– Vamos con ellos -me propuso-. Michael -ése era el nombre del nigeriano- ha tenido una ocurrencia espectacular.
Un par de minutos después estábamos los cinco en el coche de Michael (una rareza, porque allí casi nadie tenía coche) subiendo a toda velocidad más allá de la calle 120. Yo iba en el centro del asiento trasero y todos los demás en las ventanillas, con medio cuerpo fuera. Cuando empezamos a internarnos en Harlem averigüé, con estupor, en qué consistía la ocurrencia del nigeriano. Los cuatro, sobre todo Michael, que tenía una voz hosca y profunda, increpaban a los transeúntes con lindezas del estilo de:
– ¡Back to Africa, you bastards!
Algunos de los así aludidos se pasaban el dedo por el cuello, otros devolvían los insultos, otros nos tiraban latas o botellas. No sé hasta dónde llegamos, ni cómo no nos sucedió nada. Recuerdo que me mareé y que traté en vano de entender qué era lo que hacía entre aquella gente demencial que no tenía ningún fin en la vida. Pero también recuerdo que en cierto momento, mientras las luces de Harlem pasaban ante mis ojos, las broncas amenazas de sus habitantes resonaban en mis oídos y la brisa húmeda de la noche entraba en mis pulmones, me encontré a gusto, paladeando sin escrúpulo el caos y el sabor inaudito de aquella ciudad de criaturas insolentes y despojadas.
5.
Las clases comenzaron a mediados de septiembre, cuando apenas había acabado de instalarme en mi apartamento. El campus universitario resultaba de veras agradable, pero el director del curso era un sujeto de aspecto macabro, con grandes ojeras y gesto rencoroso. También tenía un defecto de dicción que movía a titubear entre la aprensión y la carcajada cuando recalcaba alguna palabra. En la clase había gente de todas las edades y procedencias. Éramos unos cuarenta en total, y todos escuchamos dócilmente la exposición del programa del curso, tomamos nota de la bibliografía y del método y pensamos que no habíamos hecho una buena elección. Entre los filósofos del siglo diecisiete sobre los que se desarrollaría el curso había algunos por los que era difícil sentir entusiasmo y otros cuya vida y obra podía resultar fascinante, siempre y cuando se tuviera alguna predisposición para ello. Pero ésa no era la cuestión. Con aquel hombre al timón nadie querría tomar ningún barco, así pusiera proa a Tahití o las Islas Vírgenes. Al verle y oírle interpreté en sus justos términos lo que Raúl me había contado por teléfono, cuando le había llamado desde Madrid para confirmarle que quería aquel curso y pedirle que me hiciera la reserva de plaza:
– Me he informado. Lo da Arnie Krueger. Es célebre. Debe interesarte mucho la materia.
– Como si lo da el diablo.
Raúl no era proclive a la insistencia, y menos contra una contestación de aquel calibre. Tal vez pensara por un momento que la filosofía del siglo diecisiete me apasionaba más allá de cualquier precaución, aunque no pareciera una posibilidad demasiado consistente. O tal vez comprendió desde el principio la verdad, que el curso no era más que un instrumento y que lo único que me importaba era tener una coartada presentable, ante las autoridades de Inmigración y acaso ante mí mismo, para una larga estancia en la ciudad.
El caso es que no le chocó mucho cuando al cabo del tercer día le confié que no creía demasiado probable que volviera a clase. Sólo preguntó, como si estuviera obligado a recabar algún detalle sobre aquel cambio de opinión:
– ¿Esperabas algo diferente, quizá?
– Verás -repuse-, en mi modesta opinión, hay razones más que suficientes para sostener que la obra de Spinoza es uno de los pocos sistemas metafísicos y morales coherentes en toda la historia del pensamiento.
– La verdad es que yo no sé nada de filosofía -observó Raúl, como quien avisara-. ¿Se ha metido Krueger con ese Spinoza?
