Выбрать главу

También en Beau-Bassin iba a la escuela, pero no puedo decir gran cosa al respecto. Era consciente de ser uno de los más pobres de la clase con esa ropa tan vieja que se iba haciendo fina y transparente, no jugaba con nadie, me comía el almuerzo que mi madre me había preparado por la mañana y me quedaba en el aula. Pensaba mucho en mis hermanos cuando veía a todos los niños jugando y gritando, y a veces, si los demás chavales me llamaban, me contenía, decía que no, bajaba la cabeza y los críos cuchicheaban entre ellos, decían que yo estaba muy enfermo y que jugar podía matarme. En el fondo, no andaban tan desencaminados. Me sentía enfermo por mis hermanos y estaba convencido de que les iba a traicionar, a alejarlos de mí para siempre si jugaba con los demás, si reía y me unía a ellos. Me quedaba en mi rincón y hablaba solo, en voz baja. Eso también lo había aprendido en Beau-Bassin. Me contaba historias a mí mismo como, en otros tiempos, se las habría narrado a Anil y a Vinod. Movía los labios como mi madre cuando machacaba sus pociones, sus hierbas, para alejar el mal de ojo, la maldad y los roedores que venían a comerse las legumbres del huerto y a zamparse la punta de nuestros dedos de los pies.

Mi maestra se llamaba señorita Elsa, y cuando me ponía su blanca mano en el hombro sentía una bola de calor crecer en el vientre como si fuera una pelota. Mi pequeño Raj, me llamaba. En las raras ocasiones en que mi madre venía a buscarme al colegio, la señorita Elsa la iba a ver, le decía que yo era un buen chico, que tenía un futuro, eso seguro, que aprendía rápido, que había recuperado el tiempo perdido, que era de los mejores en francés y en inglés y que muy pronto, tal vez, podría apuntarme al examen para la beca, esa famosa beca que te garantiza una plaza en el mejor instituto y dinero para libros, lápices y tizas, y que, incluso después de haber comprado todo eso, aún te queda para comprar comida, sí, sí, estaba convencida de que yo podría conseguirlo. Mi madre la escuchaba con los ojos muy abiertos y luego, de regreso, no me decía gran cosa, como de costumbre -mi madre no hablaba mucho desde que nos fuimos de Mapou-, pero me agarraba la mano con fuerza hasta llegar a casa. Probablemente, en esa época, su corazón sólo había conocido la tristeza de perder a dos hijos el mismo día, pero estoy seguro de que cuando la señorita Elsa le hablaba, mirándola fijamente a los ojos, ella se animaba un poco y a sus dedos afloraba la fuerza necesaria para creer que el único hijo que le quedaba le aportaría un poco de orgullo.

Cuando mi madre falleció, sus pertenencias cabían en tres maletas, una de las cuales estaba dedicada por entero a mí y a su nieto. Ella, que sin mi padre jamás me habría inscrito en el colegio, había conservado mis primeros cuadernos escolares y los de mi hijo, copias de nuestros diplomas y nuestras viejas carteras, y creo que, así como a otros les gusta enseñar fotos familiares, de casas o de coches, a mi madre le gustaba abrir esa maleta ante sus invitados. Recuerdo que a veces hojeaba mis cuadernos con admiración no disimulada, pasando las páginas como si se tratara de un valioso testamento, y cuando yo aprobaba los exámenes me cogía las manos y los ojos se le llenaban de lágrimas. También se mostró atenta con mi hijo, ordenándole el escritorio, clasificando por tamaño y grosor sus libros y sus cuadernos, sacando punta a la perfección a sus lápices; mi pobre chaval hasta tuvo derecho a un brebaje lechoso que, como decía mi madre, servía para «alimentar la cabeza».

Hasta las vacaciones del año 1944, yo nunca había visto la cárcel en la que trabajaba mi padre. En cierta ocasión me había dicho que en esa mazmorra había gente peligrosa, matones, ladrones, canallas. Mi padre me había agarrado de los hombros para decirme eso, pues sabía que yo me paseaba por el bosque y que me escondía en los árboles y quería asustarme, así que había pronunciado con mucha vehemencia las A, las O y las E de las palabras que me decía mientras me sacudía. La boca y los ojos se le abrían a la vez, como si un mecanismo los accionara desde el interior, y cuando lo veía marcharse por las mañanas, de uniforme, lo que más me apetecía era seguirle y ver cómo encerraba en su enorme prisión a los pEligrOsOs, a los mAtOnEs, a los lAdrOnEs y a los cAnAllAs.

