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También había un par de diplomáticos, estudiantes de arte dramático (entre ellos, una popular actriz de teleseries, que ostentaba una cómica mezcla de enfado y éxtasis cuando adivinaba que alguien la había reconocido), músicos, funcionarios de Naciones Unidas, un buen puñado de periodistas y tres o cuatro profesoras de literatura. Estas últimas habían sido enviadas por el Ministerio de Educación para difundir nuestra gloriosa lengua entre los salvajes que la amenazaban, ya fuera relegándola o empeñándose en hablarla en traducción servil del muy infeccioso idioma del imperio americano. A una de ellas Raúl la conocía de la universidad, y con ese pretexto nos unimos a su grupo. De todos los presentes, eran las que menos repelían. Cuando llegamos nosotros, la conversación transcurría acerca de la experiencia que una de las profesoras había tenido en Indiana, a cuya universidad de Bloomington había sido destinada durante un año, algún tiempo atrás, para poner en marcha el departamento de español. Sus juicios no eran benignos:

– Puedes llegar a acostumbrarte al clima, con dificultad, siempre que no tengas que andar mucho por la calle -aseguraba-. Mientras haya electricidad, no es mortal de necesidad que aquello sea como la tundra en invierno, porque pones la calefacción, o el infierno en verano, porque le das al aire y si cierras bien no entran los monstruosos insectos que vuelan en bandadas. Lo peor y lo que no tiene remedio es la gente. Se pasan el día estudiando o en el gimnasio, sin relacionarse con nadie. Por esos estados de Dios, y en parte me imagino que es por el asco de tiempo que hace, todos están solos. Un síntoma terrible es que les ponen a los niños televisión y teléfono en el cuarto, desde pequeñitos. Si además los enchufan a Internet, se olvidan de ellos para siempre.

– Hasta que cumplan dieciocho años y entren dando alaridos en el cuarto de los padres, con un machete en la mano y el cerebro enardecido por algún videojuego de laberintos -sugirió Raúl, abstraído.

– No me extrañaría -admitió la profesora-. El caso es que la gente viene a Nueva York y se cree que esto es Estados Unidos. Una mierda.

Una de las jóvenes becarias de lujo, que escuchaba el relato de la profesora, una mujer de mediana edad, con un indisimulado reparo por lo que contaba y por la dureza con que despachaba su veredicto, intervino temerosamente:

– Tampoco hay por qué desacreditarlo todo de esa forma. Lo que pasa es que es un país muy grande. Yo hice el COU en California, y allí todos eran muy cariñosos. Y si es por el tiempo, más fantástico imposible.

– Yo no desacredito nada, querida -apostilló la profesora-, aunque no haya vivido nunca en California. Sólo digo que a veces me moría de ganas de estar en la Plaza Mayor de Madrid tomándome una caña y picando unas aceitunas, y que aquí, por muy mol que sea el cotarro, también me pasa.

– Y ahora es cuando empezamos a hablar de la tortilla de patata y del lomo ibérico -se quejó Raúl-. Alto, imploro vuestra piedad. ¿Por qué no entonamos una canción que nos reconcilie con este país tan objetable y que sin embargo nos acoge?

La becaria cometió la imprudencia de seguirle:

– ¿Qué canción, por ejemplo?

– ¿Te sabes Strangers in the Night?

– Más o menos.

Pero antes de que la becaria pudiera hacer el esfuerzo de recordar la letra, Raúl atacaba con su voz más desgarrada:

– Strangers in the night, exchanging rubbers, this one is too light, let's try another, this one is too loose, it won't hold all the juuuuuuice…

– ¿Exchanging qué? -preguntó al vuelo la becaria, con un candor angélico, mientras las demás se desternillaban.

– Rubbers -repitió Raúl, con su habitual adustez.

– No entiendo -reconoció la becaria, agravando la carcajada general.

– Rubbers. En este contexto, cómo lo traduciría para ti, profilácticos. ¿Sabes lo que es un profiláctico? Eh, ¿alguien lleva un profiláctico? -gritó Raúl, saboreando su triunfo.

