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– Dios mío. Prométeme sólo que no vas a hacerte lama o algo así.

– Descuida.

El restaurante japonés no estaba decorado con motivos navideños. En realidad, no estaba apenas decorado con motivo alguno. Tenía unos mostradores donde se veía el pescado y parecía más bien una tienda. Pedimos sopa miso y sushi. Raúl mojaba profusamente el rollito de pescado con arroz en la mostaza verde y le añadía jengibre. Ambos aditamentos tenían, para mi gusto, un sabor infernal.

– El jengibre sabe como huele el desinfectante de los cines viejos -observé.

– Eso es que lo has tomado poco -explicó Raúl, chupando los palillos.

Después de la cena, para bajarla, paseamos un poco por la Avenida A. Era nochebuena y quienes había en la calle a aquella hora sólo podían ser los que no tenían una familia con la que celebrarla, como nosotros, o los que se habían retrasado por alguna razón en unirse a ella. Se los distinguía, a estos últimos, porque iban corriendo y abrazaban paquetes contra su costado. Los otros no tenían prisa. Me fijé en tres hispanos que estaban ateridos delante de una licorería. Ya fuera por el frío o porque no tenían de qué, ninguno hablaba. Del establecimiento salió un cuarto con una bolsa marrón y se alejaron todos cansinamente avenida abajo, rumbo a una fiesta navideña, pensé, muy distinta de las que celebraban en sus países tropicales o del hemisferio sur. Al reparar en la licorería, Gus propuso comprar bourbon. Ni a Raúl ni a mí nos gustaba, pero no nos opusimos.

En el metro de vuelta iba a mi lado un hombre de unos cincuenta años, enjuto de carnes y con la barba gris punteándole el mentón. Llevaba un tatuaje en la muñeca, ropa azul de trabajo y sobre el pecho, en el lado izquierdo, el nombre de un garaje o un taller. El pelo que le quedaba, entre rubio sucio y canoso, lo tenía revuelto sobre la frente. Dormitaba y de cuando en cuando entreabría unos ojos azules y opacos. Con ellos miraba, se me antojó que con odio, a la muchedumbre de color que formaba el grueso de la población del vagón de metro. Aquel hombre que llegaba tarde a la cena de nochebuena vería en la televisión las casas de Miami o de Beverly Hills, y en ellas a muchos blancos que nunca cogían el metro. A él, en cambio, le había tocado ser algo muy próximo a la white trash, o basura blanca, término despectivo que toca a los blancos menos favorecidos y que resulta mucho más insultante que el peor que pueda imponerse a un negro o un chicano, porque a éstos se les supone la miseria. Junto a otras prendas que me apegaban a ella, Nueva York tenía aquellos rasgos de maldad formidable, que acaso contribuían, sin embargo, a ahondar tortuosamente la seducción. Bajo el velo artificial de la corrección política, con sus rebuscadas designaciones para cada grupo, afroamericanos, amerasiáticos, caucásicos, estaba la dureza sin remilgos de una segregación que sólo podía vencerse con un arma: el dinero. Aquel hombre de ojos azules carecía de aquella arma y por ello, aun siendo también blanco y anglosajón, no participaba del espíritu navideño con la misma unción que el presidente, por ejemplo, cuando cantaba con su familia frente al árbol y las cámaras, embebidos todos de amor al prójimo.

En el apartamento de Raúl, mientras vaciábamos con un poco de asco, salvo Gus, la botella de bourbon, estuvimos viendo un documental sobre un asesino múltiple que el anfitrión rescató de su videoteca. Ya lo habíamos visto otras veces. Mientras hablábamos del hombre del metro, en quien todos nos habíamos fijado, a Raúl se le ocurrió que era especialmente instructivo para aquella noche. Gus y yo nos mostramos de acuerdo.

