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Mi madre no ofrecía mejor aspecto. Por una de esas inconveniencias de la mente, me acordé de una de las fotografías de la boda, en la que ella aparecía sonriendo a mi lado, con su flamante vestido de madrina. Las madres no sienten ordinariamente la culpa de haber hecho algo mal, sino sólo que eso que se va o que tiembla o que sufre es un trozo de ellas mismas. Es la diferencia que trae habernos llevado dentro, que les impide tomar la distancia que hace falta para creer que hubieran podido remediar lo que nos sucede. Por eso las madres tampoco pueden cuestionar los actos de los hijos. En otra forma, sometidos a un arbitrio que se les escapa, son sus propios actos.

En mitad del bullicio del vestíbulo aeroportuario, que tanto nos estorbaba para lo poco que podíamos hacer en aquel momento, me dolió disponer del poder de obligar a mi madre a aceptar que yo me fuera a América y a padecer todas las dificultades que pudieran esperarme allí; no sólo las efectivas, sino todas las posibles. Tampoco celebré tener sobre mi padre una prerrogativa similar, o peor, la de arrojarle a una revisión obsesiva de todo lo poco que había podido hacer para salvarme de tantos adversarios que eran más fuertes o estaban más avisados que él, comenzando y terminando por mí mismo. Habría querido ser capaz de persuadirlos de que lo peor había pasado, de que si me iba era porque había comprendido que tenía que procurarme una manera de levantar la cara y volver a mirar adelante y esa manera no podía, o aunque pudiera había elegido dudarlo, estar en Madrid. Pero no iba a persuadirlos de nada, porque me sobrepasaba la magnitud de lo que estaba haciendo, una magnitud que sólo entonces llegaba a vislumbrar.

Cuando llegó la hora los abracé durante un buen rato. No se me ocurrió nada para consolarlos, aparte de garantizarles, y eso lo sabían, que les iba a querer siempre. Los dejé al otro lado del control de pasaportes, convertidos de golpe en un par de ancianos frágiles, y su mirada fue, en adelante, el símbolo íntimo de la patria abandonada.

3.

Manhattan

Una vez que el avión hubo atracado y hubieron adosado a su costado la manga de embarque y desembarque, el ruidoso pasaje de la clase turista se precipitó hacia la salida. Observé con cierto asombro que los menos apresurados eran los americanos, aunque se trataba en buena parte de adolescentes que volvían de viaje de estudios. Me llamó la atención una de esas chicas de cabellos casi blancos y piel transparente, que pueden ser o no retrasadas, como propugnan el tópico local y los cien mil chistes en él inspirados, pero que tienen algo en la forma en que se quedan quietas mirando el vacío. La chica vestía una camiseta dos tallas inferior a la suya, que marcaba todo lo necesario las convexidades de su cuerpo, y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto la longitud lechosa de sus piernas. Aunque llevaba los párpados muy pintados, todavía no había aprendido (tal vez no aprendiera nunca, o lo hiciera durante un tiempo brevísimo) a sacar partido de su belleza insultante y clásica. Mascaba chicle y llevaba pulseras de cuero. Mientras los pasajeros no americanos, en su mayoría españoles, se apelotonaban en la puerta, ella se quedó en la zona de popa, sentada en la moqueta, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Su mandíbula inferior subía y bajaba y en el gris acerado de sus ojos brillaba una ausencia que hubiera podido ser desprecio.

