Puede que deba decir que el perro era, además de pequeño, peludo y blanco. Esa era la única ventaja que me ofrecía para el repetido trabajo de localizarlo cuando se iba de crápula, y a ella andaba abandonado cuando me llamó la atención una singular escena que tenía lugar al borde de una pradera. Varias personas se arremolinaban en torno a una chica de unos quince años que estaba forcejeando con un perrazo enfurecido, uno de esos matahombres que cría cierta clase de gente para paliar alguna frustración. Un anciano mantenía a distancia a una perra, una especie de spaniel. Cuando observé mejor, distinguí que más allá, dentro de la pradera, había una figura más pequeña que se alejaba renqueante. Tardé en identificarla porque aquella figura no era blanca, sino de un extraño color manchado. La sangre que le brotaba de la cabeza, el cuello y el lomo iba empapando rápidamente su pelaje.
Corrí a su lado. El animal temblaba y cuando llegué junto a él me dirigió la más perruna de todas las miradas que jamás había encontrado en sus enormes pupilas. Su mundo se desmoronaba a la misma velocidad a la que se iba desangrando, y recurría a mí para que le diera algún consuelo. Siempre había creído que los animales no se percataban demasiado de lo que significaba la muerte, por la facilidad con que a menudo se desentienden de sus congéneres que la sufren. Pero en su mirada vi la angustia de todo lo que ya no iba a volver a tener, desde el calor del rincón donde le gustaba echarse la siesta hasta el aroma de las hembras, del que todavía revoloteaban jirones en su pequeño cerebro. Hube de apurar mi impotencia, ante la agonía de aquella criatura que nunca me había exigido nada y ante la dulzura moribunda de su súplica. Cuando al fin se le doblaron las patas y cayó con un gemido a la hierba donde había de rendir el aliento, experimenté una especie de espanto. Su fragilidad, tan bruscamente revelada, era la mía. También yo iba a caer a los pies de gentes que no podrían ayudarme, despedazado por alguna fuerza incontenible.
Hasta entonces mi idea de la muerte había sido vaga, ajena. Vivían mis padres, mi hermana, mi mujer, todas las personas con las que en un momento u otro había convivido. El perro era el primero, de los seres que habían compartido mi espacio, que dejaba su hueco tras de sí. Esa tarde pensé por primera vez, de veras, que todo cesaría sin apelación posible, acaso brutalmente, como había cesado para el perro. Que un día ya no habría más tiempo, y no volvería a caminar, a tomar un café, a mirar un río. El perro, después de todo, había cumplido su misión. Había sido leal a su amo, había atacado a los carteros, hasta se había sobrepuesto a la limitación de su envergadura para dejar descendencia. Había hecho, en definitiva, todo lo que cabe en la vida de un perro. Entonces medité sobre mí, comparé con lo que habría sido posible, y comprendí que yo no había hecho casi nada de lo que cabe en la vida de un hombre. Esa noche me entró prisa, aunque no supe muy bien de qué. Acaso de tener algo que lamentar cuando me tocara ser despedazado.
3.
Sucedió un sábado, a las cuatro y media, y fue algo grotesco, manido, como tal vez merecíamos. Aquel día se suponía que yo iba a pasarlo entero en la oficina, resolviendo asuntos pendientes, pero era el cumpleaños de Marta y eso, que pudo sugerirle a ella la osadía, me disuadió a media jornada de mi plan de trabajo y me hizo tomar el camino de vuelta a casa. Planeaba llevarla a pasear, o cualquier otra cosa que se convirtió en una estupidez olvidable cuando la encontré riendo en el suelo del salón, debajo de un individuo al que no identifiqué al principio. Sólo me fijé en que su pelo era de un rubio artificial y en que le relucían los hombros. Era casi junio y hacía calor. Según los vi, me acordé de que a ella no le gustaba jugar a aquello, al menos conmigo, cuando hacía calor o cuando estaba a media digestión. En realidad, a mí tampoco me gustaba y no teníamos que discutir por eso. Casi no teníamos por qué discutir, desde hacía un par de años. Los observé mientras se cubrían: ella se sonrojó y él forzaba un gesto de odio que carecía de sentido. En realidad, yo nunca le había hecho nada a Alberto. Incluso había perdido bastante velozmente todos los sets que habíamos disputado. Alberto era el campeón de tenis de la urbanización y una especie de débil mental. El más inverosímil de todos los hombres que Marta había podido elegir para deshonrarme. Me sobrepuse al asombro y se lo dije:
– Podríamos haber hablado. Te aseguro que te habrías quedado con la casa, para traer siempre que quisieras a este imbécil y no tener que andar escondiéndote.
