Cuando mi madre volvía de trabajar, la casa tenía que estar limpia, la tierra frente a la puerta recogida de la mejor manera posible, el agua en la barrica, los troncos alineados para el fuego, los hatillos de hojas secas bien atados y nosotros bien sentaditos. Se hacía pronto de noche, los hombres regresaban de la plantación y empezaba entonces otra vida para nosotros y para nuestra pobre madre, una vida llena de gritos, de hedor a alcohol y de sollozos.
Todos los hombres del campamento bebían. No sé ni dónde ni cómo compraban la bebida, pues nadie allí podía comer hasta saciarse. Tragábamos un pan insípido que nuestras madres cocían, hierbas machacadas, a veces legumbres, y bebíamos a diario un té demasiado hervido. Mi padre no era ni mejor ni peor que los demás. Berreaba cosas que no entendíamos, cantaba canciones que su lengua pesada y cargada de alcohol hacía incomprensibles y nos llevábamos algún que otro sopapo si no le seguíamos la corriente. A menudo acabábamos fuera, abrazados a mi madre, y no éramos la única familia en semejante situación.
¿Qué más decir de esas noches en el campamento? Yo no tenía la impresión de ser más desdichado que los demás, mi universo empezaba y terminaba aquí; para mí, el mundo estaba hecho así, con padres que trabajaban de la mañana a la noche y que volvían a casa, borrachos, para emprenderla con su familia.
Cuando cumplí seis años, mi padre me envió a la escuela. A ella sólo acudían cuatro niños del campamento, y para nosotros, los tres hermanos, la escuela era, junto con el río y los vapores de la fábrica, otra vertiente del paraíso. Pero mi padre había decidido matricularme a mí solo, sin Anil y sin Vinod, y ése constituía el peor castigo posible. Lloré, berreé, grité, me daban lo mismo los golpes de bambú, las bofetadas y las amenazas de mi padre; y, por encima de todo, era insensible a las súplicas de mi madre, quien me miraba con sus ojos húmedos y me decía, Raj, te lo suplico, hazlo por mí, ve a la escuela.
En esa época, los niños nunca se salían con la suya. Con lo que, evidentemente, acabé yendo a la escuela. Sólo había dos clases, una para los pequeños, para los principiantes como yo, y otra para los que, en teoría, sabían leer, escribir y contar. Me dieron una pizarra sobre la que podía escribir con tiza, y debo confesar que mi inmensa pena se vio atenuada por ese mundo desconocido que representaban la escuela y la instrucción. Salía de casa a las siete de la mañana y mis dos hermanos me acompañaban hasta el final del campamento, junto a la montaña. Tenía que rodear la plantación, pues las aulas estaban algo alejadas de la fábrica. A veces, durante el trayecto, que duraba una buena media hora, me imaginaba que íbamos los tres de camino a la escuela y que ante nuestros ojos pronto se extenderían las cartulinas en las que el mundo nos sería explicado, dibujado y escrito. En una de ellas había un hombre vestido con un pantalón y una camisa de manga corta que tenía el cabello moreno y ondulado, un rostro agradable y una sonrisa. En la parte de abajo de la cartulina, la palabra PAPÁ. Anil y Vinod podrían creer entonces lo que yo les contara: los padres del mundo no se parecían ni a los del campamento ni al nuestro.
Mis hermanos se las apañaban para esperarme por la tarde en vistas a ir juntos al río, pero, con mucha frecuencia, yo iba a parar a un campamento vacío cuya fealdad se me aparecía de golpe en toda su magnitud. En esos momentos sólo tenía un deseo: ocultar la cabeza entre las manos y llorar. Comparaba esa imagen con la de la cartulina CASA, una cosa hermosa, blanca, con el tejado azul, limpia, impermeable a la lluvia, sólida, de lo más resistente gracias a unas paredes duras. Evidentemente, en esas casas el polvo no giraba en torno a los rostros cual nube de moscas, y el barro no se deslizaba de manera desagradable, al modo de las serpientes, por ninguna parte. Claro está, en esas casas, el bambú nervudo y nudoso con la punta muy afilada no estaba apoyado contra la pared, inmóvil, inocente, inofensivo, pero desafiando a todas las miradas.
