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– ¿En viaje de estudios? Estás tarado, compañero.

Seguí el criterio de Raúl, porque él era un explorador más experto y porque yo mismo tenía mis reservas. Pero al salir del café me llevé prendida, como el primer trofeo de mi nueva vida irresponsable, la sonrisa azul de la más desvergonzada de aquellas jovencitas.

6.

La colonia

Con la llegada del otoño, que en Nueva York es tan corto como voluptuoso, emprendí una temporada de molicie que aproveché para conocer a fondo la ciudad. Aunque algunos días dormía hasta las doce, la mayoría madrugaba, me iba a desayunar a alguno de los sitios donde sirven huevos y salchichas con tostadas y café sin límite y después elegía un museo, un cine, un parque o algún otro lugar en el que pudiera consumir un buen trozo de la mañana. Almorzaba temprano, en cualquier local de comida rápida o en alguno de los puestos callejeros que dan al aire neoyorquino una variedad de olores que no admite comparación. Luego solía meterme en una biblioteca a pasar la tarde. Me gustaba terminar antes de que anocheciera y que el crepúsculo me cogiera paseando de vuelta a casa. Por la noche cenaba con Raúl y con sus amigos y si no estaban demasiado cansados nos acercábamos a algún bar del centro a tomar una copa o a escuchar música de jazz.

Entre Broadway y Columbus tenía otro de mis destinos habituales, una sucursal de varios pisos de la librería Barnes & Noble. Allí me iba a leer los títulos que por alguna razón, ser demasiado recientes o estar demasiado solicitados, no me era posible procurarme en las bibliotecas públicas. La librería tenía además la ventaja de disponer de cafetería, adonde uno podía subirse los libros y revistas que quisiera. Allí releí en inglés Amerika, ese ensueño de emigración y peripecias fantásticas escrito por un checo que nunca cruzó el océano, y que tampoco necesitó hacerlo para captar lo que cuenta del viaje, que es el deseo y la disposición a ser conquistado. Mientras seguía el itinerario novelesco del fugitivo Karl Rossmann, a quien en parte me asemejaba, un itinerario que le llevaba desde Nueva York hasta el Gran Teatro Integral de Oklahoma, comprobé que la América imaginada en aquel libro no era menos real que la que a mí me había recibido. Al menos, las diferencias no afectaban a nada esencial. Al final es la mirada del viajero la que construye el mundo, y no sirve tanto conocer el mundo como conocer la mirada.

También aquel otoño disfruté de las únicas posibilidades apetecibles que ofrece Central Park, las mañanas laborables. Los fines de semana, como pude comprobar en seguida, aquél era el reino de los rollerbladers, seres absurdos cubiertos de ropas fluorescentes que volaban sobre sus patines a cincuenta por hora, amedrentando a los viandantes. Muchos de ellos no sabían frenar, y en cuanto tenían el menor contratiempo acababan estampándose contra una valla o un árbol. Según una estadística que leí en un periódico, la primera causa de ingresos hospitalarios los fines de semana eran los percances de patinadores (la segunda eran las perforaciones corporales infectadas; a la gente le daba vergüenza ir al médico hasta que la herida se llenaba de pus y no había más remedio). Sin embargo, durante la semana había en el parque la paz suficiente como para disfrutar de las buenas vistas que se ofrecen desde sus promontorios, y aun para recorrer sus senderos escuchando el ruido de los pájaros. Incluso podía llegar a olvidarse, contemplando a los perros que haraganeaban entre los árboles, que aquello es el corazón mismo de Nueva York. Los días, que resbalaban entre ésos y otros episodios no menos deleitosos, se sucedían sobre mí como una especie de cura de libertad solitaria. Caminaba por las calles sin prisa, rodeado de gente y a la vez en compañía de nadie más que yo. Entonces averigüé que Nueva York podía ser una ciudad plácida a la que no costaba en absoluto aficionarse, como tampoco costaba encontrar donde tomar un buen café o comer a gusto. En realidad, y por el momento, no había grandes razones para añorar Madrid. De España no me llegaba casi nada, aparte de las escasísimas y casi siempre más anecdóticas que relevantes noticias que se filtraban a algún recuadro pequeño del New York Times. Por supuesto era posible adquirir prensa española en un centenar de establecimientos, pero rehuí deliberadamente hacerlo. Leer la prensa norteamericana tenía un doble efecto provechoso: me ayudaba a conocer a aquella gente y ninguna de las cosas que leía tenía que ver con los monótonos asuntos que me habían hecho aborrecer los periódicos españoles. Eso no significaba que los periódicos estadounidenses no tuvieran sus propias monotonías, pero eran otras y no me concernían demasiado, lo que ayudaba mucho a soportarlas.