Alberto dio un paso al frente.
– No irás a pegarme -le advertí-. Soy yo el que pierde, creo. Deja que largue al menos. Luego, cuando me vaya, os reís de todo.
Marta recobró el ánimo, aclaró su voz y, convertida en censora imprevista, la usó para escupirme a la cara:
– Esto es lo último que debería sorprenderte. Piensa si me has dado algún motivo para evitarlo, en todos estos meses.
No estaba dispuesto a debatir el asunto con Alberto delante. No estaba dispuesto a hacerlo a solas, siquiera. No había mucho o mejor no había nada que hablar. Bastaba mirarla a ella, sus ojos velados por el placer interrumpido y la vergüenza o el orgullo, cualquiera de los dos era posible, de haber sido cazada en los brazos de un sujeto semejante. Más de una vez nos habíamos burlado juntos de alguna de las mujeres, más disponibles que magníficas, que se amontonaban en su historial de semental compulsivo. Lo que ella había dicho en aquellas ocasiones era suficiente para saberla más de mi lado del mundo que del lado de Alberto, pero se me hizo evidente, si no lo era ya antes, que eso, como el propio Alberto, había dejado de importar. Marta, que lamentaba haber cometido la mezquindad de mantener en secreto sus escarceos, saboreaba ahora el alivio de no tener que ocultarse. De repente se la veía suelta, crecida. Reparé con tristeza en un par de movimientos que hizo exactamente como solía cuando muchacha, muchos años antes; algo con el cuello, algo con la mano para apartarse un mechón de cabello de la frente. Y acepté que se había ido, acaso de vuelta a un lugar en el que yo no iba a ser admitido nunca más. Ofrecí una capitulación generosa, que lo era con ella para preservar mi propio sentido de la dignidad, porque nada me habría desalentado más que ver complicarse la partición en codicias y pleitos. Renuncié a cualquier derecho sobre la casa, guardando lealtad innecesaria a mi aseveración en el momento de descubrirlos, y me contenté, exagerando algunas valoraciones, con la parte más o menos líquida del caudal amasado gracias al esfuerzo de ambos durante los diez años que habíamos empleado en irnos desconociendo. Cuando nos citaron para firmar los papeles, ella tuvo una vacilación. Pudo ser porque aquella mañana amenazaba lluvia en Madrid y uno siempre se siente más indefenso cuando el sol no alumbra, o porque no acertara a encontrar la manera de encararlo. Antes de entrar en la habitación donde consumamos la ruptura, se acercó a mí y buscó con impaciencia hacerme cargar con una sospecha:
– Quizá nos hubiera ayudado tener un hijo.
– Mejor que no haya tanta gente; así puede borrarse sin más -me opuse, por no dar cuartel, por no dejar siquiera que atenuase nada.
– Hablas como si hubiera sido siempre una mierda.
En aquel momento, decidí ensayar que aquello le pasaba a otro y di en portarme como un absoluto desalmado.
– ¿Hay algo en el reparto que te incomode, Marta? -pregunté, sin énfasis-. Podemos renegociarlo, aunque retrasará todo.
Diez minutos después, estaba hecho. Tuve que mudarme a un apartamento, prever necesidades domésticas, hacerme a que la almohada ya nunca oliera a ella. No disfruté demasiado, incluso anduve abatido durante un par de semanas, sobre todo cuando me quedaba solo delante de la televisión o iba a alguno de los sitios donde ella y yo habíamos ido o dejado de ir juntos. Pero en el fondo, no cambió nada. A fin de cuentas hacía tiempo que Marta y yo nos estorbábamos más que otra cosa.