El documental había sido rodado en la cárcel donde el protagonista cumplía cadena perpetua; acaso contra su deseo, había sido juzgado y condenado en un estado sin pena de muerte. El asesino, un hombre grande e insípido, comenzaba refiriendo cómo había descubierto el placer de la violencia, siendo muchacho, el día que había agarrado un bate de béisbol y se había desquitado de tres vecinos que le pegaban con regularidad ante las burlas y la pasividad de su padre alcohólico. Después había tratado de trabajar, pero sin mucha convicción. Nunca había querido ser, decía, uno de esos mierdas que andan todo el día bregando como borricos bajo la tiranía del jefe, y que luego no tienen con qué pagar el alquiler o dar de comer a su familia y se mueren podridos y reventados. De este modo se había hecho asesino profesional y había matado por dinero, a veces poco, a decenas de personas. Sus métodos eran los más simples, los que más ventaja le daban sobre la víctima. Había envenenado mucho, porque era lo más cómodo. Trababa conversación en la barra con el objetivo y en cuanto éste se distraía le ponía cianuro potásico en el café o en la hamburguesa. También había apuñalado, estrangulado y disparado en la frente, siempre a bocajarro porque reconocía no tener muy buena puntería.

– Matar es muy sencillo -decía- salvo que se quiera complicarlo. Tampoco entiendo por qué esa obsesión con el cadáver. A veces uno no quiere que lo encuentren, y entonces se destruye. Hay mil formas de hacerlo sin que deje rastro. Otras veces no importa que lo encuentren, y entonces se deja tirado por ahí, en cualquier sitio.

El Carnicero, como se le apodaba, había dejado a los muertos sentados en los sofás de sus casas o en los bancos de los parques, narraba el locutor. Hacia el final del programa venía lo más emotivo. Le hablaban al criminal de su mujer y su hija, que le habían repudiado y otorgaban entrevistas sobre su vida con el monstruo, cuya macabra actividad juraban no haber sospechado nunca. Antes de eso el hombre proclamaba no estar arrepentido ni creer que hubiera hecho nada malo, porque si no hubiera matado él lo habrían hecho otros y porque nunca había asesinado a título personal, sólo por dinero. Pero cuando le preguntaron por su mujer y su hija lo reconsideró. Había algo que sí lamentaba: que nunca más fuera a poder abrazar a su hija, por quien lo había hecho todo. Y entonces el asesino lloraba.

– Qué espectáculo patético -comentaba él mismo-, el Carnicero llorando.

El final del documental nos sumió a los tres en una melancolía agravada por el bourbon. Me levanté y fui a asomarme a la ventana. Al otro lado del Hudson, como siempre, se veía la monótona línea de edificios de Nueva Jersey, pero ya fuera por el alcohol o por una súbita necesidad de sentir algo semejante, se me hizo hermosa aquella imagen separada por el río. Después de un instante de silencio Raúl tomó la palabra:

– Me acuerdo de una noticia que venía en el periódico, hace un año o menos. Un tipo de Detroit que se había acostado con no sé cuántas niñas y que pedía que le castrasen. No os vayáis a creer que se sentía culpable. En definitiva, sostenía, a las niñas les gustaba, y a veces hasta se lo habían pedido, pero era consciente de que en nuestra sociedad había algunos tabúes y de que a causa de ellos su conducta resultaba un poco marginal. El caso es que se organizó una polémica del demonio, no por el dilema moral de cortarle las pelotas o dejárselas, sino porque el tipo no tenía dinero y quería que se lo hicieran en la seguridad social, que no cubre esa operación. La mayoría de la opinión pública lo rechazaba sin más, pero apareció gente dispuesta a donar el dinero. Supongo que al final lo harían.

– Jingle balls, jingle balls, jingle and go away -sentenció Gus, imitando la melodía del villancico, al tiempo que hacía sonar los cubitos de hielo en su vaso. Acto seguido, ahogando la risa, anunció-: Tengo algo que deciros. Me voy de Manhattan. He alquilado un piso casi de verdad, en Brooklyn.

– ¿En Brooklyn, nada menos? -se espantó Raúl.

Yo no dije nada. La declaración de Gus, caída de pronto en mitad de aquella desmayada celebración navideña, fue como una iluminación. Desde hacía varios días andaba buscando un remedio, algo que me desviara de la senda cegada en que me había metido sin darme cuenta. Con el torpor a que me abocaba la embriaguez, y al mismo tiempo con una certidumbre que acaso no habría sido posible estando sobrio, se fraguó en mi ánimo una resolución irrevocable: también yo debía irme de Manhattan.