En la escuela también aprendí lo que era la culpabilidad. Esa cosa insidiosa que me impedía ser tan sólo un chaval, reír a carcajadas, jugar con los demás, sentarme tan tranquilo para mirar hacia delante. Cuando estaba en clase, ese sentimiento me abandonaba. Pero una vez concluía la jornada, volvía a ser Raj, el único hermano que iba al colegio. ¿Por qué yo? Eso era algo que no dejaba de preguntarme. Siempre escondía en mi bolsa de hojas de palma secas la pera pocha que nos daban en el recreo de la mañana, pero me veía obligado a beber la leche de vaca que nos servían en ese momento. La bebía lentamente, con los ojos cerrados, pensando con fuerza en Anil, en Vinod, mientras los imaginaba limpiando la casa, cortando madera, enganchando las hojas de caña, inclinados, fatigados. Para crecer, ellos sólo tenían agua azucarada.
Yo deseaba que mi padre eligiera a otro de sus hijos para educarlo. Pero muy pronto, Anil iría con él cada día a cortar caña de azúcar, pues era fuerte, ya se le notaban los músculos bajo la piel, nunca se quejaba y, con su voluntad y su capacidad para el trabajo, traería dinero a casa, un dinero que no malgastaría en alcohol y que le entregaría ceremoniosamente a mi madre. Vinod estaría mejor en mi lugar, pero era ágil, mañoso, y, si bien no tenía la fuerza de Anil en brazos y piernas, era espabilado y tampoco se quejaba nunca. Yo no servía para gran cosa, me pasaba la mitad del año tosiendo, siempre estaba bebiendo infusiones de hierbas amargas para acabar con esa tos ronca que, según mi madre, vivía en mi interior, y a veces me tiraba noches enteras con convulsiones y se me congelaban los pies. Cuando la tos por fin se calmaba, me iba con mis hermanos, pero tenía la impresión de que había algo que me estaba devorando el pecho. Mis piernas no tenían músculos, eran finas como el bambú, y a menudo Anil me cargaba como a un peso ligero. Yo entrelazaba su vientre con las piernas, le echaba los brazos al cuello, él me ponía en su espalda y yo sentía por mi hermano mayor un amor inmenso.
Cuando regresaba de la escuela y todo se había hecho sin mí, la culpabilidad me hacía hiperactivo. Me precipitaba en busca de nuevas hojas de caña para la despensa de la cocina, aunque mis hermanos ya hubieran dejado un hatillo detrás de la casa. Quería ir a buscar más agua, pero la barrica no podía contener más que la equivalente a seis cubos. Volvía a aplanar la tierra, y cuando el viento hacía bailar el polvo, me quedaba en la casa, armado de un trapo, haciendo frente a esa ceniza que se posaba sobre los utensilios de mi madre, sobre las esteras y hasta sobre el bambú de mi padre, con sus nervios, sus nudos y su afilada punta. Luchaba entre toses contra ese monstruo que había en mí y que siempre acababa ganando, pero daba igual, echaba el bofe y los brazos me palpitaban de dolor, aunque siempre hacía reír a mis hermanos con mis movimientos de loco cansado.
Nuestra vida de barro y ceniza se acabó poco después del primer día de 1944. A finales de año, habíamos conseguido ropa que las mujeres de los jefes de la fábrica de azúcar nos habían dado. Prendas que habían llevado sus hijos, pero eso no tenía ninguna importancia para nosotros, pues el material, los colores y el corte nos encantaban. Los tres lucíamos camisas blancas y pantalones cortos de tallas y colores distintos. Yo tenía un pantalón corto verde, cortado de una tela suave, y si pasaba el dedo por encima podía sentir en el tejido el rayado que no se apreciaba a simple vista. La camisa me picaba en el cuello. Anil tenía una especie de bermudas, eso lo sé ahora, pero recuerdo que no parábamos de burlarnos de él, pues las pantorrillas le asomaban de esa cosa larga y caqui y pensábamos, en esa época, que le quedaban demasiado grandes. Nosotros sólo conocíamos los pantalones, largos y cortos, no los bermudas. Vinod llevaba un pantalón corto marrón que mi madre había arreglado en la cintura con tres imperdibles. Probablemente ofrecíamos una pinta ridícula, pero nosotros nos sentíamos, por así decirlo, de lo más importantes.