2.
Fuimos a ayudar a Gus con su mudanza, y así conocí Brooklyn Heights. El canadiense había conseguido un apartamento en Pierrepont Street, un tercer piso con dos habitaciones, cocina casi normal y cuarto de baño susceptible de acoger a más de una persona a la vez. El barrio, de edificaciones de tres o cuatro alturas como máximo, alineadas a lo largo de calles no muy anchas y llenas de árboles, es verdaderamente tranquilo y guarda el ambiente de la zona pudiente de Brooklyn que fue a principios de siglo. Ahora vuelve a serlo, en parte, por los yuppies que se trasladan desde la isla. Entre Clark Street y Atlantic Avenue se levanta una pequeña ciudad donde hay iglesias, colegios, lavanderías, tiendas de comestibles. En el centro, en Montague Street, está la calle comercial, por donde se ve pasar a las familias y a los ancianos como en la calle mayor de cualquier pueblo. Y al frente, dando al East River, se halla el paseo de Brooklyn Heights Promenade, sobre los muelles, desde el que se tiene una de las más gloriosas perspectivas de Manhattan. Una placa recuerda que aquella zona lo fue de fortificaciones a fines del siglo dieciocho, y que el mismísimo George Washington tuvo allí su cuartel general durante la batalla de Long Island. Por Gus me enteré de que los alquileres, aunque superiores a los que pagábamos en nuestras ínfimas madrigueras de la parte más innoble del Upper West, no resultaban prohibitivos. A través de una agencia inmobiliaria del barrio fui a ver varias ofertas. Finalmente me quedé con un apartamento en Hicks Street, un segundo piso con dos ventanas al frente. Cuando le dije a Raúl que yo también me mudaba, mi amigo opinó, con desinterés:
– Lo tuyo al menos lo entiendo. Tú no tienes que viajar una hora todos los días. Pero yo no pienso moverme. Ya me he hecho al poco sitio y no me gusta nada madrugar.
Mi mudanza a Brooklyn tuvo el efecto de abrir una segunda época de descubrimientos. Durante los meses anteriores casi no había salido de Manhattan, y aunque ésta fuera una isla muy particular no dejaba de producir esa sensación de insularidad que a veces lo era también de un cierto ahogo. Me gustaba de Brooklyn Heights el día a día sosegado, semejante al de ciertos barrios céntricos de Madrid en los que no hay oficinas ni zonas comerciales masivas. Cuando despertaba, al entrar el sol en mi habitación, me quedaba un rato ante la ventana, viendo pasar los camiones de reparto o espiando la actividad en la casa de enfrente. A través de sus ventanas seguía el inicio de la jornada de un par de jubilados o el de una muchacha de melena muy rubia que siempre llevaba camisetas y ropa interior negras. Entre las ramas peladas de los árboles, durante el invierno, la veía moverse de un lado a otro de su habitación, con sus largas piernas blancas que destacaban contra el luto de su ropa, y mientras hacía la cama o se preparaba un café me embargaba la paz ensimismada de aquella intimidad sorprendida.
Después iba a tomar un café con vainilla y un bagel con jamón a un modesto local de Atlantic Avenue, donde podían leerse gratis los periódicos del barrio. Iba allí porque el café era bueno y estaba muy caliente y porque uno podía quedarse durante una hora, si quería, sin que nadie le molestara, leyendo las noticias siempre estrictamente locales de aquellos periódicos: Un taxista cae desde el puente de Brooklyn y sobrevive. Otros días, cuando deseaba algo más nutritivo, me iba al Teresa´s, un local polaco en Montague Street. Allí podía pedir pantagruélicos desayunos y devorarlos rodeado de los jubilados del barrio, que también tenían buen apetito. Entre los muchos ancianos del Teresa´s, me fue inevitable tener contacto con algunos. Cuando estaban solos y se aburrían se dirigían a quien tuvieran más cerca, y alguna vez ése resulté ser yo. Aquella sociedad de retirados, por lo demás, era de una resignación admirable. Casi todos vivían solos, porque no habían tenido hijos o porque los que habían tenido los habían perdido o les habían abandonado. Disponían de ingresos para su sustento, aunque sin excesos, y en su vida no había otro aliciente que el Teresa´s y la televisión, si es que ésta podía llegar a esa categoría. Cada poco desaparecía uno de ellos, y cada uno de los que quedaban le veía irse sabiendo que podía ser el siguiente. Pero no había desesperación y se guardaba el recuerdo de los caídos. En una pared colgaba un poema al puente de Brooklyn escrito por uno de los que ya no estaban. Debajo se leía una petición al difunto: Norman, tú llegaste allí primero. Guarda una mesa para nosotros. Todo nuestro amor. El club del desayunos del Teresa's.