Este pequeño incidente sirvió para enemistarnos con una parte de la fiesta, lo que en parte se comprendía porque al vociferar, Raúl tomaba buen cuidado en afectar que estaba mucho más borracho de lo que verdaderamente estaba. Desde ese momento los becarios, los diplomáticos y la actriz nos evitaron. Quedaron un par de periodistas bastante ebrios sin afectación, los músicos y las profesoras. Entre éstas era difícil sembrar ningún espanto. Todas ellas eran veteranas de institutos públicos de enseñanza media, que era como decir de Iwo Jima. Acaso por una involuntaria añoranza de aquel pasado entre adolescentes, se las veía muy atraídas hacia Luis. Raúl me susurró al oído:

– Es el mechoncito caído sobre la frente. Este Luis es un virtuoso. Vamos a echarle una mano -y elevando la voz, reclamó-: Eh, Luis, cuéntanos cómo son las top models en pelotas.

La petición de Raúl obró el efecto de captar la atención de todos los que estaban por allí. Una de las profesoras inquirió, insinuante:

– ¿Y de qué sabes tú eso?

Luis se encogió de hombros.

– Trabajo de vez en cuando en los pases, llevando la ropa de aquí allá y moviendo trastos.

– Gracias a su compañero de apartamento, que se dedica a la moda. Pero Luis no es homosexual -aclaró Raúl, por si importaba-, simplemente no puede pagar el alquiler él solo.

– ¿Y cómo son? -se interesó uno de los periodistas.

– Bien, resulta un problema, aunque no lo creáis -dijo Luis-. Yo, personalmente, lo paso de lástima. Para ellas tú no existes, y tú, en cambio, no puedes dejar de mirarlas. Casi siempre me tiro empalmado una semana larga después del desfile.

El detalle procaz terminó de prender a las profesoras. Raúl quiso cerciorarse de que remataba la faena:

– Conoce a algunas muy famosas. Luis ha ayudado a cambiarse a alguna de las mejores. Imaginadlo poniéndoles las sedas encima de la piel, con dedos torpes, mientras ellas contemplan el vacío. ¿Cómo se llama esa medio oriental tan alta de la última vez?

– No me acuerdo.

– La conocéis seguro -aseveró Raúl-. A ver, ¿dónde están los catálogos de Victoria's Secret? -exigió, levantándose a buscarlos.

– ¿De qué manejas tú con tanta desenvoltura los catálogos de Victoria's Secret? -saltó una profesora.

– Por Dios -protestó Raúl, desde la otra punta de la habitación-, el setenta y cinco por ciento de los lectores, por llamarlos de alguna manera, de los catálogos de Victoria's Secret son varones. Yo los recibo todos los meses, a nombre del antiguo inquilino, desde luego.

Al final, molestando a la anfitriona, se salió con la suya y vino con una pila de catálogos de venta por correo de ropa interior femenina. En ellos había multitud de modelos famosas, luciendo piezas de provocativa lencería. Cuando Raúl localizó a la medio oriental, que era en efecto muy conocida y de excepcional estatura, la exhibió a todos:

– Ésta. Nada menos.

Aquella noche Luis sedujo irreparablemente a las profesoras. Gracias a aquel juego, pudimos resistir la fiesta. A nuestro alrededor se reproducía, en pequeño y por tanto con una concentración superior y más gravosa de lo corriente, el ambiente del que tanto Raúl como yo habíamos escapado al marcharnos de Madrid. Unos y otros se exhibían sus respectivas profesiones, sus respectivas posesiones, sus respectivas persuasiones, y nadie estaba defraudado ni sentía que nada le faltara ni escuchaba a nadie. Aquella gente había viajado siete mil kilómetros y se había metido en mitad de Manhattan sin otra intención que continuar tan complacidos de sí mismos, o quizá complacerse un poco más aún. Nadie tenía miedo ni dudaba de lo que hacía o de lo que era, y mucho menos de lo que hubiera podido ser o hacer. Nadie inventaba nada, ni sospechaba que inventar fuera necesario.