Cuando tuve el ejemplar en mis manos, vi que el texto inglés y el título castellano eran, paradójicamente ambos, los originales. Se trataba de la reedición reciente, datada apenas un par de años antes, de un libro que había sido publicado por primera vez en 1936 en Nueva York. Quien había decidido reeditar aquello no era una editorial de segunda fila, sino una de las más prestigiosas, dentro de una colección que trataba de recuperar títulos antiguos y raros de autores no estadounidenses. La novela, que tal era, venía acompañada de un postfacio bastante elogioso a cargo de una anciana profesora de Princeton que confesaba haberse sentido impresionada por el libro en su juventud, aunque apenas ofrecía información sobre el escritor. Todo lo que se decía de los orígenes de éste en una breve página titulada About the Author era que había nacido en Madrid en 1901, que había venido de España a principios de los años 20 y que había publicado en Estados Unidos y en inglés su corta obra (aquella novela y algunos relatos sueltos) ante la convicción de que en su país no iba a ser entendida. Aparte de esto la nota biográfica sólo suministraba otros dos datos: que había trabajado de traductor para un banco y que en la actualidad, es decir, dos años atrás, vivía jubilado en Nueva York.
Leí el libro con avidez. Era una historia acusadamente surrealista, muy del gusto del tiempo en que había sido escrita. A pesar de su título y de la biografía del autor, y contra lo que yo había intuido, no versaba sobre nadie que estuviera lejos de su tierra, al menos en el sentido físico de la palabra. En realidad, era más bien al revés. La acción del primer capítulo transcurría en Toledo, de cuyas calles, plazas y puentes, en atrevido desafío a la presumible ignorancia y aun indiferencia del lector americano, se consignaban algunos nombres propios. Cuando, a partir del segundo capítulo, la acción se trasladaba a Madrid, este afán se desbordaba. Como si el autor actuara guiado por una obsesión de exactitud, las páginas de la novela recorrían itinerarios urbanos madrileños cuidadosamente identificados. En medio de la irónica prosa inglesa de Dalmau, más que loable para ser extranjero, brotaban aquí y allá, extrañamente mezclados con ella, nombres que me eran familiares: la Puerta del Sol, Sevilla Street, Alcalá Street, la Gran Vía, la Castellana, el Retiro. Por estos lugares bien determinados se movían sus enajenados personajes, que componían un disparatado mosaico de lo españoclass="underline" inventores que no habían sido reconocidos, comerciantes enriquecidos en el tráfico con las Indias, héroes frustrados, monjas incestuosas, comisarios de policía ofendidos, prostitutas amnésicas, aventureros que corrían en las noches de lluvia detrás de muchachas que tenían citas misteriosas y también estas muchachas, que no los rehuían. En seguida advertí que las mejores escenas eran las que estaban más íntimamente asociadas a aquellos lugares concretos, las que sólo podía apreciar en toda su belleza quien conociera tales lugares y por tanto muy pocos, si alguno, de los americanos que hubieran leído el libro.
Y es que cuando se llegaba a alguno de aquellos pasajes, como el episodio bajo la lluvia entre el aventurero y la muchacha, que pasaba en la esquina de Alcalá con Velázquez, era preciso saber que enfrente estaría el Retiro, y que bajo la noche, seguramente una de esas noches de cielo gris azulado que suele haber en Madrid, las copas negras de los árboles se agitarían con el viento. Ninguno de los lectores americanos podía hacerse una idea precisa del escenario, y con ello se les hurtaba el motivo principal que tenía el aventurero, por ejemplo, para considerar adorable que en ese instante la muchacha le llamara estúpido. Y viceversa: entre quienes hubieran podido descifrar todas las claves, los habituados a pasear una noche de lluvia junto al Retiro, era poco probable que hubiera uno solo que tuviera ocasión de leer el fragmento. Esa doble falta, que yo estaba inopinadamente remediando, me apremiaba a proseguir la lectura. Mientras sentía reunirse en mí al lector con el trasfondo oculto de lo leído, salvando una rotura que quizá nunca antes había sido salvada, tuve la intuición, hasta entonces inédita para mí, de estar realizando el destino de aquella extravagante novela. Cualquiera que tal destino fuese.