Aunque no todas las partes de Brooklyn pueden recorrerse sin miedo, y algunas, como las que había atravesado a mi llegada con el taxi, no invitan a ser recorridas, al cabo del tiempo fui delimitando una amplia extensión por la que desarrollaba mis excursiones. Todo era más humilde que Manhattan, pero también más próximo, y no dejaba de haber oportunidades. Podía ir al cine de Court Street, un cine de barrio barato en el que la programación era bastante digna. Para comer y cenar había decenas de opciones, sin alejarse demasiado de mi propia calle. Para pasear tenía los alrededores del Borough Hall, el Prospect Park o el cementerio Greenwood. Y si quería refugiarme, disponía de la monumental biblioteca pública o del Brooklyn Museum.
La ventaja de vivir allí era que estando fuera a la vez estaba cerca de Manhattan, a donde seguía yendo a menudo. No era fácil conseguir que Raúl se aviniera a salir de su isla; parecía que el río le protegiera del mundo exterior. Una de las cosas que más me complacían, cuando salía por la noche con Raúl y los demás, era hacer el camino de regreso. Gus y yo siempre le pedíamos al taxista que nos llevara por Broadway y que se desviara hacia el puente un poco antes del Ayuntamiento. No había nada como bajar por aquella avenida llena de luces, bajo la fría noche neoyorquina.
Al llegar a Brooklyn, después de cruzar el puente, la ciudad se volvía más tenebrosa, pero no intimidaba. Una noche que volvía solo, el taxista que me llevaba, un árabe llamado Said, según rezaba su licencia, me preguntó si vivía allí. Cuando le dije que sí, juzgó:
– Hace bien. Esta es zona de judíos. Me gusta tener judíos alrededor. Sus barrios siempre son agradables y pacíficos.
En marzo y abril, cuando llovía, me iba a menudo a Brooklyn Heights Promenade a mirar el perfil de Manhattan, desvaído entre la bruma. Los helicópteros aterrizaban y despegaban del helipuerto que hay cerca de Wall Street y del río subía un acre olor a pescado, insinuando la cercanía del mar. Otros días, sin lluvia, me acercaba a sentarme ante la puesta del sol, entre todos los que iban con sus cámaras a fotografiarla desde allí. Pero quizá nada fuera comparable a caminar por Brooklyn Heights Promenade de noche, cuando los edificios rompen la negrura con sus siluetas salpicadas de luces. Debajo del paseo discurre la autopista Brooklyn-Queens, y su ruido sirve a todas horas de fondo sonoro a la estampa. Mientras contemplaba Manhattan, escuchando los motores de los coches y los camiones que rugían sin cesar debajo de mí, presentía que no había ido allí sólo para abandonarme a un misticismo errabundo; que estaba por suceder algo que le daría otro significado a mi viaje. Y justo entonces, apareció Dalmau.
3.
Encontré el libro de Dalmau en la biblioteca pública de Brooklyn, por pura casualidad. Andaba recorriendo las fichas en busca de otra cosa cuando me tropecé con una que comenzaba: DALMAU, Manuel. Creo que habría dejado pasar la obra a la que se refería aquella ficha, atribuyéndola sin más a cualquier escritor hispanoamericano desconocido para mí, de no haber sido por el título: Lejanos. Así, en español. Sin embargo la ficha informaba que el texto estaba en inglés y no ofrecía reseña de ninguna traducción.