Aquella noche o un par de noches después le conté a Raúl que la imagen de la estatua de espaldas se me había antojado una especie de guardián, que dejaba entrar al extranjero pero requisaba su alma. El emblema, si se meditaba, tenía una repetida realización práctica: muchos seguían renegando con gozo de su nacionalidad cuando les ofrecían el codiciado pasaporte azul. Mi amigo asintió y juzgó, sin escandalizarse:
– ¿Por qué no? Puede que ésa sea la libertad que anuncian con su estatua, y también puede que baste y sobre así.
– Resulta un poco intranquilizador -opiné.
Raúl dejó escapar una de sus contadas sonrisas.
– Argumento a favor. Sólo los animales domésticos están tranquilos -dijo-. Los animales libres viven todo el tiempo solos y aterrorizados.
A medida que se iba echando encima el invierno, empecé a tener algunas dificultades para no aburrirme. Las excursiones se me agotaban, las películas y los espectáculos se repetían y en las bibliotecas me quedaba más tiempo oteando las manchas del techo del que dedicaba a pasar páginas en los libros. Llegué a comprarme un ordenador portátil, con el que me conectaba a la red en busca de pasatiempos, no importaba cuáles. Incluso me hice socio de un gimnasio. Mi actividad allí era muy modesta, pero al cabo de una hora y media de pesas y castigos siempre salía arrastrándome y al borde del colapso. Mientras remaba en alguno de aquellos bancos de tortura, procurando acompasar todos los músculos al rugido de la cadena que hacía girar un plato lastrado, contemplaba atónito a las graciosas sílfides, casi siempre rubias y no todas jóvenes, que se disciplinaban en las máquinas contiguas. Nunca atisbé una sombra de protesta en sus caras inexpresivas, aunque por los vientres fibrosos les chorrease en abundancia el sudor.
Pero las mujeres del gimnasio no eran nada al lado de las que me fue dado admirar una tarde de comienzos de diciembre, gracias a la oportunidad que se me proporcionó por mediación de Luis. Se organizaba un desfile de moda de verano, como correspondía a aquellas fechas, y el escultor llegó una noche con la noticia de que podía conseguir un puesto de mozo para otro. Ninguno necesitaba mayor incitación, pero se apresuró a añadir:
– Los desfiles de moda de verano son los mejores. Hay pases de bañadores y por tanto desnudos integrales en los cambios.
Inmediatamente se organizó un desesperado sorteo por el método de la pajita más corta, que resultó ser la mía.
La trastienda del desfile era un caos absoluto. Por ella se movía Luis con cierto desparpajo, pero yo era presa de la turbación más deplorable. Me mandaban de una parte a otra con encargos que luego resultaban inútiles, o tal vez era que yo no entendía bien, porque todos hablaban deprisa y con acentos que me costaba descifrar a la velocidad adecuada. Cuando llegaba a dejar algo donde no se había pedido, el responsable, alguna ejecutiva pálida y desnutrida o alternativamente un sujeto con aspecto de ángel del infierno, me insultaba y me apremiaba con frases sencillas que no podía malinterpretar:
– Take this fucking shit away!
En cierto modo, era edificante verse reducido a aquella mínima entidad de porteador eventual, a quien todos podían humillar resueltamente. En aquel sitio, yo era lo último entre lo último, muchos pisos por debajo de quienes me daban órdenes o me injuriaban y a varias galaxias de distancia de ellas, las que prestaban sus cuerpos suaves e interminables para que aquellos trapos pudieran salir del insulso estado que padecían en las perchas y se elevaran como nubes hasta el cielo de la perfección.
