Después de aquella tarde he recorrido la isla de un extremo a otro, aventurándome, aunque sin buscarlo, por lugares rudos y desaconsejables, como los Projects o Alphabet City. Incluso he vivido y trabajado en ella. Pero nunca he conseguido deshacerme del anonadamiento del extranjero que se encuentra de pronto en mitad del puente de Brooklyn, mirando de frente el prodigio, esa imagen tantas veces fotografiada y filmada y que a pesar de ello se resiste a quedar contenida en fotografía alguna. Siempre que miro Manhattan desde el East River vuelve a embargarme esa sensación de sometimiento y misterio, signo y síntoma de la imprevista atadura que me rindió a esta ciudad y habría de resistir incólume, aunque yo no pudiera saberlo aún, cualquier tentativa de conocerla o de devaluarla.
La ruta que el taxista tomó una vez que estuvimos en Manhattan no la recuerdo con demasiada exactitud. Debimos ir por la autopista que discurre junto al Hudson, porque llegamos bastante rápidamente al edificio en que vivía mi amigo. Después de un malentendido acerca de la propina, imputable a mi inexperiencia (todavía hoy me cuesta multiplicar todo por uno coma quince) y saldado con un exabrupto por parte del taxista y una excusa insolvente por la mía, me quedé con mi maleta ante el portal. Era una casa mediana para Nueva York, de unos veinte pisos, con marquesina a la entrada y conserje uniformado. Raúl me había dicho que pronunciara su apellido vasco de la forma más americana posible, porque sólo así cabía alguna probabilidad de que me comprendiesen. Hice mis mejores esfuerzos, pero hube de intentarlo tres veces antes de que el conserje cayera en la cuenta, me informara de que mi amigo no estaba en casa y me entregara la llave que le había dejado para mí.
Raúl vivía en un piso 18. Desde su ventana, al otro lado del río, se veía Nueva Jersey, un monótono horizonte de edificaciones adonde se va a vivir la gente que no puede pagar ni los precios inmobiliarios ni los impuestos de Nueva York. Si uno se asomaba se atisbaba a lo lejos la desembocadura. Mientras aguardaba a mi amigo, traté de hacerme al calor sofocante y a la pequeñez del apartamento. Dejé la ventana abierta de par en par, aunque del exterior entraba ruido y ningún frescor. Lentamente, el sol se puso más allá de Nueva Jersey. Descubrí que Raúl tenía un equipo de alta fidelidad y lo puse en marcha. En la bandeja resultó haber un disco de Astor Piazzolla, cuyos tangos empezaron a sonar, quejumbrosos y sutiles. Era una música melancólica y hube de pensar, inevitablemente, que más allá de aquel atardecer, porque la tierra es redonda, estaba Madrid, donde ya casi todos dormían.
4.
Al principio, cuando todavía faltaban meses para que descubriera a Dalmau y con él las decisivas alteraciones que la ciudad me reservaba, todo se ajustó más o menos a lo previsto. Las dos o tres semanas que siguieron a mi llegada se fueron, principalmente, en tareas de intendencia. Durante los primeros días la firme amabilidad de Raúl me impidió acometer siquiera la búsqueda de alojamiento, pese a que en aquel apartamento estuviéramos los dos como piojos en costura, incluso peor cuando llegaba la noche y la hora de extender dos camas en su única habitación. Tras una semana de cortesía, que era lo que podía verme obligado a guardar y al mismo tiempo autorizado a esperar de él, inicié mi exploración entre las ofertas de alquiler procurando combinarla con otros asuntos que no podían postergarse. Los trámites de matrícula en la universidad me los había resuelto mi anfitrión, pero hube de abrir una cuenta bancaria, conseguir tarjetas de crédito (sin una tarjeta de crédito en América estás muerto, y con un poco de mala suerte no sólo en sentido metafórico), registrarme en el consulado e irme familiarizando con las diversas exigencias de la vida neoyorquina. Entre ellas, en seguida comprendí que importaba sobremanera aprender a manejarse en el metro, lo que incluía identificar las líneas que nunca debían tomarse. Tampoco estaba de más tener localizadas las fronteras invisibles que separan la ciudad habitable de los barrios prohibidos, que nada tienen que ver con las gratuitas rayas divisorias que algunos trazan en Madrid. Cuando uno cruzaba esas fronteras, y podía hacerse por descuido, no se sabía muy bien si tendría oportunidad de descruzarlas.
