– Me extrañaría. Te deseo suerte, maestro. No nos olvides. El hombre que olvida a sus amigos o lo que alguna vez ha sido no merece el aire que respira.
– No os olvidaré, tenlo por seguro.
A aquel hombre sí que habría querido de veras abrazarle. Pero entre nosotros las efusiones físicas siempre habían sido moderadas. Incluso cuando daba la mano, Bartolomé apenas hacía fuerza con los dedos. Me quedé mirándole de frente, ambos en pie, él detrás y yo delante de su mesa. Fue la primera vez, desde que había tomado la decisión, que me escocieron los ojos.
Cuando me iba por el pasillo, oí que Bartolomé llamaba a su ayudante y que ella le respondía. Era una chica muy joven, de voz cristalina, diligente y afectuosa. También era sobrina de uno de los socios, y por tanto pertenecía a la fracción de quienes nunca habían tenido las dificultades que habían determinado la existencia de Bartolomé. Gracias al carácter de la muchacha, sin embargo, se había establecido entre ambos una sintonía inusual. Me enterneció aquella tarde, por última vez, el abrupto contraste que había entre aquellas dos voces, la gravedad de Bartolomé, el aire cantarín de ella.
Y escogí, entre todos los recuerdos posibles, que de allí guardaría la bella imagen del galeote que al final de la travesía había sido favorecido con la presencia y el bálsamo de una doncella benéfica.
2.
Los aviones que van a Nueva York suelen salir del aeropuerto de Barajas a mediodía. Los pasajeros pueden localizar fácilmente las zonas de facturación para los vuelos a Estados Unidos, gracias a las áreas de seguridad delimitadas por medio de postes y cintas alrededor de los mostradores correspondientes. A la entrada del área de seguridad, uno sufre el interrogatorio, bastante policial, de desabridos empleados que desean cerciorarse de la ausencia de objetos prohibidos en las maletas y que conminan intimidatorios a que el viajero les jure, incluso aunque no sea cierto, que en ningún momento las ha dejado desatendidas ni es por tanto posible que ningún malvado haya deslizado algo en su interior. Ninguna de estas precauciones es necesaria para volar a Suecia, ni mucho menos a Bolivia, pero los estadounidenses deben ser cuidadosos. Aparte de que han de velar por que nadie introduzca ninguna sustancia que viole sus infinitas y minuciosas leyes (o al menos nominalmente, porque ningún empleado de seguridad puede conocerlas todas), la servidumbre que tienen por dominar el mundo es que de vez en cuando alguien se desahoga volándoles un jumbo con todo el pasaje dentro.
Una vez que el empleado cree haber agotado la diligencia, lo que en mi caso, al llevar una sola maleta, sucedió comparativamente pronto, despacha una pegatina sobre el bulto y otra sobre el pasaporte (uno se pregunta quiénes son los americanos para andar estropeando los pasaportes de todo el mundo) y franquea al pasajero la entrada al área de seguridad. Al pasar dentro de ella, ya es casi como si se estuviera en territorio estadounidense. Yo viajaba en clase turista, como es lógico, porque había oído a demasiados indeseables desdeñar sus asientos y ridiculizar a los desgraciados que se comen la bazofia que sirven fuera de la primera clase como para dejar, por un vuelo de seis horas y media, que se me pudiera confundir con ellos (con los indeseables). En la cola del mostrador que por ello me tocaba había una sección del Ejército de Salvación, compuesta por lo que parecía el equivalente a un suboficial de color y un puñado de muchachos y muchachas de varias razas y diversos grados de obesidad. A saber a qué habrían venido a Madrid. Hablaban en voz muy alta, en ese inglés chirriante de muchos americanos, que me aturdía. Quizá fuera porque el inglés que yo había aprendido tenía como modelo el de los británicos.
