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– Pues no sé. No se me ocurrió.

Yo había pronunciado mi última frase de manera un tanto abrupta, aunque luego lo lamenté, pues era evidente que ella tenía otras cosas en que pensar: en sus dos hijos muertos, en un marido violento, en ese hijo pequeño, taciturno y agreste.

Cuando la cárcel de Beau-Bassin se vació, cuando por fin volví al colegio, nunca hablé con nadie de David. Nunca hice preguntas, nunca conté lo que me había pasado, nunca grité de dolor, me limité a levantarme y a seguir con mi vida. Cuando mi madre me preguntó adónde pensaba ir con David, le respondí: a Mapou para ver a Anil. Ella me dijo amablemente una frase reservada a los niños, Anil está en el cielo, y me hizo prometer que no volvería a irme de esa manera. Yo ya no quería ver de nuevo a Anil porque, por extraño que pudiera parecer, ahora que David se había ido, tenía la sensación de que Anil también estaba muerto y enterrado.

Cuando iba a la escuela y caminaba en el frescor de la mañana, mientras el rocío brillaba en la hierba y reinaba el silencio, yo notaba el vacío en mi interior. Recuperé la costumbre de colarme en agujeros, a hundir la cabeza en la tierra, a camuflarme entre los arbustos y a subirme a los árboles para esconderme. Me acercaba a la prisión y me tiraba horas vigilando aquel patio vacío, sucio y abandonado. Sólo ahí, en el lugar en que vi a David por primera vez, sólo ahí me permitía llorar. Al igual que la cárcel de Beau-Bassin, también mi vida estaba vacía y volví a hablar solo, a contarles cosas a mis hermanos, a David. Cuando cerraba los ojos, Anil, Vinod, David y yo formábamos una fraternidad indivisible, y a veces, en sueños, parte de mi cabello era rubio.

Pasó el tiempo. Mientras el bosque se espesaba de nuevo cada invierno y los frutos se llenaban de zumo cada verano, yo crecía. A veces sacaba del escondite del armario la cadena de David. Me la ponía alrededor de los dedos como si fuera un rosario, cerraba los ojos y regresaba a mí la certeza de mi amistad con David.

En 1950, yo tenía quince años y había obtenido aquella famosa beca de la que la señorita Elsa le había hablado a mi madre. Desde hacía un año, le sacaba a mi padre una cabeza; por las mañanas sentía una especie de cólera reprimida, pero no le decía nada a mi madre. Ella daba vueltas a mi alrededor, la pobre, preparándome el té, el bocadillo, estaba orgullosa de mí, ya no tenía tanto miedo, me veía partir y yo ni le dedicaba una mirada. Por el camino, a veces, cogía una piedra y la lanzaba a lo lejos, al frente o al bosque, y luego cogía otra, y una tercera, y una cuarta, y no paraba de tirar piedras mientras la cólera me subía a los ojos, pegaba un grito con cada pedrada, un grito a medio camino entre el sollozo y el gruñido propio del esfuerzo, hasta que me quedaba sin piedras. Si me daba por recoger un palo, cualquier palo, uno de esos gestos automáticos que todos hacemos al andar, me acordaba de pronto y rompía el bastón contra un árbol, contra el suelo, lo destrozaba y lo machacaba hasta que se me deshacía en la mano dejándomela llena de astillas y arañazos. En el colegio, me encogía de hombros, no hablaba, daba miedo con la manera que tenía de apretar la mandíbula y contener la respiración hasta que las venas del cuello y de la frente se me hinchaban. A veces, los puños me picaban y tenía que aplastarlos contra una mesa, una pared, un tronco de árbol o, una o dos veces, contra la cara de alguien. Aplacaba la tristeza y los recuerdos con la ira. En las escasas ocasiones en que me paraba a pensar en lo que hacía, en lo que me estaba convirtiendo -esa manera que tenía de no mirar a mi madre, de caminar a zancadas, de girar la cabeza con rapidez, de gesticular con brusquedad, de dejarme ir, de apretar los puños, de no hablar, de pegar a ciegas-, era plenamente consciente de a quién me parecía. Y ese pensamiento, esa evidencia de que, a fin de cuentas, yo no era más que el hijo de mi padre, me daba ganas de suicidarme y me hacía lamentar, una vez más, que de todos esos hombres buenos y justos en que se habrían convertido Anil, Vinod y David sólo yo hubiera sobrevivido. Estoy convencido de que habría acabado haciendo alguna tontería, no se exactamente qué, zurrarle la badana a alguien en serio, pegarme con mi padre, arrojarme al mar, qué más da, seguro que podría haber acabado muy mal, como suele decirse en estos casos.