Tras varios intentos fallidos, acabé alquilando un apartamento minúsculo y sin vistas no lejos de donde moraba Raúl, al lado de un inmueble en el que decían (nunca lo comprobé) que había vivido Humphrey Bogart. Lo que sí era cierto, o eso proclamaba un anacrónico cartel, es que disponía de refugio antinuclear, providencia que siempre me ha parecido calenturienta, como la propia idea de que pueda merecer la pena sobrevivir a una devastación atómica. Con independencia de todo eso, la zona era adecuada porque estaba cerca de la universidad y porque podía servirme de la experiencia de Raúl en materia de servicios esenciales: lavandería, supermercado, lugares donde comer.
La razón por la que en Nueva York suele dependerse de la lavandería y de los restaurantes es la misma: la exigua superficie de los apartamentos, donde no hay espacio para una lavadora y donde lo que sirve de cocina está tan metido encima de lo que sirve de salón y dormitorio que casi nadie pierde el tiempo dedicándose a cocinar. Durante el corto tiempo que viví con Raúl, sólo una vez comimos en casa, y la comida -cena- en cuestión consistió en unas cuantas rebanadas de pan untadas con mantequilla de cacahuete y un cartón de zumo de naranja pasterizado, lo que no me animó demasiado a repetir. Los demás días, exceptuando el desayuno, que tomábamos en un díner cercano, y el almuerzo, que cada uno hacía como y donde le pillaba, no repetimos local ni estilo una sola vez. Todas las tardes Raúl cogía la guía de restaurantes de Nueva York y antes de elegir uno declinaba metódicamente cualquier responsabilidad sobre el éxito o fracaso de su elección:
– Cada semana deben de abrir y cerrar o cambiar de dueño cuarenta o cincuenta restaurantes en esta ciudad. No hay nadie que pueda manejarse con seguridad en esta guía.
No obstante, ya fuera griego, chino, marroquí, caribeño, indonesio, coreano, japonés, armenio, italiano, filipino, indio o americano, que de todos hubo en aquellos primeros días de mi estancia, siempre el lugar que escogía ofrecía un menú comestible a un precio razonable. Nunca he podido alcanzar la habilidad de Raúl en esos menesteres. Desde que hube de empezar a valerme por mí mismo, y en tanto seguí viviendo en apartamentos de una habitación, le eché de menos todas las noches que no pude contar con su olfato para esta crucial materia.
Por lo demás, Raúl era uno de los tipos más impasibles que he conocido. Ya lo era doce años atrás, cuando habíamos coincidido en la empresa donde yo había tenido mi primer empleo y donde una madrugada, después de catorce o quince horas de trabajo, le había visto subirse a una mesa y bailar desenfrenadamente una samba. Era difícil no reírse con muchas de las cosas que hacía o decía, y aun con sus simples gestos y su cara, pero él no se reía casi nunca. Aunque se había liado la manta a la cabeza y se había ido a vivir a Nueva York con escasas garantías, ni mucho menos había sido un movimiento desesperado o exento de juicio, como lo probaba el hecho de que llevara ya diez años viviendo en la ciudad y estuviera plenamente asentado en su trabajo. También se había acostumbrado al disparatado estilo de vida neoyorquino todo lo que fuera posible hacerlo, y acataba como un usuario consumado muchas de las prácticas que a mí más me llamaban la atención, como la utilización febril de los contestadores automáticos propios y ajenos para hacer y deshacer planes unas cien veces al día con una decena de personas. Estas personas eran en su mayoría extranjeros con los que había entrado en contacto a través de la universidad, y ningún estadounidense propiamente dicho. Al cabo de una década, Raúl podía seguir expresando la misma queja al respecto, apoyándose en una subversiva teoría.