Por las venas de aquellas personas, presuntamente, corría la sangre de los hombres desharrapados y obsesivos que habían surcado todos los océanos, que habían violado todas las selvas con sus hierros y sus armaduras y se habían ayuntado con todas las indias en el sopor de febriles noches sin luna; la sangre de hombres que habían ensanchado a fuerza de coraje y también de codicia el mundo. Aquellos supuestos descendientes, por el contrario, se limitaban a obedecer y a consolarse con sus ruines premios a la obediencia, incapaces de ver, en Nueva York como en Pekín, otra cosa que el reflejo de sus espejos cóncavos que achataban todo lo que se les ponía delante.
Cuando la velada tocaba a su fin empezaron a sonar sevillanas y canciones flamencas con acompañamiento de batería, y aquello fue el delirio. Mientras los veíamos bailar, Raúl, que ahora sí estaba borracho, brindó tristemente:
– Viva la madre que nos parió, a todos.
7.
Una fría mañana de comienzos de noviembre, después de un desayuno copioso, resolví hacer un viaje sentimental. Bajé del metro en la estación de Canal Street y fui bordeando Chinatown y Little Italy hacia el Lower East. Alguna otra vez había atravesado por allí, pero sólo entonces me percaté de que el aire de la antigua zona de los italianos apenas perduraba en un par de calles. En ellas las trattorie se alineaban casi sin interrupción, con una significativa ansia por hacer patente su adscripción nacional mediante el despliegue de un gran aparato de banderas tricolores. El barrio chino, en cambio, se extendía silenciosamente. Con sus tiendas de comestibles y otros negocios insondables invadía antiguos dominios italianos. Caminé sin prisa por las calles desiertas, entre los almacenes sólo identificados por abstrusos caracteres orientales. De unos salían y en otros entraban camiones desvencijados, llevando y trayendo sus misteriosas mercancías. Sorteando la basura y los escombros, tuve una singular sensación de estar en ninguna parte, acaso en un escenario hecho de despojos de novelas y películas cuyo argumento nadie podría reconstruir.
Justamente era una película lo que me llevaba allí aquella mañana. En el Lower East estaba o había estado el barrio donde se habían instalado los judíos, en su mayoría centroeuropeos, que presagiando con privilegiada lucidez un siglo adverso habían emigrado a los Estados Unidos para esquivarlo. Allí sucedía la niñez de Noodles, el gángster con escrúpulos de Érase una vez en América, y allí regresaba él, treinta años después de perder a todos sus amigos, para cerrar una cuenta de traición y deshonor. Aunque sólo hubieran sido espectros en una pantalla de luces y sombras en movimiento, las calles y los edificios que trataba de recuperar aquella mañana componían un paisaje tan propio como el de los lugares que más había frecuentado en Madrid.
Como suele suceder, me fue difícil hallar entre los restos reales del viejo Lower East el embeleso del decorado cinematográfico. Podía reconocer similitudes en algunas casas: las escaleras que bajaban hasta la acera, los ladrillos negruzcos o los antiquísimos letreros en escritura hebraica que perduraban sobre un par de fachadas. Aún estaban allí las calles, las anchas y las estrechas, que a trozos evocaban aquellas otras más uniformes y bulliciosas de la judería de ficción que atesoraba mi memoria. Algunos comercios, incluso, se llamaban Stein. También vi algunas azoteas que habrían podido pasar por aquéllas en las que Noodles y sus amigos descubrían el sabor del pecado, con una muchacha casquivana cuyos servicios, merced al chantaje, sufragaba de mala gana un policía corrupto.
Pero sobre todos estos vestigios, más desenterrados que evidentes, prevalecía el desolado espectáculo de Delancey Street. Avancé por ella hacia el puente de Williamsburg, cubierto de oleadas de coches que venían hacia el centro. Era una calle inmensa, dejada de la mano de Dios, por la que vagaban los heroinómanos y se apresuraban los escolares tironeados por sus madres. Algunas de éstas, y sus respectivas criaturas, tenían facciones indias y hablaban español. En las intersecciones, jóvenes policías de uniforme azul e insignias de plata bruñida vigilaban con un ojo el tráfico y con otro a quienes pasaban por las aceras. Un hombre de unos cuarenta años, de híspida barba entrecana, se interpuso en mi camino:
– Hey, brotha, gimme a c'ple o' bucks.
