido a buscarnos.
Cuando oí los primeros ladridos a lo lejos, aunque el cuerpo me pesaba como si fuera de plomo, no dudé ni un segundo. Es increíble la fuerza de un cuerpo acorralado. Me di la vuelta de manera que la espalda encajara en el pecho de David. Le cogí los brazos, me los crucé alrededor del cuello y, con un movimiento seco, me puse de rodillas. Oía a los perros acercándose, pero no tuve miedo. Pensé en el fardo de ropa e intenté repartir bien el peso de David en la espalda, más hacia los hombros que hacia las caderas, me incliné un poco más y me erguí apretando los dientes. Trastabillé al asegurar sus brazos en el cuello y luego traté de correr. No lo conseguí, pero fui avanzando paso a paso. David resbalaba y yo pensaba en el fardo y en mi madre y en lo contenta que estaría de vernos, a los dos, y ella sí que sabría qué medicamentos necesitaba David, ella sí que sabría qué hacer, a quién invocar, a quién suplicar, a quién rezar. Sí, caminaba una vez más hacia la casa hundida en el bosque, y mi madre iría a buscar sus plantas, sus raíces y sus hojas. Mapou ya no tenía ninguna importancia, yo había dejado de pensar en Anil, toda mi alma estaba consagrada a trasladar a David a la casa. Iba agachado, los pies de David se arrastraban por el suelo a mi espalda, pero no dejé de andar. Seguía un camino oscuro y hecho de musgo, y por doquier, frente a mí, bajo los pies, por el rabillo del ojo, veía esos helechos suaves y velludos. Yo le decía a David que no nos íbamos a separar, se lo volvía a prometer de nuevo. Como en el bosque, la primera vez que me había seguido, pronuncié esas palabras marcándolas bien, articulándolas como si estuviera en clase. No tenía miedo y, aunque todo me hacía un daño atroz, disponía del valor fulgurante de los críos asustadizos y desdichados.