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Conservamos esas prendas durante varias semanas, y las llevábamos puestas cuando fuimos al río esa tarde. Las camisas ya no picaban, estaban sucias, no quedaba más que un imperdible en el pantalón de Vinod. Tras unas semanas de intenso calor, el cielo estaba bajo, negro, y ocultaba la mitad de la montaña. No se nos acercó ninguna mariposa, los matorrales estaban secos, el viento creaba pequeños tornados y nosotros nos deteníamos para contemplar las hojas subiendo en espiral y volviendo a bajar. Escuchamos el río muy tarde, y mi hermano mayor se volvió hacia nosotros sonriendo, pero no apretamos el paso como solíamos hacer.

El río estaba limpio y claro, con un sabor algo dulzón, como decía Vinod. En pleno verano acostumbraba a adelgazar, a tener problemas para rodear los peñascos grises de sol que invadían su lecho. Jugamos un poco y luego Anil decidió subir hacia la montaña para encontrar un caudal mas poderoso. Recuerdo que eché un vistazo al campamento. Sólo una rápida ojeada por encima del hombro, y los árboles entre los que acabábamos de pasar se me antojaron flacos y a merced del viento que los hacía bailar. Nos alejamos, con los cubos en la mano, Anil delante con su bastón, Vinod detrás de mí, y fue al pie de la montaña cuando la lluvia empezó a caer de repente.

Hoy tengo setenta años y me acuerdo como si fuera ayer del trueno que pareció salirnos del vientre por la manera en que resonó en nuestro interior. Me acuerdo del miedo, al principio, del silencio irreal que siguió al trueno y que lo congeló todo, hasta la naturaleza estaba a la espera; y nosotros, nosotros no nos atrevíamos a movernos. Durante largos minutos, gotas espesas y frescas empezaron a mojarnos el cabello y la cara y a empaparnos la ropa. Recuerdo la niebla fantasmal que surgió de la tierra cuando ésta absorbió las primeras gotas. Por lo general, ese momento nos gustaba, pero ahora era distinto. Yo lo sentía, mis hermanos lo sentían. Rápidamente, los relámpagos se dibujaron en el cielo, estallaron más truenos y nosotros echamos a correr.

¿Cuánto tiempo duró la desbandada? Los guijarros secos que, justo antes, nos arañaban los pies habían desaparecido, recorríamos una tierra resbaladiza, pegajosa, y nos costaba lo nuestro despegarnos de ella. El sol se había apagado. La lluvia dibujaba paredes y de la tierra ascendía una cortina de azufre. Frente a mí, la camisa blanca de Anil tremolaba, y yo intentaba no perder de vista ese trozo de blancura. Él iba diciendo vamos-vamos-vamos y luego, de repente, en un abrir y cerrar de ojos, nada más. Ni voz ni camisa delante de mí. Me detuve y Vinod se empotró contra mí. Mi hermanito me cogió del brazo y empezó a gritar Anil, Anil, Anil. Seguí su ejemplo, gritábamos al alimón el nombre de nuestro hermano mayor, no sé cuánto tiempo estuvimos así, corriendo en el barro, sin ningún punto de referencia, con los ojos cerrados por la fuerza del viento y de la lluvia, y muy pronto, Dios mío, muy pronto ya sólo quedaba mi voz gritando Anil, Anil, y luego, Anil, Vinod, Anil, Vinod. Chillaba con todas mis fuerzas, pero el viento, la lluvia, los truenos y el rugido de la corriente de lodo en que se había convertido nuestro querido río cubrían mi voz y no me ofrecían la menor oportunidad.

Cinco días después, los hombres del campamento encontraron a Vinod, sin camisa, con la cabeza atrapada detrás de un peñasco. Cuando se es un crío de ocho años, no es fácil ver a ese hermano pequeño que te quería por encima de todas las cosas con la cabeza aplastada por vete a saber qué, con los dedos de los pies y de las manos arrancados por las piedras que han resbalado por la montaña, con el cuerpo magullado tras pasarse cinco días atrapado detrás de una roca, a merced del río que tanto queríamos, ese río que tenía, para él, un sabor algo dulzón y que se había convertido en un torrente de barro, de pedruscos, de rocas. Lo incineramos ese mismo día, todos los preparativos de la ceremonia aparecieron como por arte de magia: la camilla de madera de alcanforero, la sábana blanca, las guirnaldas de flores, el incienso, el cura con su gran punto rojo en la frente y su libro de versículos sagrados en las manos.

