A medida que la cola fue avanzando y me acercaba a sus cabinas, pude advertir que todos los agentes de Inmigración, sin excepción alguna, pertenecían a una u otra de las minorías raciales cuyo irregular aumento el servicio al que pertenecían tenía por misión evitar. Había orientales, africanos, puertorriqueños. Tras el cristal de las cabinas, con su ordenador y el apellido escrito en una plaquita rectangular prendida en la camisa muy blanca, defendían a los ciudadanos estadounidenses como ellos de la incursión de los desheredados que también eran como ellos, aunque en otro aspecto sin duda menor, porque podían prescindir de esa similitud. En general no parecían antipáticos, y auxiliaban con indulgencia a los españoles que no comprendían el inglés.
Cuando llegó mi turno, la cabina que había quedado libre era la de un hombre con bigote, repeinado, que llevaba sobre el bolsillo izquierdo una plaquita en la que se leía el apellido Ribera y sobre el hombro un plateado galón de teniente. Me extrañaba que alguien de tanto rango se dedicara a aquella tarea, pero luego había de averiguar que en Estados Unidos hay muchas clases de tenientes y que no todos son igual de importantes.
– ¿Qué lo trae a los Estados Unidos? -preguntó, en español y en tono más amable de lo que había esperado.
– Estudios.
El teniente, al tiempo que comprobaba la coincidencia de mi cara con la que aparecía en la foto del pasaporte, se detuvo a sopesar si era plausible que alguien de la edad que yo representaba fuera a estudiar. Lo era, porque personas mucho mayores que yo lo hacían. Además venía de un país desarrollado, vestía adecuadamente y toda mi documentación estaba en regla. Por eso, mientras daba mi nombre al ordenador, que debió certificarle en fracciones de segundo que nunca había ido allí antes ni estaba catalogado como delincuente, narcotraficante o comunista, indagó sólo por curiosidad:
– ¿Dónde y qué va a estudiar?
– Filosofía. Aquí, en Nueva York.
Sonrió, grapó una cartulina verde a mi pasaporte y puso el sello de entrada en él. Mientras me lo devolvía, me deseó con calidez:
– Feliz estancia.
Después del control de pasaportes, y tras recoger el equipaje, había que pasar todavía por la aduana. Había visto que en el formulario de turno (distinto del de Inmigración) se pedía que se indicara si se transportaban semillas. Raúl me había pedido que le trajera, además de un Rioja normal (que en Nueva York era artículo de lujo) y dos botes de litro de gel de baño (que en Nueva York no existen), un par de paquetes de alubias. Supuse que las alubias podían considerarse semillas y no quise correr riesgos inútiles, porque alguien me había hablado de perros entrenados para olerlo todo. Declaré mi mercancía, lo que me forzó a un breve diálogo con una muchacha sudorosa que tenía toda la pinta de ser una contratada eventual del servicio de aduanas y que no se interesó demasiado por mi asunto.
Con su aprobación, que me hizo patente con un ademán fatigado, me dirigí a la última puerta. Cuando la atravesara estaría dentro, o más bien fuera. Tras ella empezaba, y lo sabía, el verdadero viaje.
La primera impresión que tuve al salir de la terminal del aeropuerto fue de una desorientación extrema. Tras las seis horas largas de vuelo, los trámites aeroportuarios invariablemente desarrollados en salas de atmósfera cargada y luz artificial, y un recorrido interminable por pasillos y escaleras de aspecto polvoriento, me vi arrojado de improviso a la intemperie urbana neoyorquina, con su mezcla de vehículos nuevos y viejísimos, sus calzadas astrosas y sus aceras de cemento basto. A finales de agosto hay además una humedad insoportable, y atontado por ella hube de buscar el lugar en el que los taxis paraban a recoger a los viajeros. No había exceso de oferta, al contrario que en Madrid, donde siempre aguarda una nutrida procesión de tres vehículos en fondo. Eludí los taxis ilegales, siguiendo el consejo de Raúl, y esperé a que viniera uno amarillo. Cuando al fin acudió uno, no tenía mejor aspecto que los piratas, pero no sabía cuánto tardaría en aparecer otro y lo tomé.