Hacia mediados de octubre, cuando ya había conseguido hacerme a los beneficios de aquella inacción atareada y de mi extrañamiento, como si ambos vinieran durando desde siempre, Raúl se dejó caer por mi apartamento con una invitación desusada:

– Ya sabes cuál es mi postura al respecto, pero se me ha ocurrido que a lo mejor te interesaba una reunión de la colonia española.

Ante mi asombro, Raúl me lo explicó. Su amigo Luis, el único o casi el único español con el que mantenía una relación estrecha, acababa de llegar de Madrid. Luis era escultor, y a juzgar por una pieza que le había regalado a Raúl, no del todo malo. Como todo artista, debía cultivar sus relaciones públicas, y una de las obligaciones que eso le imponía era la de asistir a muchas de las fiestas de españoles que se organizaban en Nueva York. A menudo llamaba a Raúl para que le acompañase, y aunque éste solía declinar la oferta, mi presencia le había inducido a no negarse categóricamente esta vez. En cuanto a Luis, Raúl, como tantas otras veces, me puso sobre aviso:

– Es un encantador de serpientes, aunque no lo parezca. Ya lo verás.

La fiesta, aquella fiesta, la daba quien hasta entonces había sido la corresponsal de una cadena de televisión, que se despedía de la ciudad. La enviaban a Caracas, lo que ella pregonaba como un reconocimiento a su capacidad para hacer periodismo de impacto y sus invitados interpretaban, con rara y descortés unanimidad, como una represalia en toda regla. Raúl y yo nos introdujimos en medio de aquel rebaño de la mano de su amigo Luis, quien estaba en condiciones de presentarnos a cualquiera de los asistentes. Luis era un muchacho (seguía teniendo cara de tal, aunque hacía mucho que había superado la treintena) de aspecto tierno y despistado, y quizá por eso no parecía caer mal a nadie. Gracias a él trabamos relación con la anfitriona, que era una histérica insufrible, y después con los demás. La razón por la que había consentido en ir a aquella fiesta no era ni podía ser otra que la curiosidad de ver qué pedazo de mi país vivía enredado en la maraña de Nueva York. Y la verdad era que no me hacía ilusiones al respecto. Más bien, siguiendo la doctrina de Raúl, trataba de instruirme acerca de los modales y el talante que debía evitar adquirir.

La mayoría de los miembros de la colonia eran aves de paso. Lo era la corresponsal, con tres años de estancia, pero otros lo eran todavía más: aventureros cronometrados que sólo venían para un año, con una beca para trabajar en un despacho de abogados o en la sucursal de un banco español. Se trataba de chicos y chicas de familia acomodada que pedían como regalo de fin de carrera a su padre, normalmente director de algo en el banco en cuestión, que la entidad les diera un puesto ficticio en su sucursal neoyorquina y les alquilara un apartamento, a ser posible en Park Avenue (en todo caso, nada por debajo de Greenwich Village). Después de algún tiempo sin oír algo similar, me hería los oídos la deformación grotesca del castellano que muchos de ellos utilizaban para comunicarse, como si tuvieran un bombón en la boca. Cuando empleaban alguna palabra inglesa, lo que solía ocurrir, la pronunciaban con amaneramiento, como si hubieran echado las muelas recitando a Shelley, que era la forma de demostrar que habían ido a colegios bilingües. Yo suponía que era un acto inconsciente, y los exculpaba, pero Raúl, mientras las miraba a ellas al escote (para que se sintieran durante un momento como animales, decía) juraba que lo hacían aposta.