Ni siquiera poseía el status de Luis, a quien como temporero recurrente se le permitía acercarse a las diosas, aunque sólo fuera para recoger las ropas ya exhibidas antes de que las dejaran caer al suelo. Así y todo, desde mi posición podía ponderar la belleza alucinante que se ofrecía por doquier, con un descuido y una integridad tan pasmosos como indescriptibles. Me conmovió que fuera, contra pronóstico, un placer manchado de ambigüedad y casi de amargura. Aquellas muchachas de hermosura implacable no existían individualmente, sólo eran una congelación fugaz de la juventud eterna. La ensoñación, que era lo que rendía a todos, trascendía e incluso desdeñaba a las personas que habían sido designadas para encarnarla. Nadie amaba nada sino la ensoñación. Las personas, las mujeres que había debajo, iban a envejecer y a corromperse y para ese día amontonaban con mezquindad, como cualquiera, el dinero que les pagaban por mostrarse.
En algún instante me sentí perdido, en medio del rebaño de ninfas absortas y de la jauría que las rodeaba y conducía. Estaba muy lejos de cualquier lugar y cualquier momento en que hubiera podido creer que sabía adonde iba y por qué. Y de pronto, me di cuenta. En aquel sótano de la Quinta Avenida, desnudo ante mis ojos el milagro del que se alimentaban los sueños de tantos, tuve una visión del vacío que se había apoderado de la ciudad y del universo. Semejante vacío no podía, en rigor, ser otro que el de mi espíritu. Entonces temí por primera vez que acaso fuera esa nada, como un veneno o una purga, lo que andaba persiguiendo.
III. LA PISTA DALMAU
1.
Aquella nochebuena la pasamos solos Raúl, Gus y yo. Luis se había apuntado a una de sus más o menos preceptivas veladas con compatriotas y Michael, el nigeriano, se negaba a mezclarse con nadie en aquellas fechas, nunca supe si por fidelidad a alguna creencia religiosa o sólo por llevar la contraria a todos. Cuando nos reunimos, en el apartamento de Gus, constatamos inmediatamente que ninguno de los tres tenía una estrategia para impedir que aquella noche nos acometiera el escozor de estar lejos de casa, que es una de las amenazas más proverbiales de la Navidad.
– ¿Qué tal si vamos a comer sushi al japonés de la Avenida A? -sugirió Gus.
– ¿Pescado crudo en nochebuena?
– ¿Tienes una idea mejor? Además, piensa que para los japoneses esta noche no significa nada. Con un poco de suerte no habrá dibujos de Santa Claus en las paredes.
Raúl se encogió de hombros. La Avenida A estaba en lo que llamaban Alphabet City. En otro tiempo había un dicho sobre lo que significaban los nombres, A, B, C y D, de aquellas avenidas: Aware, Beware, Careful, Dead. La Avenida A era sólo el principio, y aunque su aspecto no era demasiado halagüeño, tampoco resultaba excesivamente peligrosa. Con mi apoyo y la abstención de Raúl, la moción de Gus fue aceptada.
Bajamos en el metro hasta Times Square. Era temprano y a Gus le apetecía dar una vuelta por el centro antes de cenar. Raúl se dejaba arrastrar de mala gana por las calles llenas de gente, en gran proporción turistas y de éstos una parte considerable españoles. Rebasamos el Radio City Music Hall y llegamos hasta la pista de patinaje, al pie de la larguísima torre del Rockefeller Center. Varias decenas de niños daban vueltas sobre el hielo. Ante la pista, una placa recuerda el ideario del egregio John D. Rockefeller acerca del genio y el esfuerzo, con un texto que atestigua que él estaba seguro de reunir ambos. Al pasar Raúl la señaló y dijo:
– Debería haber un mandamiento que rezara: no estarás así de convencido de cosa alguna. Siempre que leo esa placa me dan ganas de vomitarle encima.
Un poco más tarde, Raúl y yo entramos en un locutorio telefónico. Eran las doce en España, hora adecuada para llamar a la familia. Mi madre me sonó compungida y mi padre dubitativo y abrumado. Mi hermana, que estaba con ellos, se autorizó una rápida incisión, como en ella era ya costumbre:
– ¿Qué haces allí que no puedas hacer aquí?
– No estoy seguro de poder persuadirte -repuse, cauto.
– Prueba.
– Lo que hago es vivir sin algunas verdades aparentes, que aquí no resisten.