Unos minutos después supe por qué corría todo el mundo. Ante los mostradores de Inmigración se había formado una cola monstruosa, cuyos lugares de preferencia habían sido copados sin problemas, desde luego, por los pasajeros de primera clase. Al cabo de un rato pude constatar lo despacio que avanzaba aquella cola. Mucha gente iba a Nueva York en tránsito hacia el Caribe o hacia Disneylandia, y el vuelo había salido con bastante retraso. A algunos les quedaba apenas una hora para pasar el control de Inmigración y el de aduanas, ir a otra terminal y embarcar de nuevo. Entre éstos estaban los más desesperados, que clamaban contra la lentitud de la fila y de paso, siguiendo una costumbre española, despotricaban contra el país extranjero que les daba el mismo trato humillante que a un moro o un chino. A algunos de ellos, luciendo sobre sus camisas y pantalones marcas costosas de ropa informal, marcas americanas precisamente, debía herirles lo indecible que por los otros mostradores, los que había tras el rótulo U.S. CITIZENS ONLY, pasaran sin contratiempos los ruidosos chavales y los negros deslustrados de la sección del Ejército de Salvación, con su jefe a la cabeza. Yo tenía todo el tiempo del mundo, así que me lo tomé con resignación. Tampoco me agasajaba la manera en que se nos hacía ver que ostentar la condición de ciudadano estadounidense era un privilegio y que a todos los que carecíamos de ella se nos tenía por seres sujetos a sospecha que debían ser meticulosamente filtrados. Pero alguna vez había coincidido con un árabe o un sudamericano en un vuelo que entraba a España y nuestros policías tampoco les hacían reverencias.

Entre la alborotada masa de los extranjeros deambulaban un par de empleados de la compañía aérea. Eran un hombre y una mujer de edad avanzada, cuya tarea consistía en comprobar que los viajeros hubieran rellenado correctamente los formularios de entrada. Aunque estos formularios estaban escritos también en español (un español anómalo, pero inteligible), eran pocos los que no habían cometido errores, siempre los mismos. Aquellos empleados pasaban el día y las semanas indicando lo que iba y no iba en tal o cual casilla. No eran amables, porque debían estar hartos de la torpeza de sus congéneres y de ordenar en un idioma que muchos no entendían que se guardara la fila. A veces, cuando alguien se desmandaba y no obedecía las órdenes verbales, compelían físicamente al descarriado. Reparé en la mujer. Podía haber sido azafata en 1955. En aquella época habría sonreído con sus dientes blanquísimos a los privilegiados que entonces cruzaban en avión el océano, mientras les ofrecía manjares y cócteles. Uno de los misterios más impenetrables de la psicología es lo que permite hacerse ilusiones siendo tan sencillo comprobar en qué paran las ilusiones de todos los que a uno le han precedido.

Llevaba ya casi veinte minutos en la cola cuando vi aparecer a la muchacha del cabello platino. Venía despacio, sola, arrastrando su bolsa de viaje. Sus compañeros ya habían salido hacía un cuarto de hora y no acerté a imaginar en qué se habría entretenido ella. Al pasar junto al rebaño de forasteros sometidos a los rigores de las leyes federales de control de inmigrantes, dejó escapar una media sonrisa distraída. Del bolsillo trasero izquierdo de sus tejanos reducidos a la mínima expresión extrajo su pasaporte azul oscuro y lo sujetó entre sus dientes mientras se cambiaba la bolsa de hombro. Mostró al agente su salvoconducto y se perdió al fondo del pasillo. Podía calcular que dentro de veinte años estaría tumbada en el sofá junto a un grasiento bebedor de cerveza, siguiendo la Super Bowl, o alternativamente, atada a alguna máquina de gimnasio, congestionada y enamorada de un monitor más joven que nunca iba a corresponderla en el sentido propio de la palabra. Estas fantasías, que sólo se basaban en lo que la televisión muestra de América al universo, eran razonablemente verosímiles, o por lo menos lo eran tanto como el destino de la ex azafata que nos apacentaba cada vez con menos paciencia a los de la cola. Pero elegí dar a su silueta que se alejaba un significado mucho menos condescendiente, con el que ha quedado grabada en mi memoria. La niña indolente y orgullosa que se iba por donde yo no podía seguirla era acaso un emblema del país y de la ciudad a la que llegaba como extranjero. Aquel país y aquella ciudad podían enseñarme su piel y su alma, tan dadivosamente como para sugerirme incluso la flaqueza de apegarme a ellos, pero presentí que nunca iban a dejarse alcanzar. Que siempre habría un control infranqueable, un pasillo sin fin, entre ellos y yo.