Nunca encontramos el cuerpo de Anil. Unos días después, en el transcurso de una última batida con los habitantes del campamento, descubrí su bastón. Estaba ahí, a la salida del bosquecillo, y lo reconocí gracias a su extremo en forma de U. Dejé reposar la mano en él y nunca podré explicar lo mucho que eché de menos a mi hermano mayor en ese momento. El río volvía a estar claro y limpio, y mientras los hombres buscaban el cuerpo de Anil, lancé su bastón al agua. No sé por qué lo hice, no había previsto ese gesto, pero se trataba, como ya he dicho, de lo único que pertenecía realmente a mi hermano mayor. El bastón surcó el río y tropezó varias veces contra las rocas, pero desapareció, también él. Me incliné como antes sobre el espejo de agua y sólo vi un rostro arrugado, unos ojos desorbitados y una mueca. Se abrió en mí un pozo sin fondo y sé que no me lancé hacia esa imagen solitaria, hacia ese reflejo flaco y desdichado, para borrarlo, sé que no hice eso porque detrás de mí corría mi madre, llamándome en voz baja por mi nombre, llamando al único hijo que le quedaba.

Nos quedamos exactamente tres días más en el campamento de Mapou. Una mañana, mientras el alba empezaba a teñir la montaña de azul y el cielo se iluminaba con suavidad, mi madre me cogió de la mano y seguimos a mi padre hacia Beau-Bassin. No me volví hacia Mapou, el campamento, el bosquecillo que lo separaba del río, la plantación de caña, la alta chimenea de piedra, el cojín de blanco vapor; no lloré, pero aún oía en mi interior el estruendo ensordecedor que trataba de ahogar con la voz. Anil, Vinod, Anil, Vinod.

3.

Atravesamos la mitad de la isla, del norte al centro. Supongo que en ese largo camino hacia Beau-Bassin viajamos en carretas conducidas por bueyes o asnos, puede que cogiéramos un tren, pues ya había en esa época, caminamos, dormimos a la intemperie, vimos locomotoras, gente, paisajes, flores, caballos relucientes, senderos de tierra que morían en el mar, puede que incluso el mar, carreteras bien trazadas, casas y montañas cuya existencia ignorábamos nosotros, que nunca habíamos salido de Mapou. Pese a todos mis esfuerzos, no me acuerdo de nada. ¿Iba yo pegado a mi madre, me llevaba ella de la mano, lloraba a sus hijos, a su casa, a la comunidad de desdichados entre los desdichados que dejábamos atrás? ¿Qué hacía mi padre durante todo ese tiempo, él, cuyas manos ya no estaban ocupadas en cortar las cañas, en decapitar sus cabezas coronadas de flores blancas y volátiles que a tantos trabajadores habían cegado, qué hacía con sus manos desnudas, callosas, sin esos trapitos con que se las envolvía para protegerlas mal que bien de las espinas, de las cortezas, de los aguijones y de las astillas? ¿Qué hacía con esa boca que, a lo largo de un viaje interminable, ya no sabía a aguardiente, ya no se paralizaba con ese alcohol pesado y acre, qué hacía con esa voz poseída por las canciones de la plantación, del campamento, esas canciones de desgracia y esos lamentos de trabajador? ¿Qué hacía ese hombre abandonado a sí mismo, entregado a ese viaje, con la familia que le quedaba, sin el bambú verde con sus nervios y sus nudos con el que nos atizaba? ¿Y yo, débil y miedica, sin mis dos hermanos? Ese viaje podría habernos unido aún más, haber alimentado nuestra esperanza de futuro, podríamos haber sido unos pioneros, habrían hablado de nosotros con admiración por ser la primera familia que abandonaba Mapou por voluntad propia, porque aspirábamos a más, porque no creíamos en todos esos cuentos que decían que nuestro destino era ése, la lluvia de barro, el polvo y la miseria. Pero sólo éramos una familia en las últimas, devastada ante tanto dolor, y lo que hicimos fue huir.