Los neoyorquinos suelen apartarse lo más rápido posible de quienes les abordan en la calle. Las más de las veces son tipos acabados que no pueden dañar a nadie, pero nunca se puede estar seguro de que no lleven bajo el abrigo un puñal o un revólver, ni de cuáles son los estímulos que podrían moverlos a usarlos. De este modo se cumple para el menesteroso la mínima reparación de ser respetado, ya que no termina de cundir el mandato bíblico de amarle y socorrerle (aunque ciertamente no sea por falta de bondad sino de tiempo). Busqué rápidamente en el bolsillo de la cazadora y como no di con ningún billete preferí sortear sin más el obstáculo. La mala conciencia no me hacía perder el juicio hasta el extremo de pararme allí y sacar la cartera.
Otro día, por la tarde, cogí el metro hasta Bowling Green. Me trasladé allí para poner en práctica una sugerencia de Raúl. Desde la boca de metro me acerqué paseando hasta el ameno parquecillo en el que se alza el ahora irrisorio Clinton Castle, cuyos cañones antaño defendieran la isla, y desde ahí fui hasta la terminal del transbordador de Staten Island. En la travesía de ida el barco estaba lleno, pero en la de vuelta, que era la que me interesaba, no me costó hacerme con un buen puesto en la proa. Raúl me había recomendado tomar aquel transbordador porque en él, cuando navegaba desde Staten Island hacia Manhattan, era posible hacerse la ilusión de que se llegaba a Nueva York como habían llegado los antiguos inmigrantes, por mar. Los pasajeros del transbordador no tenían, desde luego, nada que ver con quienes abarrotaban las cubiertas de tercera de aquellos míticos buques transoceánicos. A la ida era gente que venía de trabajar y a la vuelta eran principalmente turistas, para quienes un mustio violinista interpretaba la melodía de Lope story y otras aún peores. Por eso había que irse a la proa, donde uno podía aferrarse a la barandilla y olvidarse hasta de los reporteros improvisados que a un par de metros disparaban sus cámaras fotográficas.
Como postal, desde luego, no tenía precio. Desde Staten Island, los edificios de Manhattan parecen emerger directamente del mar, y esa impresión se mantiene durante bastante rato a lo largo de la travesía. En aquel atardecer de noviembre el viento azotaba con furia nuestras caras mientras el barco progresaba lentamente hacia la ciudad de cristal y acero que se anaranjeaba a lo lejos. Abajo la quilla rompía el agua en un surco de espuma y sobre nuestras cabezas planeaban las gaviotas. A medida que nos aproximábamos a la estatua de la Libertad traté de imaginar lo que pasaría por el pensamiento de aquellos hombres y aquellas mujeres de Italia, de Irlanda, de Alemania, de Suecia, al divisar el símbolo del nuevo mundo donde les aguardaba la fortuna o el oprobio y a menudo las dos cosas. A su vista no se ofrecía la altura de las Twin Towers, omnipresentes ahora sobre Lower Manhattan, pero Brooklyn, donde muchos iban a vivir, no debía verse muy diferente de lo que es hoy.
La estatua, que en tanto se navegaba hacia ella (con rumbo nordeste) era de un verde pálido y tenía una promesa en el rostro, se volvió en cuanto la rebasamos oscura y ajena, sobre el espejo de agua que refulgía a sus pies. Más allá de aquella silueta, para los emigrados de otrora, quedaba el hogar al que muchos nunca habían de retornar. Mirar hacia el mar desde detrás de aquella figura recortada en negro sobre el crepúsculo era como mirar hacia la patria, sintiéndose a la vez protegido e irreversiblemente privado de ella.