Fuera del área de seguridad, una vez que me hube deshecho de mi maleta, me aguardaban mis padres. Habían decidido ir a despedirme al aeropuerto, contra todas mis súplicas. Siempre he creído que los aeropuertos son lugares demasiado lúgubres e inhóspitos para las despedidas. Pero, además de no poder prohibirles que circularan libremente por el territorio nacional, hube de ceder a la consideración de las circunstancias en que me iba de su lado. A pesar de la insistencia cortés de mi padre y del ruego silencioso de mi madre, me había abstenido de asegurarles que fuera a regresar en tal o cual fecha o que mi viaje tuviera una finalidad concreta. Más bien les hice ver lo contrario, que me iba con gana de no volver y que no tenía idea de para qué ni de cómo iba a arreglármelas para instalarme allí. Ni siquiera, aunque tampoco lo descartaba, les prometí que regresaría por Navidad.
Mi madre no paraba de mirar su reloj. Aparte de preocuparse por la hora de embarque, estaba obsesionada por que mi hermana no llegara tarde a despedirme. Yo no lo estaba. Me constaba que no iba a venir.
– Debe de haberse retrasado por el tráfico -dijo mi madre.
– Debe -concedí, por no desanimarla.
Mi hermana no daba demasiada trascendencia a mi marcha. En general, se había hecho a no dar demasiada trascendencia a ningún asunto. Pasaba consulta por la mañana y por la tarde, salvo los tres días por semana en que operaba. Mis padres habían puesto una ilusión desmedida en aquella chica tenaz que había sacado uno de los primeros números en los exámenes para médico residente. Yo también la había puesto, y ella no había defraudado a nadie. Su carrera proseguía brillante y provechosamente. Tres tardes a la semana rebanaba tumores o corregía roturas y atascos de cañerías en el cerebro, lo que la había llevado a concederle a casi todo un valor relativo. Había hablado la semana anterior con ella, por teléfono.
– ¿A Nueva York? ¿Y eso? -me había preguntado.
– No lo sé. Está lo suficientemente lejos, en todos los sentidos.
– Ten en cuenta que todo el tiempo que pierdas lo tendrás que recuperar luego -me había advertido, como si le indicara a un enfermo lo que arriesgaba si no seguía la medicación.
– Recuperarlo para qué.
– Oye, ya eres mayor. Digiere como te parezca el divorcio y lo demás, pero no te olvides de que el lobo siempre está por ahí, en alguna parte del bosque.
Mi hermana siempre había tenido gusto por las metáforas, y no lo había perdido aunque con frecuencia la gente se le quedara imbécil o muerta entre las manos. Al revés.
– Gracias por el consejo.
– Imagino que estarás de vuelta dentro de un par de meses, como mucho. Mientras tanto, cuídate, y ya que te das el paseo, aprovecha por lo menos para aclararte la cabeza. Tengo que salir pitando para la consulta.
En boca de mi hermana, la palabra cabeza cobraba una contundencia inaudita. Recordé cuando la llevaba al colegio, cogida de la mano. Era una niña pelirroja, muy inquisitiva y atenta, a quien preocupaba que los gorriones se mojaran cuando llovía, porque no tenían casas con tejado ni paraguas.
Mientras la megafonía del aeropuerto urgía a uno de los irresponsables que dejan que les llegue la hora de embarcar sin presentarse en la puerta anunciada (a veces también son personas a quienes ha interceptado algún accidente), mi padre me observaba con amargura. Adiviné lo que estaba pensando. Me había visto conseguir a base de esfuerzo lo que él no había podido facilitarme, o no hasta donde hubiera querido. Había vivido la alegría de mi casamiento con una chica lista y cariñosa, nuestros primeros éxitos aparentes. Él siempre había confiado en mí, y todo lo que iba pasando era una confirmación de sus expectativas. Hasta que un día, antes de que Marta y yo nos separáramos, porque mi padre tenía olfato para presentir, algo dejó de ir como era debido. Y de repente allí estaba, despidiéndome hacia no sabía qué, y yo notaba que él no podía ahuyentar de sí el temor de que algo de lo que él pudiera ser responsable, una herencia cultural o del temperamento, me hubiera abocado a aquella situación que era o semejaba una derrota.