El conductor era un hombre atezado, probablemente paquistaní. Sus rasgos indostánicos y su nombre árabe, si había de creerse que era el suyo el que decía la licencia que llevaba adherida con su fotografía sobre el salpicadero, permitían atribuirle ese origen. Cuando le di las señas a las que iba, me replicó con un extraño discurso en una extraña lengua que culminó con lo que me pareció una interrogación. Había sido avisado del peculiar inglés de los taxistas de Nueva York, que siempre son de otro país, pero no había sospechado que me iba a ser ininteligible al ciento por ciento. Así lo declaré, con modestia y con mi pronunciación filobritánica, a lo que el taxista respondió con irritación, marcando más las palabras y acompañándose con una mímica que me permitió entender que me daba a elegir entre dos itinerarios. Aunque fuera imprudente, me abandoné a su criterio, invitándole a escoger el trayecto que según su previsión se hallara más despejado. El taxista se encogió de hombros, sacudió la cabeza y arrancó al tiempo que dejaba escapar una especie de ladrido, que supuse que era la versión urdu del inglés asshole.
Las autopistas que unen Nueva York con su principal aeropuerto son un ejemplo de abandono. Los letreros, de un verde más bien tristón, apenas poseen las propiedades reflectantes que se les supone, y el firme está plagado de baches y resquebrajaduras. En cuanto hubimos salido del entorno del aeropuerto, se ofreció a mis ojos una ciudad bastante deprimente, la que componen las ajadas construcciones de los suburbios que rodean Jamaica Bay. Entre las típicas casas de madera pintadas de colores (con una inexplicable predilección por el azul huevo de pato, que tan mal envejece), se intercalaban manzanas enteras de casas en hilera, de ladrillo muy oscuro. Las calles estaban llenas de inmundicia, los solares sembrados de chatarras, las verjas cubiertas de óxido. Bajo el cielo gris, y en medio de aquel paisaje más bien desalentador, experimenté por primera vez el desvalimiento y la intimidación que desde entonces me ha provocado más de una vez el espectáculo de la América sin afeites, la que nunca o sólo como un decorado pasajero sale en los telefilmes. También he aprendido a convivir con ella, e incluso a apreciarla, pero resulta difícil sobreponerse siempre a su faz inhóspita y aún un tanto feroz.
Pronto se hizo evidente que el taxista me llevaba por el camino más largo. Al cabo de un buen rato apareció en la distancia la airosa silueta del puente de Verrazano y algo más allá Liberty Island con su estatua, pero ésta fue una aparición pasajera. Poco después entrábamos en Brooklyn. Su aspecto no era mejor que el de las proximidades del aeropuerto. El tiempo parecía haberse detenido en 1950, o incluso antes. Almacenes, fábricas, bloques de viviendas, todos estaban sucios y deteriorados. Había fachadas sin pintar desde hacía décadas y enormes anuncios de productos que ya no debían de existir. La gente que andaba por la calle, bajo el cielo emplomado, circulaba entre los escombros de otra época como sombras por un antiguo campo de batalla. Algunos trabajaban o incluso vivían allí, y por las entrañas de los edificios se ramificaban, a buen seguro, las venas de la red de fibra óptica por la que les llegarían no menos de cien canales cargados de imágenes en color de mundos deslumbrantes. Los vi parados en los semáforos, obedeciendo la orden de las letras rojas DONTWALK, con las que se avisa al peatón estadounidense de lo mismo que en Europa advierte un muñeco en posición de firmes, aunque los europeos no sean más analfabetos. Los había de todas las razas, y muchos miraban como si no vieran, sujetando contra el pecho la inevitable bolsa de papel marrón con las provisiones para la cena de esa noche.
Como luego me aclararía Raúl, aquel viaje no era ni mucho menos necesario para llegar a su apartamento de Riverside Drive, en el Upper West. Sin embargo, no me arrepentí de pagar el exceso en la carrera. Entramos en Manhattan por el puente de Brooklyn, y la primera visión que tuve de la isla me resultó impresionante más allá de cualquier expectativa. He de notar que en ningún momento había sospechado que Nueva York fuera a seducirme de un modo especial. Incluso venía preparado para que todo me pareciera visto y carente de interés, más notable por las incomodidades y el tamaño que por su belleza. Pero mientras el taxi atravesaba el East River me quedé embobado ante la dimensión real del famosísimo perfil que se alzaba bajo el atardecer. Fui recorriendo con la vista todos los rascacielos, de Sur a Norte, hasta dar en el pináculo cubierto de escamas plateadas del Chrysler Building, torre perfecta e insuperable de aquella catedral gigantesca, aunque no sea su cota más alta. Era esa hora en que los edificios empiezan a cambiar de color y en que su masa gana la máxima solidez, para desvanecerse gradualmente hasta la oscuridad punteada de luces eléctricas. Era esa hora en que Manhattan parece un ensueño que no habita nadie y que sólo sirve para el placer de quien lo contempla, una desmesura emprendida y construida por puro amor al arte o con un propósito que ya se ha olvidado.