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Vivíamos en un pueblecito al este del país, todos aquellos a los que amaba y que aún vivían me rodeaban y tenía la impresión de que mis años de infelicidad habían quedado atrás. Mi padre había muerto en 1960, y recuerdo que cuando lo incineramos se me llenaron los ojos de lágrimas y me pregunté cómo era posible llorar por alguien que me había pegado y hecho sufrir tanto.

Era un domingo y a mí, en esa época, me encantaban los domingos. Por la mañana, desayunábamos juntos y tomábamos queso y mermelada. Mi mujer rallaba el queso y a mí me parecía que mi hijo y yo teníamos la misma edad, pues nos quedábamos mirando ese pequeño montículo de color amarillo pálido con los ojos redondos de deseo. Mi madre se servía viruta a viruta, lo cual aún hoy me hace sonreír, pues la veo de nuevo introduciéndose en la boca ceremoniosamente cada trocito ínfimo de queso. A continuación, mientras mi mujer y mi madre preparaban un copioso almuerzo, yo me llevaba a mi hijo al centro del pueblo, que estaba a unos dos kilómetros, para comprar el periódico. Eso también era digno de destacar. Le daba la mano por el camino y los vecinos me saludaban con respeto porque yo era un maestro de escuela. Atravesábamos un campo de caña, seguíamos una carretera bordeada de flores y dejábamos atrás otras casas hasta llegar al centro del pueblo. Ahí había un quincallero, un mecánico de bicicletas y un colmado que vendía un poco de todo: tabaco, alcohol, legumbres, conservas, caramelos y el periódico. El dueño sólo encargaba diez ejemplares y los ponía en una vitrina, bien a la vista, como si se tratara de productos de lujo. Mi hijo y yo nos tomábamos nuestro tiempo para llegar hasta allí porque nos parábamos a menudo para hablar con otros aldeanos y porque, como si fuera un médico, todo el mundo tenía algo que decirme. Al final de todas las conversaciones, antes de llegar al colmado, me decían: A comprar el diario, ¿verdad? Y al regresar: ¡Ya ha pillado el diario!

Mi hijo elegía un caramelo, un chicle o un refresco y se tiraba un buen rato para decidirse, y como era domingo, yo le dejaba tranquilo, charlaba con los clientes en el mostrador y todo era muy agradable. Por el camino cogía flores silvestres para mi mujer, y creo que yo era el único hombre de nuestro pueblo que hacía algo así en esos tiempos. Cuando volvíamos, la comida estaba casi lista, mi mujer se ruborizaba mientras ponía las flores en un jarrón -¿pensaba tal vez en aquella primera cita en el puerto?- y almorzábamos. Yo leía el periódico nada más acabar, en la tumbona de mimbre, bajo el enorme mango. Había en el aire una atmósfera particular y me sentía contento de estar vivo. Fue ahí, bajo un mango, donde descubrí cómo habían venido a parar a la isla todos esos judíos. Era un artículo breve en la página seis en el que se hablaba de una pequeña ceremonia en el cementerio de Saint-Martin.

El viernes por la mañana, el cementerio judío de Saint-Martin vivió una agitación muy poco habitual. Una delegación compuesta por unas diez personas y procedente de Estados Unidos se congregó ante las tumbas de los 127 judíos muertos en el exilio en Mauricio durante la Segunda Guerra Mundial. Formando parte de dicha delegación había cuatro antiguos exiliados que, veintiocho años después de haber abandonado el país, volvían a poner los pies en esta tierra que odiaron durante tanto tiempo.

Es un pedazo de la historia mundial que, a día de hoy, sigue siendo desconocido. En efecto, pese a su lejanía de Europa, la isla Mauricio tuvo un papel en la Segunda Guerra Mundial. El 26 de diciembre de 1940, el Atlantic llega a Port-Louis con cerca de 1.500 judíos a bordo. Entre ellos hay austriacos, polacos y checos que, desde el otoño de 1939, huyen del nazismo. Algunos embarcaron en Bratislava, otros en Tulcea, en Rumania. Todos quieren llegar a Palestina, que está bajo mandato británico. Desgraciadamente, al llegar al puerto de Haifa y carecer de documentos de inmigración en regla, son considerados tan sólo como inmigrantes ilegales por el British Foreign Office y el British Colonial Office. El Atlantic es rechazado y los judíos son deportados a la isla Mauricio, que entonces era colonia británica. Se interna a los judíos en la cárcel de Beau-Bassin hasta agosto de 1945; y durante esos cuatro años de exilio, 127 de ellos morirán y serán enterrados en Saint-Martin.

En el transcurso de la emotiva ceremonia, en la que se colocó un ramito de flores sobre cada tumba, una antigua exiliada, Hannah, nacida en Praga en 1925, nos dedicó unas palabras en presencia de la delegación y de algunos curiosos. «Nos pasamos cuatro años encerrados en Beau-Bassin y no entendíamos por qué estábamos en la cárcel, en un país tan alejado de todo. Nadie sabía de nuestra existencia, éramos unos apestados, nuestra vida cotidiana era penosa y no teníamos ningún derecho a salir. Cada día, sólo soñábamos con una cosa: llegara Eretz. Cuando por fin partimos en 1945, juré, al igual que muchos de los detenidos, que nunca volvería a poner los pies en Mauricio. Pero aquí estoy hoy, pensando en mis amigos del Atlantic y en todos los judíos que no tuvieron la suerte de sobrevivir.»

Acto seguido, la delegación fue recibida por el ministro de Asuntos Exteriores, quien garantizó a los presentes el buen mantenimiento del cementerio y la próxima formación de un comité para salvaguardar el recuerdo de los judíos detenidos en Mauricio. Lamentablemente, nunca conoceremos todos los detalles de este episodio dramático de la historia porque los expedientes del Foreign Office siguen siendo confidenciales.

La sangre me azotaba cada vez más las sienes a medida que iba leyendo el artículo. Recuerdo haber hundido la cabeza entre las manos y haber llorado como no lo había hecho en años. Y cuando quise levantarme de la tumbona para lavarme la cara, me derrumbé como un tronco abatido por un ciclón, pues mi corazón no era lo suficientemente fuerte como para soportar semejante descarga de recuerdos.

A partir de ese momento, nunca he dejado de buscar a David en libros, documentales y archivos para intentar entrever cómo vivió esos años terribles. Una voz, unas palabras, una emoción que habría podido ser la suya, la de un niño embarcado a los cinco años, junto a sus padres, en un barco cargado de refugiados de camino a Palestina. ¿Cuándo y cómo murieron sus padres? ¿Quién le cogió en brazos para consolarle en ese momento? ¿Quién cuidó de él? Lo ignoro.

Mientras hundo la caja roja que contiene su estrella entre el granito negro de su tumba y la tierra, vuelvo a ver a ese niño rubio, sus magníficos saltos de longitud, su rostro benévolo que se recorta contra el cielo y el follaje de los árboles, veo a la cotorra roja sobre sus cabellos dorados y me digo que ahora mismo le voy a contar a mi hijo la historia de David, para que también él la recuerde.

Nathacha Appanah

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