Mi sueño se hizo realidad. Durante las vacaciones de final de año, de lunes a sábado, a mediodía, mi madre me hizo llevarle el almuerzo a mi padre al trabajo. Yo iba junto al bosque, torcía a la izquierda un poco antes del camino de tierra que conducía al pueblo y seguía el muro de la cárcel hasta la verja. Una vez ahí, esperaba un ratito y aparecía mi padre. Yo le pasaba su almuerzo aún caliente a través de los barrotes y él, invariablemente, me decía, vamos, vuelve a casa.

Por supuesto, no le hacía caso. Desde el primer día anduve rondando el muro, que me daba dolor de cabeza de lo alto que era, con la vista fija en las zapatillas porque estaba convencido de que se me caería encima. En la esquina, di la vuelta, rodeé la prisión y regresé a la verja por el otro lado, donde la tierra subía un poco y, en lugar del muro, había una gran valla de alambre de espino. Y ahí fue donde encontré el mejor escondite de mi vida. Un escondrijo donde podía ralentizar mi corazón, inmovilizar mi vida y observar a los pEligrOsOs, a los mAtOnEs, a los lAdrOnEs y a los cAnAllAs.

4.

Oculto en la espesura, con las hojas crujiendo un poco debajo de mí y las ramas que se me clavaban en los muslos y que acabaron dejando rasguños de sangre seca, así de escondido, no vi nada de lo que había imaginado.

Esperaba ver jaulas, barreras y candados, cadenas y policías. Había imaginado gritos, perros, hombres de ojos amarillentos que serían los prisioneros peligrosos, matones, ladrones y canallas. También me había hecho una cierta idea de mi padre ahí en medio, con su uniforme y con todos esos tipos que le tendrían miedo, como se lo teníamos mi madre y yo cuando volvía de noche borracho y su mano se abatía sobre nosotros, sobre mi madre, sobre mí.

No había nadie en el patio, y esa prisión, cuya bandera azul y blanca se parecía a la de un parque de atracciones, WELCOME TO THE STATE PRISON OF BEAU BASSIN, era de lo más apacible. Cierto es que, desde mi escondrijo, sólo podía ver una parte. A mi izquierda, más abajo, la verja a través de la cual le había pasado el almuerzo a mi padre; a continuación, un mango enorme, oculto por el muro a quienes contemplaban la cárcel desde el otro lado. Era, probablemente, el mango más grande que jamás hubiera visto, un tronco macizo, frutas rojas y lisas que se recortaban contra el verde de una vegetación exuberante y que colgaban pesadas hasta que se caían. Bajo el árbol, una vasta sombra en la que no se filtraba el sol albergaba tres taburetes cuidadosamente alineados. Luego había una casa, como las de las cartulinas del colegio. Con un tejadillo casi cubierto de buganvillas de color malva, una terraza, balaustradas de madera, ventanas con persianas y cortinas. Al lado de la casa, un paseo continuaba hacia el fondo de la prisión, y aunque el sol estaba en mitad del cielo, yo no podía ver gran cosa. Contra el muro, a la derecha, había una serie de cabañas alineadas, hechas de chapa roja o azul, y esos refugios, al igual que el paseo, llegaban hasta el fondo de la cárcel.

Esa primera imagen de la prisión de Beau-Bassin se me ha quedado grabada en la cabeza, tan lisa e inmóvil como una postal. No había nadie en el patio, ningún ruido, ni siquiera corría el viento, pensaba yo, y era como si alguien hubiese montado toda esa comedia para mí, sabiendo que iría a esconderme allí. Justo detrás de la doble valla de alambre de espino -si extendía el brazo podía tocar con la punta de los dedos el pincho de uno de los nudos de hierro- había matojos de flores silvestres; y a continuación, una franja de hierba verde y hermosa y ramos de gardenias, margaritas y rosas.