– No, más bien al contrario. Lo que trato de decir es que no me importaría pasar un año estudiando la obra de Spinoza, que es precisamente a quien más atención va a dedicarse. He apuntado un montón de libros y todavía puede que lo haga, porque me apetece volver a usar el cerebro, después de tantos años de tenerlo amodorrado. De hecho, la biblioteca de la universidad es magnífica, y muy acogedora. Lo que no me apetece en absoluto es compartir más tiempo de lo imprescindible con Krueger y sus alumnos. Cuando estoy allí me parece volver a los tiempos de la facultad.
– En fin, ésa era una sensación previsible.
– Me refiero a la rutina, a quienes se acercan al profesor al final de la clase para ir haciendo méritos, a los bostezos que se nos escapan a todos, a las ganas de estar en otra parte a mitad de la mañana. No quisiera haber venido hasta aquí sólo para anularme de una forma tan convencional. Si toda mi gesta se reduce a escribir cada quincena veinticinco o treinta folios para que los lea Krueger, y Krueger no es el problema sino el símbolo, para que los lea cualquier tipo armado con un rotulador rojo, por simplificar, más me habría valido quedarme en Madrid, obedeciendo a mi jefe.
Mi amigo asintió.
– Ya veo -dijo-. Te recomendaría que buscaras algún otro curso, pero no creo que en ninguno la mecánica sea muy diferente. Por desgracia, la docencia tiende a burocratizarse para sobrevivir. Quizá Krueger tenía otras ambiciones, al principio, y desesperó porque nadie le hacía caso.
Raúl parecía haber meditado sobre aquellas miserias de la enseñanza. Por causa de ellas, o por no dejarme descubrir que mi abandono no era cosa que le asombrase, lamentó:
– Sólo siento que esto te decepcione, después de haber hecho el viaje y lo demás.
– No importa. No me duele que me sobre el tiempo y mucho menos me duele haber venido. Me gusta la ciudad y tengo dinero para aguantar uno o dos años. Mientras lo necesite para justificarme puedo seguir apuntándome a cursos, de filosofía o de física de partículas, eso es lo de menos. Y cuando se me gaste el dinero puedo buscar trabajo. Hay un par de cosas que sé hacer y por las que imagino que también aquí te pagan. Cualquier solución será buena, antes que volver.
Estábamos tomando café en Fanelli's, un local reputado de Prince Street, en el Soho. Aunque lo recomendaban las guías turísticas, como sitio de reunión de intelectuales, o justamente por eso, las camareras eran desabridas, el olor que salía de la cocina bastante disuasorio y la atmósfera viciada y sombría. Raúl daba vueltas a su taza, como si no quisiera terminarla, lo que podía entenderse bastante.
– Nunca me ha gustado meterme en los motivos que tienen los demás -habló, al cabo de un breve silencio-. Si no preguntas no te preguntan. Pero me extraña que hayas venido. También me extraña que te divorciaras, y el resto. Siempre te tuve por un individuo adaptado a las circunstancias.
En la mesa que había detrás de él estaban cinco chicas de diecinueve o veinte años, ruidosas y de aspecto provinciano. Todas ellas tenían esa complexión y ese color saludables de quienes se han bebido océanos de leche enriquecida y vitaminada desde la infancia. Podían venir del Medio Oeste, y las cámaras las delataban como turistas. Reparé de pasada en que dos de ellas no dejaban de espiarnos.
– Uno lo intenta, hasta que las circunstancias terminan de pudrirse -repliqué a la observación de Raúl-. Entonces hay que elegir entre pudrirse con ellas o inadaptarse. Pero tampoco quiero engañarte: todavía no me he hecho héroe. Me he largado, sin más, y ahora estoy aquí, viéndolas venir. Situación que agradezco, porque ya casi no me acordaba de lo buena que es. Hace un par de meses no podía hacer casi nada; ahora siento que valdría todo. Por ejemplo: detrás de ti hay unas muchachas de pueblo que se están aburriendo en su viaje de estudios. Sólo a efectos teóricos, ¿dirías que hay alguna oportunidad?