Pero tuvo lugar aquel curso de historia. Yo tenía quince años y, durante una semana, de diez a doce de la mañana, el profesor, un tipo algo pedante con nombre de flor, aunque no recuerdo exactamente cuál, nos habló de la Segunda Guerra Mundial. Estábamos en 1950 y, por increíble que hoy pueda parecer, era la primera vez que yo oía hablar de ella. El hombre había desplegado un gran mapa con flechitas clavadas para indicar los asaltos, las invasiones, los v desembarcos. Luego habló de los judíos. ¿Cómo explicar lo que sentí cuando aquel profesor se puso a hablar de pogromos, de estrellas amarillas, de campos de exterminio, de cámaras de gas? Estaba horrorizado ante lo que descubría y, al mismo tiempo, por primera vez en muchos años, me sentía feliz: David había regresado. Me levantaba por la mañana pensando en mi amigo. Pensaba en la manera en que realizaba sus saltos de longitud, en el modo que tenía de caminar de soslayo. Eso me entristecía, pero también me hacía sonreír y olvidarme de tirar piedras, romper palos y meterme con los demás alumnos. Pensaba de nuevo en mis noches en la cárcel, en los cantos de la prisión, en mi madre y en la cotorra, y todos esos recuerdos me hacían compañía.

Esperaba que el profesor hablase de una vez de quienes estaban en Beau-Bassin y de los que mi madre me dijo que habían tomado un barco. ¿Y si en alguna parte, aquí mismo, había sucedido aquello de lo que hablaba el profesor? Esas cosas horribles, esas chimeneas como las de Mapou en las que, en vez de cañas crepitando en el fuego, había hombres, mujeres y niños. Me retorcía en la silla de puro nerviosismo. El viernes, cuando el profesor anunció que la semana siguiente hablaría de Napoleón Bonaparte, levanté la mano. Debo decir que en esa época los alumnos no hablaban mucho, sólo cuando se les preguntaba algo.

– Dime, Raj.

– Señor, ¿podría hablar de los judíos que llegaron aquí?

– ¿Perdón?

– ¿Sería tan amable de hablarnos de los judíos que llegaron aquí?

– Pero si aquí no hubo judíos. ¿De dónde sacas eso? ¿Cómo crees que podrían haber venido desde Europa? ¿Nadando?

No sé quién empezó a reírse primero, cosa que, a fin de cuentas, carece de importancia. Me volví a sentar mientras la clase y hasta el profesor se partían de risa. Que los demás se burlaran de mí durante mucho tiempo, que a la siguiente semana el profesor me preguntara, con gran regocijo del alumnado, si creía que Napoleón había estado en la isla, todo eso no tenía ninguna importancia. Lo relevante era que mi cólera había desaparecido, que finalmente el pequeño Raj que yo había sido no estaba del todo muerto; que digan lo que quieran, que crean lo que les plazca, nunca nadie me quitará la íntima convicción de que, en cierta medida, David regresó para devolverme al recto camino, y que él fue, a lo largo de mi vida, mi ángel de la guarda.

Tuve que esperar hasta 1973 para saber cómo llegaron a la isla los judíos de Beau-Bassin.

Yo era un hombre feliz en esos tiempos. Después del instituto, seguí una formación de tres años para convertirme en maestro. El pequeño Raj se había dormido apaciblemente en mi corazón, había comprado una caja roja en la que había metido la cadena de David, y mi mujer -la única persona a la que le había contado esta historia- la guardaba junto a las joyas que le habían regalado para nuestra boda. En 1973 yo era joven y fuerte, los años de Mapou y Beau-Bassin habían hecho de mí, finalmente, o así lo espero, un hombre justo, honrado y trabajador. Me ocupaba de mi hijo, de mi mujer y de mi madre, tenía una casita rodeada de flores y árboles frutales y, cuando volvía de noche, tras haber enseñado a leer y a escribir a los niños durante todo el día, mi familia me estaba esperando con ganas de verme. Qué magnífica época aquella, cuando tenía la sensación de servir para algo y de que mi amor alimentaba mi casa, a mi mujer, a mi hijo, a mi madre. En esos momentos, cuando era feliz, cuando era fuerte y joven, me quebré como una rama seca y apolillada al descubrir por fin la verdadera historia de David.