A medida que fui avanzando empecé a entender la razón del título y simultáneamente, porque eran la misma cosa, el auténtico propósito del libro. Bajo el pretexto de una narración esperpéntica, Dalmau había compuesto, en su procurada lejanía, una apasionada evocación de la ciudad y del país que había abandonado. Las continuas alusiones sarcásticas a la sociedad española, al temperamento español o al atraso de sus compatriotas eran, a la postre, una de las mejores pruebas de aquella devoción, porque el narrador nunca acertaba a sonar frío o desentendido. Como uno de sus personajes, que insultaba a España y daba puñetazos en las mesas de los cafés por la ingratitud y la ceguera de aquélla con sus hijos más preclaros, manifestaba con su actitud un afecto inconsciente. Desnudo de proclamas y banderas, este patriotismo subrepticio de Dalmau se vinculaba a los rasgos esenciales del paisaje y el espíritu españoles, tal y como los guardaba su memoria. Por eso sus criaturas de ficción eran excesivas y simbólicas, adictas al gesto y a lo tremendo.
A trechos parecía que el autor censurara esta propensión, pero no pasé por alto que las páginas más sentidas, donde el discurso se hacía más pleno, eran aquéllas en las que sus protagonistas, llevados por su talante desmedido y heroico, se referían a tiempos más ambiciosos, tiempos de oportunidades y empeños, de los que aquel otro tiempo en que se hallaban venía a ser una dolorosa decadencia. La comunión con la inveterada inclinación española a la grandeza del espíritu, por encima de cualquier aspecto útil, esto es, rutinario, no podía ser más patente. Como tampoco a nadie podía ocultarse cuánto había de añoranza personal en la escena casi última en la que uno de los personajes le describía a otro, que era ciego y no podía verlo, el azul impar de una mañana de mayo sobre Madrid.
Al final del libro muchos de aquellos seres resultaban ser a la vez otros, a veces opuestos en condición o carácter o incluso sus mismos enemigos en capítulos anteriores. Con la confusión de identidades se cerraba el círculo de todos los equívocos y terminaba de demostrarse que bajo las desordenadas peripecias relatadas en la novela había una unidad fundamental. El cáustico expatriado y sus criaturas se fundían en uno solo y todas las contradicciones, y con ellas la propia distancia, quedaban resueltas en un juego de reencuentros imaginarios. Al cabo de doscientas páginas de sátira, Lejanos se resumía en un homenaje y se me figuraba que también en una especie de paliativo para su autor. No podía dejar de interpretar que la novela había sido escrita, en gran medida, para compensar la ausencia y el destierro, de esa manera tan española que consiste en revolver la sorna con la expresión infiltrada, casi de contrabando, de las heridas del corazón.
El efecto que me produjo la lectura del libro de Dalmau fue complejo y duradero. No por la cuestionable agudeza con que pudiera abordar el problema de su nación, que era la mía pero a la vez era otra, porque entre la España de 1920, que él había dejado, y la que yo había vivido, había quizá más disparidades que semejanzas. Lo que me conmovía ante todo era cómo se enfrentaba al desgarramiento, cómo convertía su deserción en una forma exacerbada de lealtad y se entregaba, mediante la fantasía literaria, a una indagación de sus ecos más interiores. A aquel exiliado minucioso, después de urdir y desenrollar su fábula, sólo le quedaban entre los dedos las hebras imprescindibles. Con ellas había tejido un estandarte que hacía ondear, con el orgullo de un hidalgo que hubiera perdido el juicio, en mitad de la ciudad que jamás podría captar su mensaje. Daba igual, a esos efectos, que condescendiera a hablar la lengua de aquella ciudad. No imaginaba qué podía haberle impulsado a irse y a refugiarse en Nueva York, pero tenía que ser algo extraordinario para haber durado hasta entonces, a despecho de todos los bandazos que en los setenta años transcurridos había dado España y de aquel sentimiento intenso que afloraba en su escritura. Un sentimiento que pervivía seis décadas después de la primera edición de la novela, cuando menos lo suficiente como para autorizar la reedición y repetir el alarde.